La estructura del régimen económico:
Constitución y derechos de propiedad
Eterno resplandor de una mente sin recuerdos
(constitucionales). La Constitución de 1993 ha dejado
de ser semántica y ahora es normativa. No hay por qué
cambiarla
Gonzalo Zegarra Mulanovich{42}
How happy is the blameless vestal’s lot!
The world forgetting, by the world forgot.
Eternal sunshine of the spotless mind!
Each pray’r accepted, and each wish resign’d.
Alexander Pope
Luces, cámara, introducción
Eterno resplandor de una mente sin recuerdos es un drama romántico dirigido por Michel Gondry y filmado en los Estados Unidos, que se estrenó en el año 2004. Con las actuaciones de Jim Carrey, Kate Winslet, Kirsten Dunst, Mark Ruffalo y Elijah Wood, la película narra la historia de Joel y Clementine, luego de que ambos terminan una complicada relación amorosa y buscan olvidarse —literalmente, borrándose mutuamente de sus respectivas memorias— el uno del otro con la ayuda de una fantástica tecnología que así lo permite; aunque finalmente no tienen éxito en ese intento. De manera similar —he de sostener en este artículo- aflora recurrentemente cada cierto tiempo entre parte de la clase política peruana la fútil e inconducente obsesión por borrar de la memoria colectiva del país una parte de nuestra historia constitucional reciente -en concreto, la Constitución de 1993- bajo el falaz alegato de su supuesta ilegitimidad, argumento que en realidad esconde motivaciones más bien emocionales -similares a las de los personajes de la película citada- e incluso estéticas, que reflejan una inmadurez política para aceptar la imperfección intrínseca de cualquier documento fundacional y para trabajar en pos de un evolutivo y gradual perfeccionamiento de las instituciones democráticas en un ambiente de estabilidad y aprendizaje. Tanto en la película como en la política, pues, renegar del doloroso pasado reciente, al punto de pretender literalmente borrarlo y actuar como si no hubiese existido -y peor aun, pretender regresar a un engañosamente idealizado pretérito remoto previo a la etapa que se quiere borrar-, supone resistirse al más elemental de los procesos cognitivos y a la más obvia de las formas de adquirir la madurez: el aprendizaje de los errores propios y el ir progresivamente enmendándolos. Así como la relación de Joel y Clementine era imperfecta y dolorosa debido a las complejas y contradictorias personalidades de ambos, el marco constitucional fundado por la carta de 1993 padece de imperfecciones debido a su génesis autoritaria, aunque no por ello puede sostenerse su ilegitimidad congénita, como se verá más adelante, y mucho menos en comparación con la de 1979, que fue igualmente producto de una ruptura con su precedente constitucional. Tales imperfecciones han sido causa de obstáculos e incluso de dolorosas situaciones políticas y jurídicas. Pero así como la relación entre los personajes de la película había ido evolucionando para mejor, y tenía mucho de rescatable -comenzando por el amor entre ambos-, así la práctica política y constitucional bajo el marco de la carta de 1993 ha ido evolucionando, al punto de haber acogido nada menos que tres gobiernos de indiscutible legitimidad ya concluidos y uno recién inaugurado, lo que la hace por cierto también rescatable, aunque por cierto perfectible. Esa es la línea paralela que aspiro a desarrollar entre la película y la actualidad política peruana -hoy que suenan nuevamente con fuerza las voces que aspiran a anular la Constitución de 1993 y retornar a la de 1979- a lo largo del presente trabajo.
Toma uno: la película
Después de una discusión cargada de rencor e insultos, Joel y Clementine se separan. Habían estado juntos por algún tiempo, inmersos en una tormentosa relación que había empezado en una fiesta en la playa cuando se conocieron. Ahora deben -ambos- seguir adelante con sus vidas. El primer día de soledad para los dos resulta ser el 14 de febrero, día de San Valentín. Joel, sumergido en una profunda depresión, se reúne con una pareja de amigos. En medio de una discusión entre los anfitriones, él se entera de que Clementine se ha sometido a un procedimiento médico, con ayuda de un fantástico aparato de intervención neurológica durante el sueño, cuyo fin era eliminarlo de la memoria de ella. Este tratamiento permite la sustracción de todos los recuerdos vinculados a una persona determinada y logra -por lo tanto- la posibilidad de salir de una situación de alejamiento traumático como la que Joel y Clementine acaban de vivir sin aparente fricción emocional. Es, en el fondo, una salida facilista frente a uno de los dilemas más acuciantes de la vida: el riesgo implícito, al emprender cualquier relación amorosa, de salir herido y sufrir por la pérdida de la persona amada. Una vez que Joel se entera de la decisión que Clementine tomó y conoce el procedimiento al que ella se ha sometido, decide hacer lo mismo: inscribirse en el programa médico que tendría como final resultado la eliminación de todo recuerdo que él almacenase en su mente acerca de ella. La nueva tecnología que permite borrar selectivamente algunos recuerdos a voluntad de quien lo solicite se presenta como una solución maravillosa frente a las personas que son asediadas por los problemas que emergen después de cualquier decepción; o que no quieren asumir el arduo esfuerzo de convertir en factible una relación difícil pero potencialmente viable.
