El origen de la tristeza
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El origen de la tristeza

  1. 176 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El origen de la tristeza

Descripción del libro

"El origen de la tristeza" es el mapa moral de un paisaje tallado a golpes de realidad inclemente, de un territorio severamente humano que adquiere (por ello) dimensiones míticas. Y es también la estampa de un recuerdo que Pablo Ramos logra dibujar con tres lápices bien afilados: la escritura exacta, el humor inmisericorde y la mirada piadosa.Gabriel se aleja bruscamente de la infancia cuando los viejos perfiles de su barrio empiezan a desvanecerse y las aguas corruptas del arroyo Sarandí despiden llamas literales. Tiene un maestro que duerme en el cementerio, donde las tumbas imparten lecciones sobre la vida. Juega con una barra de pibes, pero allí ese juego es además una partida contra la muerte. Gabriel conquista la precaria madurez que se le ha otorgado entre raíles, pesadumbres, garrafas de vino, tierras baldías, aventuras insensatas, amigos rotos e inquebrantables y colectas que pagan el descubrimiento de la carne. No será el único descubrimiento.

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788415996156
Edición
1
Categoría
Literature

El incendio del arroyo

Nuestro barrio se llama El Viaducto porque lo atraviesa un viaducto. Nace en la parte sur de Avellaneda, donde el terraplén del ferrocarril Roca se eleva separándolo de las torres del barrio Güemes. Y muere bien abajo: contra el arroyo Sarandí, que tiene de nuestro lado muchísimas curtiembres en su mayoría abandonadas, y del otro lado los primeros ranchos de la enorme villa Mariel. Al este, termina en la avenida Mitre, donde empezaban los baldíos y salía el camino hacia la costa; y al oeste, en la avenida Agüero, donde el largo paredón del cementerio nos separa de la villa miseria más peligrosa de todas: la Corina.
A nosotros nos llamaban los Pibes y parábamos en la esquina de Magán y Rivadavia: el centro exacto del barrio. En aquella esquina estaba la casa de Armando, un viejo que todas las tardes se ponía a tocar el bandoneón, oculto en la penumbra de su garaje y con el portón apenas abierto para que la música pudiera oírse desde la calle. El sonido del bandoneón de Armando y la sombra de los álamos gigantes de su vereda hacían de esa esquina el lugar perfecto para pasar las tardes. La panadería, el cuartel de bomberos, la carpintería de Rubén y la fábrica de matafuegos Celis también estaban en Magán y Rivadavia, una frente a la otra ocupando las ochavas restantes. El bar del Uruguayo quedaba pasando el cementerio, y el club social y deportivo Brisas del Plata a la vuelta del bar. La cancha del Arse —nuestro cuadro— estaba en las afueras del barrio, cerca del arroyo pero camino a la costa, donde existían otras villas mucho más chicas que la Mariel y la Corina y donde paraba la peor de las barras enemigas: Los del Otro Lado.
Era verano, el año siguiente al del nacimiento de mi hermanita. Habíamos juntado cerca de cien pesos para ir a la villa Mariel y debutar con una puta. Habíamos tardado un mes en vender la rifa de una canasta familiar a un peso el número, diciéndoles a los vecinos que necesitábamos la plata para comprar un juego de camisetas para nuestro equipo. Con lo recaudado, menos una reserva que habíamos dejado para el vino de la costa, pensábamos encamarnos al menos cinco de nosotros.
Trabajamos en equipo y logramos vender noventa y nueve de los cien números. Sabíamos que al menos la mitad de nosotros iba a tener que esperar la segunda rifa (que tendría como excusa la compra de una pelota número 5); sin embargo, hasta ese momento, a nadie se le había ocurrido preguntar cómo íbamos a hacer para elegir a los primeros debutantes. Por eso, cuando sólo nos quedó un número imposible de vender porque era el 13, empezaron los problemas.
—Los que tenemos más tiempo en el barrio vamos en la primera tanda —dijo Percha; y aunque sonaba bien, igual se nos complicaba porque salvo el Carlón y el Tumbeta todos vivíamos desde siempre en el barrio.
Marisa dijo que le parecía una idea injusta, y que mejor lo hiciéramos revoleando una moneda: a cara o ceca, pero nadie estuvo de acuerdo.
—Y vos qué te metés —le dijo Alejandro—, si no la tenés igual que nosotros.
Marisa, que era la que mejor peleaba porque practicaba judo en el Brisas del Plata, saltó encima de mi hermano, le hizo una Doble Nelson y lo obligó a retirar sus palabras.
—Marisa si tiene ganas también va —dijo el Chino—, y después que haga lo que quiera.
