La izquierda de Hollywood
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La izquierda de Hollywood

La historia no contada de las películas de la época dorada

Paul Buhle, Dave Wagner, Virginia Villalón, Miguel Hernández Sola

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La historia no contada de las películas de la época dorada

Paul Buhle, Dave Wagner, Virginia Villalón, Miguel Hernández Sola

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La izquierda de Hollywood es el primer libro exhaustivo sobre la historia de los progresistas de Hollywood. Paul Buhle y Dave Wagner siguen las trayectorias personales y políticas de los guionistas, actores, directores y productores de izquierdas desde los albores del cine sonoro hasta principios de la década de 1950 y el decisivo impacto que tuvo su trabajo en la época dorada de la industria cinematográfica en EEUU.Llena de detalles biográficos y anécdotas sabrosas, indaga en los pormenores sobre películas muy conocidas, injustamente olvidadas o deliciosamente estrafalarias; el libro es, según "Publishers Weekly", "un análisis inteligente, bien expuesto y apasionante de cómo el arte y la política pueden hacer inesperados y a veces extraños compañeros de cama". La izquierda de Hollywood también cuenta el mensaje oculto que hay detrás de películas en géneros como el policíaco, el cine familiar, el bélico, de animación y en particular del cine negro y que muchas veces ha pasado desapercibido.

