
- 200 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Selección de cuentos de Antón Chéjov
Descripción del libro
Antón Chéjov (1860-1904) es uno de los maestros indiscutibles del cuento corto y una de las figuras más prominentes de la literatura rusa de todos los tiempos. Vivió una carrera extremadamente prolífica, dejando más de un centenar de relatos cortos, quince obras de teatro, ensayos y novelas cortas. A pesar de que empezó a escribir cuentos por razones económicas, Chéjov creció en su ambición artística e hizo contribuciones estilísticas y formales al género que contribuyeron al desarrollo del cuento moderno.Esta selección de cuentos incluye una muestra importante de sus mejores trabajos, el amplio rango emocional del autor, sus temas preferidos y la inagotable inspiración que su país y su gente le proporcionaba.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Colecciones literarias europeasCampesinos
I
Nicolás Chikildieyev, el camarero del Hotel Eslavo, se había enfermado. Se cayó de bruces un día, perdido casi totalmente la fuerza de las piernas, en mitad del pasillo mientras llevaba una fuente de jamón con guisantes en la mano. Y se vio forzado a dejar su puesto. Se había gastado, cuidándose, todos sus ahorros y los de su esposa, y ya nada le quedaba para vivir. Tomó la decisión de marcharse al campo con su familia, porque estaba cansado de su obligado ocio. “Uno está mejor en su casa” —pensó—, “y vive con mucha más economía, y por algo el proverbio dice que hasta le ayudan las paredes”.
Al oscurecer llegó a su casa en Jukov. Sus añoranzas de niño le hablaban del terruño como de algo suave y claro, y al ver nuevamente su casita, se aterrorizó: tan sucia, oscura y estrecha era. Perplejas, su esposa, Olga, y su hija, Sacha, observaban la inmensa chimenea, negra de moscas y de humo. ¡Dios, cuántas moscas!… Las vigas de las paredes estaban torcidas; la chimenea, arqueada. Daba la impresión de que la casa estaba a punto de caerse. En vez de cuadros, había pedazos de periódicos y etiquetas de botellas pegados a las paredes, al lado de los conos.
¡Pobreza! ¡Miseria!… La gente mayor estaba en el campo. Una niña pelirrubia, sucia, como de ocho años, se encontraba sentada en la chimenea, y ni siquiera les dirigió la mirada a los recién llegados. Un gato blanco ronroneaba en el suelo, al lado de una horcadura.
Sacha le llamó.
—Miso, miso, miso…
—Parece sordo —dijo la muchacha—. No escucha nada.
—¿De veras?
—Le dieron una paliza…
Olga y Nicolás comprendieron, de inmediato, lo que era allí la vida; pero guardaron silencio. Pusieron el equipaje en un rincón y salieron de la casa. La apariencia de la inmediata era bastante pobre también, sin embargo, la de más allá —la última de la fila— tenía cortinas en las ventanas y tejado de cine. Estaba muy aislada y no tenía cerca. Se trataba de un mesón. En la serenidad taciturna del campo se erguían serbales, sauces y saúcos. Más allá se veía el río, de orillas pedregosas y altas. Por tierra había esparcidos multitud de tiestos, de montones de basura y de trozos de ladrillo rojo. Se extendía, al otro lado del río, una extensa pradera de color verde claro, segada ya, en la que pasaban muchos cerdos, vacas y caballos. Sobre una colina, a la derecha, se agrupaba un caserío entre la casa señorial y la iglesia, de cinco cúpulas.
—¡Aquí se está muy bien! —comentó Olga, mientras se persignaba al mirar a la iglesia—. ¡Dios mío, qué tranquilidad!
En aquel instante se escuchó tocar a vísperas —era sábado—. Dos niñas que llevaban un cántaro de agua se detuvieron para escuchar las campanas.
—Ya es la hora de comer en el Hotel Eslavo —dijo Nicolás con nostalgia.
Nicolás y Olga, sentados en la orilla escarpada del río, observaban la puesta del Sol, cuyos fulgores de púrpura y oro se reflejaban en el agua, en el cielo, en las ventanas de la iglesia, en el aire, puro y sereno, como jamás lo habían visto en Moscú. Después que se puso el Sol, pasaron las manadas de ocas, el rebaño pasó mugiendo… En el aire se extinguía la suave luz crepuscular; la noche descendía, lenta.
Mientras tanto, volvieron a casa el padre y la madre de Nicolás, encorvados, sin dientes, flacos, los dos de la misma estatura, y María y Fekla, las dos cuñadas, que trabajaban en una finca de la otra ribera. Fekla, la esposa de Dionisio, que era soldado, tenía dos hijos y María, la esposa de Kiriak, siete. Al entrar Nicolás en la choza y ver a la familia; al mirar todos esos cuerpos de distintos tamaños que se estaban agitando en las cunas, en todos los rincones de la buhardilla; al ver el ansia con que el viejo y las mujeres comían pan negro mojado en agua, entendió que hizo mal en irse allí, sin dinero, enfermo, y, por añadidura, con su esposa y su hija.
