El síndrome del lector
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El síndrome del lector

  1. 160 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El síndrome del lector

Descripción del libro

El síndrome del lector no es una enfermedad que venga reseñada en ningún manual de medicina, pero ha sido descrita con frecuencia en la literatura. Es imposible pasar por alto sus síntomas: el enfermo lee y lee sin medida, llueva o haga sol, de día o de noche, en la salud o en la enfermedad. Los afectados, sin embargo, no creen estar realmente enfermos ya que leer es para ellos algo tan necesario y tan natural como respirar. Son personas que en su maleta incluyen más libros que ropa y para las que el plan perfecto de un sábado por la tarde es ir de librerías. Gente, ya lo ven, que no tiene remedio. Y es que si alguien inventase un remedio para curar este síndrome, ninguno de los enfermos querría tomárselo.Los textos que componen este volumen tratan de ellos, y lo hacen desde el conocimiento más profundo, pues la autora padece una variedad aguda de este síndrome. En él se estudia desde todos los ángulos posibles a los lectores, la propia lectura y una de las consecuencias más frecuentes del síndrome del lector: la bibliomanía o bibliopatía. Por él desfilan, entre muchas otras cosas, bibliotecas, autores olvidados, acumuladores de libros, experiencias de lectura, packs literarios, recetas lectoras, formas de guardar los libros, viajes literarios y, por supuesto, las biografías de algunos grandes –y a menudo excéntricos– coleccionistas de libros.El síndrome del lector –que tiene su origen en el blog Notas para lectores curiosos– es un libro para enfermos de la lectura, para lectores compulsivos, para aquellos que conciben la lectura como un acto de creación permanente. Lectores apasionados y activos que encontrarán en él aún más motivos para afirmarse en el valor de la lectura y el amor por los libros. Pues "la lectura y la vida no están separadas, son simbióticas", como dijo Julian Barnes.La autora nos habla de su obra en este post de su blog: "El síndrome del lector".

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788494569388
Categoría
Filología
Categoría
Publicación

curiosidades librescas

El mundo de los libros –y el de quienes los escriben– está lleno de hechos extraños, de rarezas, de anécdotas divertidas. Los artículos recogidos en esta sección se ocupan de algunas de ellas.