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Capítulo 1

El destino del guionista

El veterano escritor W. R. Burnett estaba presente en 1930 para el estreno en Los Ángeles del mítico drama policíaco Hampa dorada, pero cuando empezaron los créditos, se removió en su asiento, profundamente frustrado. Las orgullosas autoridades del estudio presentaban a actores, directores, escenógrafo y por último, casi como una ocurrencia tardía, la fuente literaria en la que estaba basada. Según se dice, el presentador bromeó: “siempre tiene que haber un escritor”, a lo cual, un amargado Burnett afirma que cuchicheó en un aparte:
“¡Que te jodan!” La descripción de Burnett de un incidente principal en el nacimiento del cine sonoro, que demuestra la indignidad del oficio de escritor, soslaya un elemento fundamental. Burnett era realmente el novelista y ni siquiera la mitad más importante del equipo de guionistas de la película. Su falta de respeto por el auténtico guion (“no era muy bueno”) ejemplificaba de qué forma los novelistas maltratados e ignorados seguían estando una cabeza por encima de los guionistas. Ignorado de forma ostensible en el mismo estreno, su ausencia sugería sutilmente que quizá no había necesidad ninguna de ser esa clase de escritor1.
Francis Faragoh, un emigrante judío húngaro, se había encargado del guion procedente de un primer intento fallido y de su adaptación y reescritura de arriba abajo, recortando partes cada vez mayores de la novela para dar a la versión cinematográfica lo que resultó ser su credibilidad en la invención de un género. Antiguo vanguardista teatral aclamado por The New York Times por sus logros, Faragoh iba experimentar las subidas y bajadas características del guionista de Hollywood, incluidos prestigiosos trabajos en algunas de las primeras películas en color, hasta películas familiares imperecederas. El sindicalismo y la política de izquierdas, apenas presentes en su mente cuando dejó Nueva York moldearon no obstante su carrera, su vida personal y social. Faragoh ofrece un perfecto ejemplo gráfico del tópico que dice que los guionistas radicales no nacen sino que se hacen. También Hampa dorada mostró verdaderamente por primera vez la curiosa contradicción de que las historias policíacas junto con el cine de mujeres ofrecieran el género apropiado para la precoz exploración del descontento social y la sutil evasión de la censura política por un escritor habilidoso.
Al principio, con el lento desarrollo del cine mudo y la repentina aparición de los productores minoristas en los grandes estudios, el trabajo del escritor había sido ciertamente un misterio. Los directores y los actores importantes escribían a menudo la trama de la película sobre la marcha, intentando evitar la repetición de los detalles de alguna película anterior aunque proporcionando básicamente la misma oferta de espectáculo vendible. Los escritores irrumpieron al principio como “tituladores”, trabajando para los estudios desarrollando el diálogo por medio de frases explicatorias o “intertítulos” y luego por último los argumentos. A medida que las historias cinematográficas comenzaron a hacerse cada vez más complejas, en torno a 1910, se establecieron departamentos de narración con dos objetivos principales: analizar el material que se presentaba para su posible utilización y controlar (o extraer) fuentes como el teatro de Broadway, revistas de ficción y las novelas más vendidas en busca de ideas. La creciente dificultad del plagio descarado, un concepto utilizado siempre con discreción en Hollywood, impulsó a los ejecutivos de los estudios a importar talentos seguros. A excepción de los exiliados europeos, los forasteros eran en su mayor parte neoyorquinos.
Pero no había apenas radicales. El repentino crecimiento de los estudios en torno a 1920 creó una demanda de más escritores, limitada a aquellos dispuestos (con las excepciones más raras) a adaptarse a la línea política. Durante la “nueva era” de un capitalismo aparentemente sin límites (pero también de la denominada amenaza soviética) se discutía abiertamente la distracción de las mentes de las masas del cambio social a la evasión personal y no solo en la prensa económica o marxista, sino como un hecho consumado. Era un tema de conversación tan común como la gestión científica (“taylorismo”) o el aumento de ventas en ultramar de materias primas norteamericanas. El flujo ininterrumpido de películas antisindicales o antibolcheviques rara vez arrastraba gran cantidad de público, pero se esperaba que los escritores celebraran la sociedad de la abundancia incluso a la vez que elaboraban temas exóticos, explotaban el atractivo del actor con insinuaciones sexuales y reprendían a cierto tipo de malhechores.
Desde una perspectiva más neutral, la producción cinematográfica se reorganizó también siguiendo las líneas ya adoptadas por los fabricantes de automóviles, acero, productos químicos y otras mercancías, reorganizadas para la venta nacional e internacional. Los empleados de los estudios se pusieron a la tarea, complicada por el caos continuo del mercado y por la predilección de los magnates en alza, por rodearse de sus parientes. Los fabricantes de automóviles de la época, aunque no los fabricantes de maquinaria que suministraban los componentes, tuvieron también que complacer las fantasías cotidianas del público, incluso crearlas. Pero había una diferencia: Henry Ford y sus competidores rara vez tuvieron que traer a un reputado novelista y dramaturgo y luego domesticar su energía creativa. Ese era el problema en todas partes. La era del sonido, una vez más, multiplicó por diez la necesidad de escritores, prácticamente de la noche a la mañana. También aumentaron las naturales tensiones entre los impulsos creativos y la práctica comercial en el momento histórico del fracaso del capitalismo.
