Cosas conocidas y extrañas
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Cosas conocidas y extrañas

Ensayos

  1. 400 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Cosas conocidas y extrañas

Ensayos

Descripción del libro

Teju Cole es un observador tan perspicaz como emotivo, dotado de una especial sensibilidad para captar la extrañeza latente en las realidades conocidas. El amplio abanico de temas que trata en los ensayos escritos para diversos medios y reunidos en este volumen atestigua la riqueza de sus intereses, que versan desde la política hasta los viajes, pasando por la fotografía, la historia o la literatura. "Hay otro libro posible que incluye todo lo que no aparece en éste […] tal vez tendría un tono más crítico, sería más analítico e incluiría juicios más argumentados. Pero este libro que el lector tiene entre las manos, aunque reúne todos esos elementos, prefiere la epifanía". La lectura de estos textos, persuasivos y desafiantes a un tiempo, nos brinda la oportunidad de observar el mundo desde perspectivas insólitas y descubrir cosas nuevas en el más cotidiano de los paisajes."Cole propicia el asombro ante el bagaje intelectual disfrazado de improvisación y levedad. Las cosas "conocidas y extrañas" del título son sólo una, familiar y desconcertante al mismo tiempo, y resumen la experiencia de estar vivo emocional e intelectualmente en este momento histórico".Patricio Pron, El País -Babelia"Cole se narra desembalando sus "entusiasmos más vitales" de tal manera que el lector, a medida que avanza la lectura, descubre qué sitios y qué escritores son sus "piedras angulares"".Anna Maria Iglesia, El Mundo -La Esfera de Papel"La perspectiva global de Cole alcanza aquí su límite. La historia nos ofrece un enorme archivo de conocimiento que influye en las definiciones que construimos sobre nosotros mismos y las cuestiona. En todos los niveles de compromiso y crítica, Cosas conocidas y extrañas constituye una travesía esencial y brillante".Claudia Rankine, El Mundo -El Cultural"En cuanto veo un libro firmado por Teju Cole, empiezo a deleitarme pensando en esa prosa austera y ágil que tanto me maravilla. No sabía qué esperar de Cosas conocidas y extrañas, pero sabía que la necesitaba. Y ha sido un auténtico acierto penetrar en estas páginas".Darío Luque, Anika entre libros"El amplio abanico de temas que trata va desde la política hasta los viajes, pasando por la historia o la literatura. Teju Cole es un observador perspicaz, dotado de una sensibilidad especial para captar la extrañeza latente en las realidades conocidas".La Opinión de Málaga"Con un estilo aparentemente leve, disfrazado de transparencia, Cole despliega su asombroso talento para hablarnos de calles y ciudades, literatura, fotografía y política, pero también de sus miedos y sus dudas".Diario La Central"Si tuviera que definir la literatura de Cole, diría que es exploración. Y en este proceso de reconocimiento o búsqueda, persigue otro propósito todavía mayor, y más complejo, como intentar comprender el propio comportamiento humano de tal manera que demuestra su interés por la realidad en la que vivimos. Magistral".Eric Gras, El Periódico Mediterráneo"La mirada del narrador funciona como una cámara para captar la realidad. Ningún tema pasa desapercibido a la mirada analítica de Cole".L'Avenç"Claro y raso: Teju Cole es, sobre todo, un literato, un artista de la palabra".Vicent Alonso, El Diario"Desafiante, lejos de la autoridad institucional o la restricción genérica, la colección de artículos Cosas conocidas y extrañas revela su multiplicidad espaciotemporal".José de María Romero Barea, Le Monde Diplomatique

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788417902452
Categoría
Literatura