la vida íntima de los libros

Si es usted de los que no creen que los libros tengan vida propia, es inútil que siga leyendo este artículo. Lo que sigue le parecerá tan descabellado como la existencia de hombrecillos verdes en Marte. En mi caso, sin embargo, a pesar de que reacciono con robusto escepticismo frente a cualquier fenómeno pretendidamente paranormal –bastante perpleja me suele dejar la realidad para sumarle más elementos incomprensibles–, el largo y prolongado trato con miles de volúmenes casi ha hecho de mí una conversa. O sea, que estoy más que dispuesta a creer a cualquier colega bibliómano que afirme que sus libros se esconden, o se reproducen con alevosía, o cualquier otra actividad más propia de gnomos de cuento que de objetos inanimados. (Por otra parte, siempre tuve debilidad por aquel cuento de los hermanos Grimm en que unos aplicados enanitos acudían cada noche a terminar el trabajo inacabado de un pobre zapatero –¿o era sastre?–. No me ha sucedido aún cosa semejante, pero no pierdo la esperanza.) De modo que cuando alguien que por su oficio ha vivido durante años enterrado entre libros, y dedicado durante toda la jornada laboral a leer, leer y leer, elabora una teoría acerca de la vida íntima de los libros, no puedo sino aplaudir su sagacidad al descubrir lo que otros apenas intuíamos. Por si aún no lo han adivinado –calculo que a estas alturas del artículo ya solo quedan algunos maníacos de la lectura que deberían poder acertarlo; el resto habrá huido a parajes menos fantasiosos–, estoy hablando de Bernard Pivot, conductor y alma del mítico programa de libros Apostrophes y del que le siguió, Bouillon de culture.
En De oficio, lector, un libro en el que da cuenta de su experiencia en los dos programas anteriormente citados, Pivot tiene la bondad de responder –desde su dilatada experiencia y su intimidad con los libros– a algunas de las preguntas que los bibliómanos nos planteamos:
¿Los libros se reproducen entre sí?
Por supuesto que sí. Si no, ¿cómo se explica que aparezcan libros desconocidos, sobre todo en las pilas olvidadas o en los armarios cuya oscuridad propicia el atrevimiento? ¿Quién no se ha encontrado, en su propia casa, un libro cuyo autor y cuyo título no asocia con ningún recuerdo? No queda pues más remedio que recurrir a la explicación de que se reproducen. […]Lo que yo creo es que hay palabras, frases, párrafos y hasta capítulos enteros que se hartan de pertenecer a un libro que no les gusta, o en el que se sienten superfluos o utilizados torpemente. De modo que deciden emanciparse y salir de ese ejemplar. Ninguna frase ha querido irse nunca de Madame Bovary o de Viaje al fin de la noche, claro está, donde todas las palabras se sienten a gusto e indispensables. […] Pero hay muchísimos libros donde las palabras se mueren de aburrimiento. Las más valientes deciden, en solitario o en grupo, salir por pies. […] De todo lo anterior se deduce que cuanto mayor sea el número de libros mediocres o inútiles de una biblioteca o una librería, mayor será el riesgo de reproducción. Las obras maestras de las que no se quiere escapar ninguna palabra, por el contrario, carecen de descendencia.
¿Tienen los libros, como usted y como yo, estados de ánimo?
¡Pues claro! ¡A una biblioteca que está enfurruñada se le nota, qué caramba! Los libros, arrugados y grises, tienen un aspecto huraño. […] De hecho, los días que están de malas se les eriza el lomo, se esconden, se zafan, no se encuentran donde la mano creía que estaban. La mano busca, se desplaza, se pone nerviosa y no encuentra el libro. Y si lo encuentra, se le escurre y se le cae. La mano se lamenta por ser tan torpe cuando en realidad es el libro el que se ha tirado a propósito. […] Por el contrario, si están de buenas, salta a la vista con qué fluidez se alinean; cómo captan y tamizan la luz para resaltar el título, el nombre del autor y el de la editorial que llevan impresos en el lomo brindado, y así atraer a todo tipo de curiosidades; el aspecto de disponibilidad pizpireta que adoptan; si tienen un buen día, los libros facilitan las búsquedas. Los hay que incluso tienen la deferencia de abrirse por iniciativa propia por la página donde estaba subrayada la cita que buscas, y otros, amables de verdad, que ofrecen espontáneamente, en un instante, dos o tres ideas que no esperabas encontrar ahí y que te van a venir muy bien.
¿Los libros se mueven solos?
Sí. Prueba de ello es que algunos cambian de sitio en su propia balda, que resulta imposible encontrarlos donde se los dejó y que su movimiento altera el orden alfabético. Casi siempre son las peleas entre vecinos las que provocan estos desajustes absurdos. […] algunos no soportan estar pegados a otros libros manifiestamente mediocres o a obras cuyo autores les parecen indignos para convivir con el nombre que llevan impreso en la cubierta. […] Es patente que algunos libros, que nadie ha prestado ni robado, desaparecen de las bibliotecas y se van por sus propios medios del piso o de la casa donde viven. Esas fugas, muy poco habituales y que demuestran, aún más si cabe, que los libros tienen autonomía para moverse, se deben bien a riñas vecinales exacerbadas –ya no aguanto más, me voy de aquí–, bien a humillaciones insoportables. Un libro puede sentirse humillado si nunca lo abre nadie, si lo colocan en una estantería inaccesible donde pasa años sin que la mirada de su dueño–lector lo roce siquiera, si el polvo se le acumula encima…
Sí, sí y sí. Aunque mi cohabitación con los libros no haya sido probablemente tan intensa como la de Pivot, mi experiencia de años trajinando con ellos me demuestra a todas luces que sus respuestas dan en el clavo. No, señores, no es que veamos fantasmas, es que no es tan raro que los libros cobren vida. Y, a cambio de todas las horas felices que nos proporcionan, es nuestra misión como bibliómanos procurar que estén lo más cómodos y felices posible. De no ser así, ya lo saben, hay riesgo de fuga.

¿de dónde sale ese título?

