
- 144 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Beato Pablo VI. Gobernar desde el dolor
Descripción del libro
Pablo VI es considerado el primer Papa moderno. Alma del Concilio Vaticano II, propulsor del diálogo con el mundo contemporáneo, tuvo que hacer frente a muchas tormentas, dentro y fuera de la Iglesia. Predicador de la paz en plena Guerra fría, defensor de la vida con su encíclica Humanae vitae, peregrino del Evangelio por los cinco continentes, su pontificado es todavía objeto de análisis y discusión. Solía afirmar que hoy el hombre cree más a los testigos que a los maestros. Su beatificación confirma que fue -en medio del dolor por la crisis del mundo y de la Iglesia- un testigo creíble de la verdad.
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Información
Editorial
Ediciones Rialp, S.A.Año
2014ISBN del libro electrónico
9788432144356Categoría
Biografías religiosasCAPÍTULO IV
TU ES PETRUS (1963-1978)
1. Un pontificado para el diálogo y la paz
El 3 de junio de 1963 moría Juan XXIII, el papa profético y visionario, que conquistó al mundo con su bondad y su afabilidad. Roncalli tenía un carácter «vendedor», y no sería fácil sucederle en la Silla de Pedro. Tres semanas después de su fallecimiento, el 21 de junio, en el sexto escrutinio del cónclave preparado para designar a su sucesor, el cardenal Montini era elegido Papa, tomando el nombre del gran apóstol de las gentes, Pablo.
De los ocho cónclaves que tuvieron lugar en el siglo XX, solo en dos se desmintió el dicho italiano que afirma que «quien entra papa sale cardenal». Tal frase sostiene que habitualmente el Espíritu Santo sorprende y es elegido como Romano Pontífice un cardenal que no estaba entre los «papables». Las dos desmentidas fueron la elección de Pacelli como sucesor de Pío XI, y la de Montini como sucesor de san Juan XXIII. En Montini se unían una gran experiencia curial, una cultura muy abierta al mundo contemporáneo, y una intensa experiencia pastoral en Milán. Otros candidatos —por lo poco que se puede saber de lo que sucede en un cónclave— fueron los cardenales Hildebrando Antoniutti, de la curia romana, y Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia. Algunos querían cerrar la ventana abierta por Juan XXIII. Otros querían abrirla de par en par. La mayoría deseaba la renovación iniciada por el Concilio, en la fidelidad a la tradición, y encontraron en Montini la persona más adecuada.
El 30 de junio tuvo lugar la ceremonia de coronación, que se realizó por primera vez en la Plaza de San Pedro. Y fue la última en que un Papa utilizara uno de los emblemas de su poder: la tiara. Al año siguiente, Pablo VI daría la tiara donada por los feligreses de Milán —y que tenía la forma de una ojiva espacial—, al cardenal Spellman, de Nueva York, para que la subastara en beneficio de los pobres.
Ya en el discurso de apertura, el Papa subrayó uno de los temas centrales de su pontificado: el diálogo, y más en concreto el diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno. Todos los ideales nobles del mundo contemporáneo, como los deseos de justicia, de paz, de desarrollo, de cooperación, Pablo VI los hacía suyos, y ponía a la Iglesia como servidora de la humanidad, para remediar sus males.
Precisamente el tema del diálogo será fundamental en su encíclica programática Ecclesiam suam, promulgada el 6 de agosto de 1964, en la cual el Papa se dirigía a toda la humanidad, desde los ateos a los «hijos de la Casa de Dios». Pablo VI presentaba la salvación del hombre en el contexto de un diálogo entre Dios y la criatura humana. Si la Iglesia quiere salvar al mundo debe entablar un diálogo que tenga las mismas características que este diálogo iniciado por iniciativa divina. Así, en el n. 29 de la encíclica, describía las características que habría que tener el coloquio entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. Lo transcribimos textualmente y completo, porque aquí se ponen de manifiesto algunos elementos del estilo montiniano de acercarse al mundo: «Hace falta que tengamos siempre presente esta inefable y dialogal relación, ofrecida e instaurada con nosotros por Dios Padre, mediante Cristo en el Espíritu Santo, para comprender qué relación debamos nosotros, esto es, la Iglesia, tratar de establecer y promover con la humanidad.