TERCERA PARTE

ESTAR ALLÍ

LEJOS DE AQUÍ

Sólo había unas finas ataduras: dos conferencias y el compromiso de pasar la mayor parte de los seis meses en el país. Aparte de eso, me dejarían a mi aire. Me proporcionarían un piso y una beca. No me lo pensé demasiado y respondí: sí.
La invitación había llegado de la Literaturhaus de Zúrich, una de esas maravillosas instituciones artísticas que parecen abundar en Europa. Cada seis meses elegían a un escritor de alguna parte del mundo para alojarse en el piso de su fundación. Cuando recibí la invitación, me sentí como si la hubiese ganado en una tómbola en la que ni siquiera sabía que hubiese comprado un billete.
Suiza: el lugar está cargado de fáciles asociaciones mentales. Pero sospeché que habría algo más, aparte de su reputación por los paisajes de calendario, los banqueros discretos y la puntualidad de los trenes, y ahí tenía una oportunidad de verlo por mí mismo. Además, tenía un manuscrito en el que trabajar, un texto de no-ficción sobre Lagos, Nigeria, la ciudad donde me crié. ¿Qué mejor sitio para escribir sobre la caótica, implacable y superpoblada Lagos, que la recatada, callada e industriosa Zúrich? Por otro lado (según mis no muy entusiastas amigos), tendría tan pocas cosas que hacer en Suiza que mientras durase mi estancia podría concentrarme en escribir. Tal vez incluso podría seguir con mi investigación fotográfica del paisaje y la memoria, un proyecto que incluía imágenes de muchos países que había visitado en los últimos años.
Llegué en junio. El piso estaba en un barrio muy tranquilo de la pequeña y elegante ciudad. El escritorio daba a una serie de ventanas, y a lo lejos se veían las montañas. Me crié en un sitio sin montañas, cerca del mar y de la laguna, en una ciudad donde las únicas alturas eran las de los rascacielos. Estaba familiarizado con los extremos de la vida urbana: las muchedumbres, el tráfico, la energía, los delitos. Pero los extremos de la naturaleza, de los rigores del clima, o del terreno vertiginoso, eran desconocidos para mí. Esas montañas, visibles desde mi escritorio, parecían azules y desdibujadas en la distancia, no muy imponentes. Pero ya me estaban llamando.
Había llevado conmigo una buena cámara a Zúrich, una Canon profesional. Tenía un sutil inconveniente que encuentro a menudo en las cámaras digitales: están bien para los paisajes luminosos, pero tienden a tener dificultades con las luces altas, y las imágenes resultantes a veces tienen un brillo como de plástico. La Canon me había servido en un reciente viaje a Palestina, pero no funcionaba en Suiza. También había llevado una cámara de carrete, una preciosa Contax G2 con telémetro. Pero tampoco me iba bien: no me permitía controlar el enfoque como quería, y echaba de menos el oscurecimiento momentáneo del campo visual al oprimir el obturador que se produce al levantarse el espejo en las cámaras réflex y que no tienen las cámaras con telémetro. Y la cámara del iPhone 5, que no descarto como herramienta, no me daría el grado de detalle que necesitaba para las imágenes en las que estaba pensando.
Lo que quería era una cámara SLR de carrete. Claro, el armario de mi piso de Nueva York estaba abarrotado con sus ocho cámaras y sus diversos filtros y objetivos: la Hasselblad, la Nikon, la Leica, otro par de Canon, algunas cámaras que llevaba años sin tocar. Cada una de ellas era la prueba física de un fervor anterior. No obstante, el corazón quiere lo que quiere, y, más o menos una semana después de llegar a Zúrich, compré una Yashica de segunda mano y dos objetivos en una tienda cerca de la Hauptbanhof, por el precio ridículo y nada suizo de veinticinco francos suizos, poco más de veinticinco dólares.
Me encantaba esa Yashica. En los seis meses que pasé en Zúrich escribí un poco sobre Lagos y algunas otras cosas. Pero me llevé una sorpresa: la mayor parte del tiempo lo pasé viajando por Suiza y haciendo fotografías, tanto si hacía bueno como si no a cualquier altura, pensando con los ojos en el país que me rodeaba. El dramatismo de estos paisajes era real y casi parecía exigir una respuesta del espectador.
Agosto de 2014. Estoy en el paso del Gemmi, a 2770 metros sobre el nivel del mar y a 670 metros por encima del pueblo de Leukerbad. James Baldwin pasó varios inviernos en Leukerbad en la década de 1950. Luego escribiría: «A juzgar por las pruebas disponibles, ningún hombre negro había puesto un pie en este minúsculo pueblo suizo antes de mi llegada». El paso del Gemmi es un paso de alta montaña que conecta los picos del cantón de Valais con los del cantón de Berna. Estoy encorvado sobre el trípode, apretando el obturador cada pocos segundos. El tiempo ha cambiado de pronto. ¿Es lluvia? ¿Niebla? Limpio la lente. No sólo soy el único negro en el paso, también soy el único ser humano. Estamos solos el lago, las montañas, las rocas que hay cerca, un sendero y yo. No llevo el calzado adecuado y mi chaqueta no es impermeable. Subo a unas lomas y veo la parte de atrás de un cartel amarillo de senderismo, el lado donde no hay nada escrito. Las rocas de la ladera de la montaña son una preciosa dispersión. La niebla se fue igual que llegó, sin avisar. Meto otro rollo de película en la Yashica y sigo disparando.