La industria cinematográfica mundial ya había encarado retos artísticos y políticos desconocidos en los Estados Unidos. Tras la Primera Guerra Mundial, cuando los franceses perdieron su breve monopolio sobre la producción cinematográfica mundial fuera de los Estados Unidos (donde las películas francesas también se distribuían muy bien), surgió en prácticamente todas las capitales cinematográficas desde Moscú a Roma o Berlín una nueva generación de cineastas cuyas lealtades políticas estaban orientadas firmemente a la izquierda. A raíz de los horrores recientes estaban por principios contra la guerra, y se comprometían a contar historias de las enormes poblaciones urbanas en un momento en el que los censores y los conservadores acallaban las historias de delitos y hambre como insultos al carácter nacional. Y fue así como surgió un arte nuevo y popular en todo el mundo con un matiz político progresista, profundamente enraizado no solo en la tecnología electromecánica del siglo en rápido desarrollo, sino también en las relaciones sociales de la población urbana industrial emergente al lado de los movimientos sociales que se identificaban más estrechamente con esa población2.
En Estados Unidos, los argumentos de simpatía por el pobre pero honrado y que ridiculizaban a la autoridad habían conseguido abrirse camino hasta el cine mudo, habitualmente disfrazados de melodrama de género o en el estilo bufo de los Keystone Kops, pero también en las películas “de golfillos” artísticas y abrumadoramente populares. Con apropiado simbolismo, la creación en 1919 de United Artists por Charles Chaplin y sus colegas Douglas Fairbanks y Mary Pickford señaló el primero de los muchos intentos por defender el control creativo además de la distribución y los beneficios de los efectos de la monopolización (más exactamente, oligopolización). United Artists triunfó –pero solo gracias a su propio pequeño equipo de producción, que espoleó la producción “artística” de bajo presupuesto en décadas posteriores–. Al final de la “Poverty Row” de los estudios descapitalizados surgían independientes casi tan rápidamente como se hundían y eran sustituidos por contendientes nuevos que no ofrecían oposición seria a la corriente dominante. Los gigantes mismos crecían o decrecían, se fusionaban e incluso a veces se hundían. Pero nunca perdieron la confianza o el control total del mercado hasta finales de la década de 1940, cuando una inesperada debilidad les encontró completamente sobredimensionados.
Lo que Abraham Polonsky comentaba a finales del siglo pasado había sido cierto casi desde el principio, los radicales y artistas serios habían soñado una y otra vez con escapar del sistema de estudio. Algunos lo hicieron, pero la cinematografía fundamental se produjo casi exclusivamente dentro de él, al menos durante la Segunda Guerra Mundial. Unos cuantos rebeldes dispersos tuvieron que abrirse camino dentro del laberinto y de los monopolios, no ya para firmar la paz con los sectores menos abusivos, sino simplemente para crear un hueco viable para ellos y sus amigos. Con un genio apropiado para un medio en rápida evolución, capaces de crear lo mismo cine serio que brillantemente cómico, los dotados guionistas, junto con sus actores, directores, productores y homólogos técnicos, necesitaban a los estudios. Su talento para subvertir las normas conservadoras del cine de Hollywood, desplegado habitualmente solo dentro de formas muy limitadas hasta el final de la década de 1930 e incluso después, encontraron expresión en las sutilezas que conseguían escapar por igual de censores y críticos3.
Estas necesidades iban probablemente a converger a corto plazo de algunas formas a veces muy curiosas, por debajo del radar de la censura política pero al borde del radar de otras clases de censura. Ni las películas policíacas ni las películas de mujeres permitían vislumbrar un mundo mejor. Pero los delincuentes rebeldes permitían al público indignarse ante las consecuencias del hundimiento económico y las mujeres rebeldes daban a las espectadoras en particular el refuerzo psíquico que muchas reclamaban. Los encargos de los estudios se encontraron con guionistas radicalizados más que preparados para entregar guiones realistas sobre estos temas.
Los estudios tuvieron suerte en otro sentido relacionado estrechamente. Los últimos años del cine mudo, Broadway había entrado en un momento de exuberancia junto con su bullicioso barrio y los teatros universitarios. Había disponible abundancia de talento y más en camino con la invención del musical gracias a la concatenación de un público sofisticado, actores con talento y productores prósperos y un círculo de compositores y letristas en su mayor parte judíos. Y aquí podemos echar una primera ojeada a una curiosa contradicción desde dentro del sistema de estudios que se estaba consolidando: que la base de la oposición se desarrolló muy dentro del negocio del espectáculo en general y con frecuencia desde donde menos se esperaba. No hay género que pareciera menos susceptible de intervención radical que el musical y nadie, ni los jefes de los estudios ni los artistas musicales mismos, sospecharon a dónde iban a llegar estos jóvenes de ideas progresistas ni lo caro que pagarían por ello.
Para empezar con un ejemplo sencillo e improbable: Ira Gershwin, que dio albergue en 1947 a las reuniones de los progresistas de Hollywood del Comité por la Primera Enmienda contra la lista negra, se reveló como un compositor fundamental durante la década de 1920 con sus éxitos en Broadway en colaboración con su hermano más famoso, George4. Los méritos fílmicos de Ira se ext...

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