Hay mucho sexo en la ciudad, pero también amor
“Soy alguien en busca del amor. Amor real. Ridículo, inconveniente, incontenible, no podemos vivir sin el otro, amor”, le dice Carrie a Aleksandr Petrovsky cuando se da cuenta de que irse a París con él, detrás de él, para vivir la vida de él, es un error. Pero esa frase también marca uno de los hitos más importantes de la historia de estas cuatro mujeres en la Gran Manzana. Al final, la serie es sobre relaciones, de pareja y de amistad, en las cuales el amor juega un papel fundamental.
Charlotte, como bien sabemos, está en busca del amor de cuento de hadas. Es la dama que espera encontrar al príncipe azul. Miranda no espera nada de ningún hombre, pero eso no quiere decir que no se enamore perdidamente, más de una vez, de Steve Brady con quien finalmente se casa. Incluso, Samantha, para quien el amor propio es la relación más importante en su vida, aprende a amar a otros. La mujer que se declaró pansexual, es decir, que no ve géneros sino individuos con quienes descubrir el placer del sexo, antes que Miley Cyrus y el resto de los millennials, también experimentó el amor hacia los demás. No sobra destacar que el principal amor de las cuatro es cada una de ellas, pues son el epítome de la amistad y la familia elegida.
Pero encontrar el amor no es fácil, y más en una ciudad donde el culto al individualismo, al éxito personal y al hedonismo han dejado de lado el valor del apego y lo han convertido en una debilidad. Donde el miedo al compromiso no es solo una línea narrativa para hombres solteros y codiciados, sino que la propia Carrie lo sufre también. Ella tiene un miedo inmenso al compromiso, porque vive en un estado perpetuo de libertad absoluta. Nadie depende de ella. Su única responsabilidad es sobrevivir y ser feliz en el proceso. Y aunque la soledad puede pesar (dicen que la soledad extrema puede ser tan nociva como fumar quince cigarrillos diarios) ella parece ser feliz al no tener que compartir su habitáculo con nadie más. Incluso, cuando Aidan se va a vivir con Carrie, tienen varios desencuentros porque ella valora su soledad y no quiere compartir su espacio con nadie más. No quiere que le hablen cuando entra a su casa. No quiere que la vean comer galletas de soda mientras, apoyada sobre el mesón de la cocina, hojea revistas. Perder el privilegio de la libertad absoluta no es una decisión fácil para una persona que no conoce otro estado del alma.
Y es que la libertad es un hecho incuestionable en la vida de estas mujeres, y eso hizo de esta serie un hito. Hace veinte años no se había visto una narrativa televisiva que mostrara mujeres que no deben dar cuentas a nadie. Sin familias, sin esposos, con parejas temporales y para quienes el matrimonio y los hijos no son necesariamente prioridades ni aspiraciones de vida. Eso es absolutamente demoledor, porque rompe el paradigma de binomios (blanco/negro, hombre/mujer, bueno/malo) sobre el que está construida la moral occidental. Es imposible clasificar a cualquiera de las cuatro mujeres de Sex and the City dentro de una única categoría. Ellas no son blanco o negro, son grises. Y ese gris, indefinible y no encasillable, las pone en un plano que la gente no sabe cómo definir. Altera esquemas y plantea preguntas incómodas y nuevas. Y sin duda obligó a muchos a pensar en el 51% de la sociedad de una forma diferente. En principio, porque otras mujeres, y también hombres, querían ver la serie —especialmente al descubrir que nosotras también existíamos como público y que un producto audiovisual encabezado por mujeres podía ser un éxito—.