En un reportaje fotográfico sobre Londres tiene que aparecer el edificio del Parlamento o, al menos una cabina de teléfonos de color rojo, y en uno de París debe aparecer la Torre Eiffel. En Río de Janeiro es el Cristo Redentor. Países enteros se reducen a sus metónimos. Kenia es un safari; Noruega, fiordos. Y Suiza son montañas. Esto es una exageración, pero vale la pena pararse a pensar en la verdad que contiene: es un país construido en gran parte a resguardo de los Alpes, los pueblos y las ciudades los fundaron antiguas migraciones humanas que llegaron para instalarse en los valles, en las orillas de los lagos y, en ocasiones, en las zonas más altas. Se me ocurrió una idea: si podía entender las montañas, podría entender el país.
Los Alpes, la curva espina dorsal de Europa, han sido a menudo el obstáculo para pasar de una parte del continente a la otra. El paso de Aníbal en el 218 a. C. desde España a Italia fue célebre en la Antigüedad, y serviría después como punto de referencia para Carlomagno y Napoleón. En el Renacimiento y el Barroco, muchos artistas del norte de Europa fueron a Venecia y a Roma a través de arduos pasos alpinos y volvieron cambiados por el arte que habían visto. Durero se obsesionó con el canon de las proporciones humanas, Frans Floris adoptó un vigor miguelangelesco, Rubens imitó a Tiziano, y, en el siglo XVII, los caravaggistas holandeses aderezaron su estilo con sombras oscuras y luces dramáticas.
Pero para Pieter Brueghel el Viejo, que viajó a Italia a mediados del siglo XVI, el mayor cambio en su arte—que no era clásico antes de su paso por Roma y siguió sin serlo después—se debió a los Alpes. Se convirtió en un virtuoso de los paisajes verticales que eran totalmente ajenos a su Brabante natal. Su biógrafo, Karel van Mander, escribió en 1604: «Cuando Bruegel estuvo en los Alpes, engulló todas las rocas y las montañas y volvió a escupirlas, a su regreso, en sus lienzos y paneles». La obra de Bruegel fue importante para el desarrollo de la pintura de paisajes, sin necesidad del pretexto de un suceso bíblico o mitológico.
Unos pocos siglos después, las limitaciones del daguerrotipo hicieron que los paisajes urbanos y campestres estuviesen entre los primeros temas fotográficos. En 1849 el gran crítico de arte y reformista social John Ruskin hizo lo que se consideran las primeras fotografías de los Alpes. Ésta fue la época de «las primeras veces»: la primera fotografía de una persona, el primer autorretrato fotográfico, la primera fotografía aérea, la primera fotografía periodística (mostraba a un hombre en el momento de ser detenido). En 1825 aún no era posible hacerse una fotografía, pero en 1845 había miles de fotografías de personas, cosas y lugares. La luz del mundo podía fijarse en una superficie: era posible quitar la sombra del cuerpo y mostrarla en otro sitio.
Había habido una notable tradición de pintura alpina, relacionada tanto con la tradición romántica como con los estudios científicos. Pero la fotografía hizo que los Alpes se volvieran portátiles. Para Ruskin eran un hecho geológico tan impresionante que visitó Suiza varias veces y describió lo que vio con dibujos, fotografías y palabras muy intensas: «Hay de hecho una aparente unidad de acción y movimiento en estas monumentales cumbres que casi recuerda a la de las olas marinas; […] no dan la impresión de amontonarse, sino de saltar unas sobre otras, de modo que las cumbres se rizan y elevan dibujando las curvas más fantásticas y sin embargo armoniosas, como si un impulso subterráneo similar al de una marea recorriera toda la cadena montañosa».
Otros dieron a su entusiasmo por los Alpes un enfoque más deportivo. Se habían escalado ya algunas montañas muy conocidas, pero a partir del siglo XIX, y a un ritmo mayor que nunca, se registraron los primeros ascensos a docenas de picos importantes. El primer ascenso al Dufourspitze fue en 1855, el del Eiger en 1858, el del Cervino en 1865. Los detalles del ascenso al Dom, el 11 de septiembre de 1858, son conocidos: el escalador era el reverendo John Llewelyn-Davies, un clasicista educado en Cambridge y conocido párroco, acompañado de tres guías suizos. Eran empresas difíciles, y el riesgo que implicaban era suficiente, en palabras de un comentarista, para «prestar a la escalada la dignidad del peligro».
Entre 1863 y 1868, un fotógrafo llamado William England fotografió una serie de vistas de Suiza y Saboya mostrando lagos, caminos, valles y montañas bajo los auspicios del Club Alpino de Londres. Y el fotógrafo y alpinista italiano Vittorio Sella hizo en las dos últimas décadas del siglo XIX algunas de las fotografías más bellas que jamás se han hecho de los Alpes, unas fotos que después inspirarían a Ansel Adams «un respeto claramente religioso». Trabajando a fines de siglo, con una pesada cámara de placas de vidrio, Sella capturó el frío e impresionante poder de los Alpes con una precisión y una sensibilidad descriptiva que no ha sido posible superar.