Sucede que tanto Joel como Clementine tienen un carácter difícil. Son muy distintos entre sí. Ella es espontánea, alocada e impulsiva. Él es tímido, rutinario, aburrido. Sin embargo, se aman y hay entre ellos una riqueza emocional que resulta toda una promesa. Pero siempre es grande la tentación de darse por vencidos, más aun con esta suerte de tecnología mágica que aparentemente permite olvidar. Sin embargo, es la propia historia que esta película narra la que luego demuestra que tal solución no es más que una utopía escondida detrás de la inmadurez humana y del miedo al error. Los protagonistas del film no pueden evitar sentirse atraídos recíprocamente incluso después de haberse sometido al procedimiento de borrado de memoria y, al final, descubren la verdad. Aunque esta es dolorosa, se dan cuenta del valor que tiene todo lo que han logrado construir juntos, a pesar de sus diferencias, y optan por darse una oportunidad de seguir juntos e intentar mejorar su relación. La amnesia autoinfligida, pues, fracasa. No sabemos si la relación finalmente prospera mucho más -la película no permite extraer esa conclusión-, pero al menos sí sabemos que los protagonistas aceptan su tortuoso pasado conjunto reciente y que lo utilizan como base para continuar en el intento de alcanzar la felicidad, sin negaciones.
La posibilidad de eliminar el recuerdo de cada error cometido resultaría, sin ninguna duda, ilusoriamente beneficiosa para quienes utilicen esa tecnología, ya que permitiría evitar el dolor. Ahora bien: quizás el dolor no debe ser evitado. Sucede que el error -y el dolor- cumplen una función en la vida: son fuentes de información para la toma de futuras decisiones en escenarios o coyunturas comparables. De uno u otro modo, es la recopilación de nuestros errores la que, condensada en los años, se convierte en experiencia, madurez y sabiduría. Así, querer no sufrir en absoluto podría resultar ajeno a la racionalidad. La idea de eliminar los recuerdos para tener cada vez que el dolor emerja un nuevo principio, una tábula rasa sobre la cual empezar siempre otra vez a dibujar nuestros destinos, podría convertirse en un espiral eterno que mantenga ocultos del dolor a quienes lo practiquen, pero ahogados también en una eterna adolescencia y en una insuperable ignorancia.
Toma dos: la política
Como se sabe, existe en el Perú, desde la recuperación de la plena democracia tras la caída del fujimorismo en el año 2000, una corriente política, felizmente minoritaria pero que ocasionalmente logra inusitada publicidad, que sostiene que la Constitución de 1993 que hoy nos rige es apócrifa e ilegítima en la medida en que fue firmada en un contexto que le daba la espalda al Estado de derecho y que atentaba -con frecuencia- contra los derechos fundamentales que las democracias liberales modernas buscan tutelar.
Cuando cayó el fujimorismo, la clase política representada en ese entonces en el Congreso de la República tenía las opciones de restituir la Constitución de 1979, convocar a una Asamblea Constituyente que elaborara una nueva carta o atravesar la transición hacia la democracia plena bajo el marco constitucional de la carta de 1993 -previamente, el propio Fujimori había hecho reformar uno de sus puntos acaso más controvertidos: la reelección inmediata-. Hay cierta coincidencia en torno a que ese proceso de transición resultó ejemplar. En mi opinión, que este haya sido llevado a cabo bajo una fórmula de continuidad constitucional no resulta anecdótico. Explica la construcción de los fundamentos de la estabilidad que nos llevaron inmediatamente después al mayor auge de crecimiento que se haya visto en nuestra historia republicana. Sin embargo, hubo y hay desde aquella época quienes no se resignan a la evolución constitucional y se aferran a argumentos nostálgicos para propugnar que la Constitución de 1993 debe ser anulada.