A todos nos pareció bien y seguimos discutiendo sobre la mejor manera de definir el asunto. Yo propuse que nos sentáramos en círculo para que cada uno hiciera su propuesta y todos estuvieron de acuerdo. Empecé yo. Dije que lo mejor era que fuéramos primero los que nunca le habíamos visto la cara a Dios. Pero enseguida saltó Alejandro, porque él sabía que todos nos acordamos del asunto que había tenido con la Flautita, la hija del panadero. Entonces Rindone levantó la mano y dijo que lo mejor era dejar que las putas eligieran con quiénes se querían acostar. Pero lo mandamos a la mierda: a quién se le podía ocurrir, los clientes éramos nosotros y las putas eran ellas. Percha, que era el más complicado de todos, esta vez propuso algo bastante lógico: jugarlo al punto y révol. Cada uno debería empezar con diez figuritas y el primero en perderlas sería el primero también, pero en quedar afuera. Se empezaría de nuevo y así hasta llegar a la final. El problema era que todos sabíamos cómo jugaba cada uno de los otros y nos era muy fácil anticipar quiénes serían los seguros perdedores. Discutimos un rato y en votación dividida se decidió que no. El Chino dijo que lo mejor era hacerlo por orden de abecedario y el Jaro propuso un campeonato de pajas. Al Rata nunca se le ocurría nada y no dio ni una sola idea que sirviera aunque fuera para discutir un poco. El Tumbeta estaba callado y tuve que preguntarle para que soltara lo que tenía en la cabeza.
—Yo digo que vayan primero los que tengan los huevos bien puestos —dijo, y todos nos quedamos callados.
—Si todos los tenemos en el mismo lugar —le contestó la Rata.
Marisa se calentó y nos dijo que tuviéramos más respeto porque en el grupo había también una mujer.
—¿Qué querés decir, Tumbeta? —le pregunté.
—Qué sé yo. Podríamos entrar en el cementerio de noche y jugar una carrera hasta la otra punta; o acostarnos entre las vías a esperar que nos pase el tren. No sé, cualquier cosa de ésas.
Nadie le contestó. Ni siquiera Marisa, que aunque era mujer era capaz de todo. Ella también lo miraba en silencio. Supongo que igual que a mí no la asustaba lo que él decía, sino la manera en que lo decía: como si no le importara nada.
—Por qué no lo definimos con un fulbito y listo —dijo el Carlón, y a mí me pareció una buena idea; a los demás también, supongo que porque les permitió zafar de lo que había propuesto el Tumbeta; el único que dijo que no fue Percha porque para él el Carlón no contaba porque era cabeza y Marisa dijo que si el Carlón no contaba ella tampoco quería contar.
—¿Y a vos qué te importa? —le contestó Rindone.
—A mí me importa y al que no le importe no sabe nada lo que es tener un amigo.
Todos, menos Percha, estuvimos de acuerdo con Marisa; y a mí me gustaron mucho las palabras que ella usó para hacernos entender las cosas.
El partido quedó fijado para el sábado porque era el día del sorteo. Elegiríamos los equipos un rato antes y después del partido los ganadores harían uso del premio. Como el Carlón había sido el de la idea ganadora dije que merecía que le diéramos el número que no habíamos podido vender. A casi todos la idea les cayó como el culo, pero como Marisa estuvo de acuerdo conmigo no se animaron a abrir la boca, y yo anoté en el talonario de las rifas, sobre el número 13, el nombre del Carlón.
El incendio empezó el jueves a la tarde. Había llovido toda la mañana y Magán y Rivadavia se habían inundado. Los Pibes jugábamos carreras de botes con unas tablas viejas que se le habían escapado a Rubén, el carpintero, y que habían flotado desde su galpón hasta la calle. Eran como veinte y andaban a la deriva por la inundación. El juego era acostarse de panza sobre una tabla y remar con los brazos a todo lo que da. Salíamos de la casa de Armando, teníamos que cruzar la bocacalle y llegar hasta la panadería. Casi todas las veces ganaba el Carlón pero, como Percha había dicho que el Carlón no contaba, el que llegaba segundo era en realidad el ganador.
—¿Y por qué no cuenta? —le había gritado Marisa.
—Porque es cabeza —le contestó Percha—. Aparte en la casa nunca hay nada para comer.
—¿Qué comieron en tu casa, Carlón? ¿Vacío? —gritó el Jaro desde la ventana de su pieza, y todos se empezaron a matar de la risa.
Yo flotaba en mi tabla y al lado, con unas botas de goma que le llegaban hasta los huevos, lo tenía a Rindone. Me preguntó si había entendido.
—Vacío de nada, boludo, entendés: no de asado —me dijo, y le emboqué un gargajo en el medio de la jeta.
La lluvia casi siempre reemplazaba al fútbol por diversiones nuevas; menos para el Jaro y el Tumbeta: a ellos, cuando se inundaba, no los dejaban salir. Ese día el Chino no estaba porque vivía lejos: en la Capital. Él venía los viernes a la tarde y se quedaba hasta el domingo en lo de su abuela Fonta, a dos casas de la mía. El Chino fue desde siempre uno de los Pibes y, junto con Percha, uno de mis mejores amigos. Algunos domingos por la mañana, si la madre lo venía a buscar temprano, me llevaban a la Capital. Tardábam...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Dedicatoria
  4. Epígrafes
  5. El regalo
  6. El incendio del arroyo
  7. El estaño de los peces
  8. Créditos
  9. Índice
  10. Colofón