Entre tanto, los propios viajes de placer estaban cambiando. La editorial fundada por Karl Baedeker en Alemania publicó The Rhine, uno de sus primeros libros de viajes, en 1861. Poco después le siguió Switzerland. Informado sobre los mejores ferrocarriles y senderos, los hoteles más fiables y sobre las costumbres locales, un viajero intrépido podía aventurarse a recorrer países extranjeros sin compañía ni contactos locales. La información que da la guía Baedeker es brusca y directa. Alaba los hoteles suizos: «Puede decirse que Suiza está especializada en hoteles; muy pocos pueden comparárseles en ninguna otra parte del mundo». Condena el vino suizo: «Por lo general, el vino es una fuente de molestias. Los vinos de mesa suelen ser tan malos que hay que optar por los más caros, como sin duda es el verdadero objetivo del dueño». Pero lo que más impresiona de los cientos de páginas de la guía Switzerland de Baedeker es la atención al detalle, la precisión casi microscópica con que describe todos los itinerarios, ciudades, museos, excursiones, cadenas montañosas y paseos.
Baedeker ya podía afirmar, en esa guía de Suiza, que sitios como el Rigi, el Brünig y el Scheidegg eran «caminos trillados». A fines de la década de 1880 se calculaba que Suiza recibía un millón de visitantes al año. Los viajeros tienden a ir donde han ido otros viajeros, y tal vez ésta sea la razón por la que la fotografía de viajes sigue tan sometida al dictado de lo típico. Si uno visita Zúrich, Ciudad del Cabo o Bangkok, resultan muy parecidos: los parques de atracciones tienen sorprendentes semejanzas, en los cafés suena la misma música brasileña, los centros comerciales son intercambiables, los niños de los autobuses escolares se parecen unos a otros, y los interiores de las casas de la gente de clase media siguen los mismos parámetros.
Esto no quiere decir que el mundo no sea interesante. Sólo que el mundo es más uniforme de lo que admiten la mayoría de los reportajes fotográficos, y que gran parte de la fotografía de viajes se basa en un esencialismo facilón. Me gusta la idea de las «ciudades continuas» que describe Italo Calvino en su novela Ciudades invisibles. Según él, sólo hay una ciudad enorme y continua que no tiene principio ni fin: «Sólo cambia el nombre del aeropuerto». Lo que resulta interesante es descubrir, en esa continuidad, las diferencias menos evidentes de textura: los indicios, las señales, los encajes, las cosas que se ocultan a plena luz del día en cada ciudad o paisaje. Eso es lo que consiguen los grandes fotógrafos, y el fin que perseguimos los demás.
La cuestión a la que me enfrenté en Suiza es semejante a la que se enfrenta cualquier visitante cargado con una cámara ante un gran paisaje: ¿Puede mi fotografía transmitir una vivencia que otros han sabido captar ya muy bien? La respuesta es casi siempre no, pero aun así se puede intentar. Yo me considero un viajero singular, pero de hecho soy parte de una enorme horda infinita. En torno a 1870, Mark Twain se quejaba ya: «Ahora todo el mundo va a todas partes; y Suiza, y muchas otras regiones que nadie visitaba ni conocía hace cien años, son, en nuestros días, una agitada colmena de inquietos desconocidos».
Subí a muchas montañas de Suiza, a menudo prescindiendo de la dignidad del peligro a cambio del lujo de los teleféricos, y tomé muchas fotografías de laderas y cumbres. Supongo que sabía, incluso entonces, que esas fotos no desempeñarían un papel central en mi proyecto. Las consideré, más bien, pequeños ejemplos de una deuda con la belleza, un alivio de tener que ser original. Pero, más allá de las montañas (esto fue quedándome claro poco a poco), había presas de menor importancia: tierras, paisajes urbanos, interiores. Después de abrirme a la sublime experiencia de los Alpes, fue en éstas en las que me centré a medida que me iba sumergiendo en mi proyecto. Los Alpes eran la puerta, pero ¿qué había más allá o debajo?
Suiza no es un país gigantesco. Es más o menos la tercera parte de Alabama. La recorrí entera y no me cansé, no me aburrí ni por un momento. Fui al Oberland bernés y a Interlaken, a los cantones de los Grisones Graubünden en el este, de Valais en el sur, de Tesino en el sureste, a Ginebra, a Neuchâtel, a Basilea, a Berna, a Vals. Viajé en tren, en tranvía, en funicular, en transbordador, en teleférico y en autobús. Fui a pie y paseando, siempre con la cámara al cuello y el trípode al hombro. Estuve en sitios abarrotad...

Índice

  1. Prólogo
  2. PRIMERA PARTE. COSAS LEÍDAS
  3. SEGUNDA PARTE. COSAS VISTAS
  4. TERCERA PARTE. ESTAR ALLÍ
  5. CUARTA PARTE. EPÍLOGO
  6. Agradecimientos
  7. Origen de los textos
  8. ©
  9. Notas