Acertadamente, durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua -que como se sabe accedió al mandato presidencial siguiendo la sucesión de poder prevista en la carta de 1993, tras la renuncia del presidente y sus dos vicepresidentes, pues Paniagua era Presidente del Congreso de la República- no se removió el asunto de la supuesta ilegitimidad constitucional, en parte porque eso hubiera quitado piso al propio gobierno de transición, única garantía en ese entonces de una salida democrática. Solamente se conformó una comisión encargada de proponer reformas constitucionales específicas, si bien con expresa nostalgia de la Constitución de 1979, dentro del marco de la de 1993. Pero no fue un objetivo concretar tales reformas durante la transición, sino progresivamente a futuro. Así, cuando esa transición dio lugar a un nuevo gobierno democráticamente elegido, el de Alejandro Toledo, este juramentó también en el marco de la Constitución de 1993. Las propuestas trabajadas durante la transición fueron recibidas por los representantes elegidos para el siguiente periodo legislativo. Pero, apenas ocurrido esto, nuevas voces se levantaron para promover -ahora sí- un repudio a la Constitución de 1993 bajo el argumento de su origen fujimorista. En el Congreso de la República se evaluó escenarios, incluyendo tanto la restitución de la carta de 1979 como la redacción de una Constitución íntegramente nueva, pero se concluyó finalmente que lo más sensato era promover una reforma sustantiva de la carta vigente dentro del marco constitucional de 1993, como se había propuesto durante la transición. Para ello se armó un grupo de trabajo que llegó a presentar una propuesta orgánica -tras varios años de trabajo-; esta, sin embargo, no fue aprobada por falta de consenso político.
Paralelamente, sin embargo, una corriente maximalista, se arriesgó a emprender un camino distinto para lograr la anulación: en lugar de someterse al proceso político de búsqueda de consensos al interior del parlamento, demandó inusitadamente la inconstitucionalidad de la Constitución peruana de 1993 ante el propio Tribunal Constitucional. Semejante pretensión —del todo contradictoria, como resulta obvio— no pudo dar lugar a un resultado distinto al que obtuvo: la demanda de inconstitucionalidad de la propia Constitución fue descartada por el supremo intérprete constitucional, en gran parte porque la fuente de su propia competencia —y legitimidad— era la mismísima Constitución de 1993. Así, pues, con el pronunciamiento del Tribunal Constitucional, en el año 2003 quedó meridianamente claro desde un punto de vista jurídico que no existe ninguna base para alegar la ilegitimidad de la carta vigente (Tribunal Constitucional 2003).
Aunque lo anterior debería haber bastado para sepultar definitivamente cualquier pretensión de anular nuestro marco constitucional vigente, el asunto cobró nuevamente protagonismo durante las elecciones presidenciales de 2006, cuando varios de los candidatos —incluyendo los dos que pasaron a segunda vuelta, Alan García y Ollanta Humala— se sumaron al coro de quienes cuestionaban la validez de la carta de 1993 «por fujimorista» y coqueteaban con la idea de restituir la de 1979 —que los apristas calificaron en su plan de gobierno como «la de Haya de la Torre»—. Cuando la elección se resolvió a favor de Alan García, hubo un inicial periodo de cierta incertidumbre sobre cuáles serían sus planes en materia de revisión del marco constitucional, pero este fue rápidamente superado al optar el gobierno por una actitud decididamente promotora de las inversiones, las cuales desde luego verían con cautela, por decir lo menos, una revisión de la Constitución vigente —cuyo régimen económico garantiza la estabilidad de las reglas de juego para la actividad empresarial privada—.
Así, durante los últimos cinco años esta pretensión pareció haber sido olvidada, hasta la reciente campaña presidencial del año 2011, cuando nuevamente revivió. En esta ocasión únicamente un candidato importante invocaba la alegada ilegitimidad de la Constitución de 1993, el ahora presidente Ollanta Humala. cuyo plan de gobierno original, denominado «La gran transformación», afirmaba explícitamente este punto y contenía también nostálgicas evocaciones de la Constitución de 1979. Sin embargo, al pasar a la segunda vuelta electoral, Humala se vio urgido por moderar su discurso y dejar explícitamente en suspenso su plan de gobierno original, por lo que presentó un sucedáneo, la llamada «Hoja de ruta», que omite cualquier mención a una sustitución constitucional. De hecho, Humala juró solemnemente, y ante testigos, respetar la institucionalidad y la constitucionalidad vigentes y en ese contexto político logró ser elegido Presidente de la República en segunda vuelta. Resulta claro que el mandato que lo llevó al poder de ninguna manera incorpora la promesa de sustituir la Constitución, sino por el contrario la de respetarla. Ello se desprende del simple ejercicio de imaginar qué hubiera pasado si Humala hubiera mantenido su discurso radical de anular la Constitución vigente durante la campaña de segunda vuelta. Simplemente no hubiera sido elegido. Por ello llamó a franco desconcierto cuando, durante su juramentación como Presidente Constitucional de la República, invocó «el espíritu de la Constitución de 1979», aunque se cuidó de no cometer el despropósito de jurar por aquella carta. En cambio, sus dos vicepresidentes no fueron tan sutiles y sí juraron explícitamente por una Constitución carente de toda validez jurídica en el Perú, la de 1979. En ...