—¿Mi hermano Kiriak dónde está? —preguntó, después que los saludó a todos.
—Trabaja de guardabosque en casa de un comerciante —respondió el padre. Es un excelente muchacho, aunque muy bebedor.
—¡No nos sirve de mucho! —se quejó la vieja—. Estos mujiks son unos tarambanas. Traen menos a casa menos de lo que se llevan. A Kiriak le encanta beber, pero al viejo tampoco le disgusta la bebida, y no hay que mencionar que conoce perfectamente el camino del mesón. ¿Esto no clama al cielo?…
En honor de los recién llegados hicieron té en el samovar. El té —que tenía olor a pescado—, el pan, la vajilla, el azúcar gris, eran bastante desagradables; los temas de conversación también lo eran: enfermedades, miserias… Todavía no habían acabado la primera taza, cuando se escuchó de repente en el patio una voz de borracho que gritaba:
—¡María!
—Podría jurar que es Kiriak. Cuando se está hablando del lobo…
Todos guardaron silencio. Unos minutos después se escuchó nuevamente la misma voz ronca y como subterránea:
—¡Maaaría!…
María, la mayor de las nueras, se puso pálida y se agazapó contra la chimenea. Resultaba cómico el pánico en la cara de aquella mujer, corpulenta y fea, de apariencia varonil. Su hija —la niña a quien los recién llegados encontraron sentada en la chimenea— rompió en llanto.
—¡Bah!… ¿Acaso las va a matar, bobas? —exclamó Fekla, bella mujer, fuerte y corpulenta también.
El viejo dijo que a María le daba temor vivir en el bosque con Kiriak, y que el guarda, cuando se embriagaba, la iba a buscar, armaba escándalo y la golpeaba.
—¡Maaaría! —se escuchó gritar en la puerta.
—¡En nombre de Dios, defiéndanme, tengan compasión de mí!
—balbuceaba María, estremecida, tiritando, como se estuviese bajo una ducha muy fría—. ¡Defiéndanme, por favor!
—balbuceaba María, estremecida, tiritando, como se estuviese bajo una ducha muy fría—. ¡Defiéndanme, por favor!
Todos los niños comenzaron a llorar, y Sacha, mirándoles, también rompió en llanto. Se escuchó toser al borracho, y un enorme mujik, cuya cabeza cubría una garra de piel, y cuyo rostro, de barba negra, parecía espantoso a la débil luz de la lamparilla, entró en la sala. Se trataba de Kiriak. Se aproximó a su esposa y, sin pronunciar una sola palabra, le dio un puñetazo, en las narices. Ella, callada, aturdida, inclinó la cabeza y comenzó a sangrar abundantemente.
—¡Pero qué vergüenza! —susurró el viejo—. ¡Qué pecado! ¡Delante de los huéspedes!
La vieja, pensativa, encorvada, guardaba silencio. Fekla estaba balanceando la cuna…
Kiriak, orgulloso del susto que les dio a todos, cogió a su mujer por un brazo y la arrastró hacia la puerta, aullando como una bestia, para parecer todavía más terrible; pero en aquel instante notó la presencia de los recién llegados y se detuvo.
—¡Ah, ya llegaron! —exclamó, soltando a su esposa—. El amado hermano con su familia…
Mirando el icono se persignó. Después siguió, muy abiertos los ojos rojos de borracho:
—El amado hermano con su familia llegó a la casa paterna…, llegó de la capital, de Moscú …, de la ciudad de las ciudades… Con el permiso de ustedes…
Tomó asiento en el banco ante el samovar, y comenzó a beber té a ruidosos y grandes sorbos, en mitad del silencio de los espectadores… Después que bebió a su gusto, se acostó en el banco, e instantes más tarde roncaba.
Todos se acostaron. Nicolás, como enfermo, junto al viejo, en la chimenea; Olga, en el porche, con las demás mujeres, y Sacha, en el suelo.
—Vamos, no llores, tonta —decía Olga, acostada en el heno junto a María—; no llores. Debemos tener paciencia y sufrir resignadamen...
Índice
- Estudio Preliminar
- ¡Chis!
- La señora del perrito
- Enemigos
- La muerte de un funcionario público
- Vecinos
- El beso
- La mujer del boticario
- Iván Matveich
- El fracaso
- Las islas voladoras
- Zínochka
- Vanka
- La pena
- La víspera del juicio
- En la oscuridad
- Polinka
- Un hombre enfundado
- Una apuesta
- La cigarra
- Campesinos
- Un escándalo
- Un hombre irascible