El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina: El nos amó el primero; nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres el mismo diálogo, sin esperar a ser llamados.
El diálogo de la salvación nació de la caridad, de la bondad divina: De tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito; no otra cosa que un ferviente y desinteresado amor deberá impulsar el nuestro.
El diálogo de la salvación no se ajustó a los méritos de aquellos a quienes fue dirigido, como tampoco por los resultados que conseguiría o que echaría de menos: No necesitan médico los que están sanos; también el nuestro ha de ser sin límites y sin cálculos.
El diálogo de la salvación no obligó físicamente a nadie a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió, les dejó, sin embargo, libres para acogerlo o rechazarlo, adaptando inclusive la cantidad y la fuerza probativa de los milagros a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento. Así nuestra misión, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, no se presentará armada por coacción externa, sino tan solo por los legítimos caminos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación ordinaria, ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil.
El diálogo de la salvación se hizo posible a todos; a todos se destina sin discriminación alguna; de igual modo el nuestro debe ser potencialmente universal, es decir, católico, y capaz de entablarse con cada uno, a no ser que alguien lo rechace o insinceramente finja acogerlo.
El diálogo de la salvación ha procedido normalmente por grados de desarrollo sucesivo, ha conocido los humildes comienzos antes del pleno éxito; también el nuestro habrá de tener en cuenta la lentitud de la madurez psicológica e histórica y la espera de la hora en que Dios lo haga eficaz. No por ello nuestro diálogo diferirá para mañana lo que se pueda hacer hoy; debe tener el ansia de la hora oportuna y el sentido del valor del tiempo. Hoy, es decir, cada día, debe volver a empezar, y por parte nuestra antes que por parte de aquellos a quienes se dirige»[13].
Pablo VI proponía un diálogo universal, que incluyera a cristianos, creyentes en otras religiones y no creyentes. Pero para salvar al mundo hay que entrar en contacto con él. «Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio. Hemos de recordar todo esto y esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó»[14].
Junto al diálogo, el tema de la paz era prioritario: «Y ante todo decimos que Nos sentiremos particularmente obligados a volver no solo nuestra vigilante y cordial atención al grande y universal problema de la paz en el mundo, sino también el interés más asiduo y eficaz. Ciertamente lo haremos dentro del ámbito de Nuestro ministerio, extraño por lo mismo a todo interés puramente temporal y a las formas propiamente políticas, pero solícito en contribuir a la educación de la humanidad en los sentimientos y procedimientos contrarios a todo conflicto violento y homicida y favorables a todo pacífico arreglo, civilizado y racional, de las relaciones entre las naciones. Solicitud Nuestra será igualmente apoyar la armónica convivencia y la fructuosa colaboración entre los pueblos con la proclamación de los principios humanos superiores que puedan ayudar a suavizar los egoísmos y las pasiones —fuente de donde brotan los conflictos bélicos—. Y no dejaremos de intervenir donde se Nos ofrezca la oportunidad para coadyuvar a las partes contendientes a fin de lograr soluciones honrosas y fraternas. No olvidamos, en efecto, que este amoroso servicio es un deber que la madurez de las doctrinas, por una parte, y de las instituciones internacionales, por otra, hace hoy más apremiante en la conciencia de nuestra misión cristiana en el mundo, que es también la de hacer hermanos a los hombres, precisamente en virtud del reino de la justicia y de la paz, inaugurado con la venida de Cristo al mundo».
El Papa prometía que en el futuro abordaría los grandes problemas del mundo, y confiaba que el Concilio también se ocuparía de ellos[15]. Esta promesa la cumplirá tres años más tarde con la publicación de la encíclica Populorum progressio. El Concilio, por su parte, produciría la Constitución pastoral Gaudium et spes.