Regresemos al cauce del amor. El amor es una trama que urde gran parte de la historia. El amor no correspondido, la búsqueda del amor, el rechazo al amor, la adicción al enamoramiento. Desde el primer capítulo, cuando Carrie conoce a Mr. Big (a quien nos presentan asegurándonos que será el próximo Donald Trump, cosa que veinte años después y en esta coyuntura inspira unas ganas tremendas de apagar el televisor y dejar la cosa ahí), el amor hace girar la historia. Cuando ella le cuenta que está haciendo el experimento de tener sexo como un hombre, es decir, sin que ningún sentimiento se interponga para que el encuentro sea simplemente el de dos cuerpos en busca de placer, Mr. Big, enorme y hermoso con un cigarro en la boca le contesta: “Claro, lo entiendo. Nunca te has enamorado”. Carrie, sorprendida con esa respuesta le pregunta: “¿Y tú sí?”. A lo que Big contesta con su legendario “Absofuckinglutely”. Palabra difícil de traducir. Algo así como ‘absoputamente’.
Mr. Big entra en la vida de Carrie como un huracán. Parece la mezcla perfecta de amor, deseo y sexo explosivo. Pero desde el principio hay algo que ella no logra aprehender en él. Hay una cualidad escapista. Es un Houdini del amor. O eso es lo que las mujeres con una visión romántica y retorcida queremos creer. Esa misma con la que pretendieron enseñarnos que si un niño nos golpea, nos molesta, nos hace la vida imposible, es porque le gustamos, y como es hombre no sabe expresar sus sentimientos de manera asertiva y somos nosotras quienes debemos guiarlo por las lides del corazón. Carrie intenta mil veces guiar a Mr. Big por las lides del amor, y siempre fracasa. Se convierte en el hombre inalcanzable. Por eso ella nunca logra deshacerse de él. Por eso cae una y otra vez, y su corazón se quiebra una y mil veces. Y uno quiere gritarle: “¡Carrie! Es un fantasma. Es un engaño. Ese hombre es un egoísta, es un cabrón. Es un miserable hijo de su gran puto padre”. Es tan seductor, tiene tanto encanto, que solo hace falta ver su sonrisa ladeada para que Carrie, y todas las que lo vemos, caigamos de nuevo. Como masoquistas pidiendo que nos vuelva a lastimar. Y odiamos a Carrie por caer. Y nos odiamos por disfrutar al ver cómo cae. Cada vez peor, cada vez más bajo, cada vez más doloroso.
El momento más espantoso de todos es cuando ella por fin encuentra a un hombre que la quiere y la respeta, Aidan, y lo engaña al tener un affaire con Big. El eterno fantasma de Carrie se había casado con una mujer más joven a quien conoció en París después de dejar a nuestra protagonista sola en Nueva York, pues se suponía que no estaba listo para un compromiso serio.
Y las humillaciones de Big a Carrie no terminan con el fin de la serie, no. Allí, sobre un puente de París, él le asegura que ella es The One, y luego en la primera película, unos años más tarde, la deja plantada en el altar. A la Bradshaw ataviada en un sublime vestido de novia de Vivienne Westwood y con un pájaro azul como tocado para su velo.
Revisitar la historia de Carrie y Big me generó mucho malestar, confieso. Porque a pesar de varias premisas feministas que plantea la serie y que sin duda ayudaron a cambiar la forma en la que las mujeres son narradas hoy, esta relación donde ella siempre está en una posición sumisa y en clara desventaja con el que se supone es el amor de su vida, no da un ejemplo de poder a las mujeres en las relaciones de pareja.
Big es un maltratador. No uno que da golpes, pero si uno que es capaz de mantener al otro en vilo y en un constante estado de angustia psicológica, cuestionándose una y otra vez qué hizo mal. ¿Qué pasó? ¿Por qué no me ama como yo lo amo a él? Reitera una idea de ventaja versus desventaja en una relación de pareja, y olvida por completo que la palabra pareja viene de par ‘igual’. Una línea narrativa muy poco feminista, más si se entiende el feminismo como la búsqueda de igualdad.
La rabia que siento hacia Mr. Big es el recuerdo que guardo de los hombres que me rompieron el corazón por esas mismas razones. Por su imposibilidad de verme como igual a ellos. Por su necesidad de destrozar mi autoestima para sentirse mejor consigo mismos.
No es fácil crecer siendo mujer en América Latina, no solo por el riesgo de vida que implica, sino por la violencia que es ejercida sobre nosotras en los espacios donde se supone que debemos estar más seguras. Y estos resultan s...