¿Por qué el Papa insistía desde el comienzo de su ministerio petrino con tanta frecuencia sobre la paz? La situación internacional durante el pontificado de Pablo VI era dramática: estuvo atravesada por las tensiones propias de la Guerra fría, es decir por el enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética —entre la NATO y el Pacto de Varsovia—, y que se evidenciaba en los conflictos de Vietnam, Medio Oriente, África. Guerra fría que hacía pender sobre el mundo, como espada de Damocles, la confrontación nuclear.
En este ambiente de continua tensión y de miedo generalizado por una posible hecatombe atómica, Pablo VI se propuso ser un profeta de paz, subrayando también la necesidad de la justicia, sin la cual no hay auténtica paz. Instituyó las jornadas mundiales de la paz, que se celebrarían todos los años el 1º de enero, tradición que se mantiene hasta el día de hoy.
En este ámbito de búsqueda de la paz, prosiguió la política de apertura al diálogo con los gobiernos de detrás de la cortina de hierro, que había iniciado Juan XXIII. Fue la llamada Ostpolitik. El Papa Montini distinguía claramente —como había hecho su antecesor— entre doctrinas erróneas y personas que profesan esas doctrinas. Consideró que era necesario entablar conversaciones con los gobiernos, para encontrar espacios de libertad para una Iglesia que estaba oprimida por los regímenes marxistas. Tal política levantó muchas polémicas, y no fue del todo entendida por la Jerarquía que vivía en Europa central y oriental, y a la postre se demostró ineficaz. Pero el objetivo final no era «ablandar» las condenas doctrinales al marxismo —son muy explícitas las referencias al marxismo en su encíclica inaugural y continuas sus manifestaciones de apoyo a la llamada «Iglesia del silencio»—, sino procurar aliviar los sufrimientos de tantos creyentes que se veían imposibilitados de vivir abiertamente su fe[16].
También intervino activamente para poner fin a la Guerra de Vietnam, dirigiendo constantes llamadas al cese del fuego, a entablar negociaciones y llegar a acuerdos. A veces fue escuchado, y muchas otras veces su voz fue la de aquel que clama en el desierto. Su rol en este conflicto recuerda las angustiosas llamadas que Pío XII dirigía al mundo durante la Segunda Guerra Mundial para poner fin a la violencia. Algunas de estas llamadas, como ya se dijo, habían sido redactadas por Mons. Montini.
Siguiendo en este contexto de búsqueda de la paz, Pablo VI decidió que la Santa Sede se adhiriera al Tratado internacional de no proliferación nuclear, en febrero de 1971. La Santa Sede también tomó parte a pleno título de la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa, en donde se abordó el tema de los derechos humanos, incluida la libertad religiosa, que tuvo lugar en 1975 en Helsinki.
* * *
Pablo VI —al igual que el Apóstol de las gentes— sentía la solicitud por todas las iglesias. Cargaba con un enorme peso sobre sus hombros, que lo llevaba solo, con la ayuda de Dios. Vemos en el Papa Montini una capacidad de sufrimiento muy grande, de soledad vivida cara a Dios. Leamos algunos de sus apuntes de los primeros meses de su pontificado. El mismo día de su elección escribe: «Estoy en el apartamento pontificio; impresión profunda de malestar y de confianza a la vez. Telegramas a casa, a Milán, a Brescia, etc., a algunas personas amigas —llamadas por teléfono—, y, después, la noche: oración y silencio. No, en realidad no es silencio: el mundo me observa, me acosa. Debo aprender a amarlo verdaderamente. La Iglesia tal como es. El mundo tal como es. ¡Qué esfuerzo! Para amar así hay que pasar por el amor de Cristo. ¿Me amas? Apacienta la grey. ¡Oh Cristo, oh Cristo! No permitas que me separe de Ti, oh Cristo, oh Cristo: yo en Ti. Muchas impresiones pueden conmover y distraer, ...
Índice
- PORTADA
- INTRODUCCIÓN
- CAPÍTULO I. Brescia (1897-1920)
- CAPÍTULO II. Roma (1920-1954)
- CAPÍTULO III. Milán (1954-1963)
- CAPÍTULO IV. Tu es Petrus (1963-1978)
- EPÍLOGO
- ANEXO DOCUMENTAL