Carta de visita, pieza esencial de marketing, anticipo de las intenciones del autor… todo esto y más es el título de un libro. Hay quienes se preguntan si es antes el huevo o la gallina, si hay títulos sin obra u obras sin título. Según mi experiencia, los autores se dividen más o menos a partes iguales entre aquellos que desde el principio tienen pensado un título para el libro que aún no han comenzado a escribir y los que mantienen la etiqueta de «título provisional» o «sin título» hasta terminar la versión final, o incluso después (he llegado a verlo así en los catálogos de algunas editoriales, de esas que trabajan con mucha antelación). Hay que decir también que, al igual que hay escritores que destacan –por ejemplo– en la creación de diálogos y otros que sudan tinta para que las palabras que ponen en boca de sus protagonistas suenen verosímiles, hay también escritores que tienen una especial facilidad para dar con títulos atractivos, y otros –sin que ello tenga que ver con la calidad de su obra– que a la hora de titular se quedan en blanco. Y luego está el hecho de que muy a menudo son los editores los que sugieren (¿o imponen?) el título definitivo de una obra, por lo general apoyándose en razones de índole comercial. Las oficinas de los editores están llenas de historias muy jugosas sobre este tema («¿A que no dirías qué título pretendía ponerle Fulanito a esta novela?»), pero la mayoría no suelen trascender. Las que lo hacen… en fin, yo no les daría un crédito absoluto. Pero, en cualquier caso, resultan divertidas para los amantes de «trivia» literarios. Ahí van algunas:
  • El gran Gatsby pasó por varias encarnaciones previas antes de dar con su título definitivo, y considerablemente más satisfactorio, entre ellas algunas tan espantosas como Trimalchio in West Egg (Trimalción en West Egg); Among the Ash Heaps and Millionaires (Entre las cenizas y los millonarios); Under the Red, White, and Blue (Bajo la roja, blanca y azul); Gold–Hatted Gatsby (Gatsby el del sombrero de oro). Cuesta creer que la obra hubiese llegado a ser un éxito de haber llevado alguno de estos títulos.
  • A los veintiún años, Carson McCullers mandó seis capítulos de su primera novela, The Mute (La muda), a la editorial Houghton– Mifflin, que le ofreció un anticipo y rápidamente cambió el título por el de El corazón es un cazador solitario. Ahí, creo yo, estuvieron acertados.
  • Vladimir Nabokov planeó originalmente llamar The Kingdom by the Sea (El reino junto al mar) a su luego famosísima Lolita. Sin embargo, se ve que el primer título le gustó: en su novela ¡Mira los arlequines!, ese es el nombre del libro que escribe el narrador.
  • El cartero siempre llama dos veces, el título de la famosa novela de James M. Cain, es muy bonito, pero bastante desconcertante, porque en la novela no aparece cartero alguno. El autor cuenta que se le ocurrió cuando, conversando con el guionista Vincent Lawrence, este le explicó que, cuando mandó su primer guión a una productora, estaba todo el día pendiente de la llegada del cartero por saber si lo habían aceptado; ¿cómo sabía si era el cartero el que llamaba?, porque el cartero siempre llamaba dos veces. Cain vio en esto una idea interesante: su protagonista también tuvo que responder a la segunda llamada del destino. Simbólico y sugerente.
  • De ratones y hombres, de John Steinbeck. Confieso que este título siempre me ha parecido intrigante y diría que no muy conseguido. Bueno, pues resulta que Steinbeck trabajó sobre esta narración bajo el título de Something That Happened (Algo que ocurrió: realmente, no compromete a nada), pero que a última hora lo cambió tras leer un poema de Robert Burns que dice «The best laid schemes o’ mice an’ men / Gang aft agley» («Los mejores planes de ratones y hombres/a menudo fracasan», poco más o menos). Si viene de Burns, ya me cae más simpático.
Curiosos caminos, en verdad, los que siguen las obras para encontrar ese título que las presentará ante el mundo.

finales abruptos

Por naturaleza, los seres humanos tendemos a ordenar el mundo, en el intento de darle un sentido (a estas alturas, aún no sabemos si lo tiene). La historiografía, por ejemplo, no hace otra cosa que intentar poner en orden una serie de acontecimientos y darles un hilo narrativo, para que del amasijo de fechas y datos se pueda extraer alguna conclusión. Este mismo afán ordenador es el que guía a los compiladores de listas: tomar del caos que es la vida una serie de elementos y agruparlos por algún tipo de criterio que haga resaltar lo que tienen en común, por peregrina o débil que pueda ser esa conexión. Nos gustan las listas. Umberto Eco, gran amante él mismo de las listas, le dedicó todo un libro a este afán clasificador, El vértigo de las listas (un libro que luego resulta que habla más del arte y de la cultura occidentales que de las listas propiamente dichas, pero siendo Eco quien es, se lo perdonamos). Internet, cómo no, está lleno de listas. De hecho, los gurús que hablan sobre cómo aumentar el tráfico de tu blog aconsejan indefectiblemente ponerles a las entradas títulos que denoten una lista: «5 cosas que te harán ser más feliz», «12 pasos para conseguir una silueta de ensueño», y zarandajas por el estilo. Por supuesto, estos títulos me resultan más atrayentes que aquellos que no prometen una lista; por supuesto, también, no les hago ningún caso (no es tanto que no necesite ser feliz o lograr una silueta de ensueño, sino que tengo serias dudas de que una lista pueda ayudarme a lograr ninguna de las dos cosas). Pero si la lista va de elementos literarios, ¡eso es harina de otro costal! Yo misma, lo confieso, he caído alguna vez en la tentación de elaborar alguna.
La que voy a compartir con ustedes no es de mi cosecha, sino gentileza del blog de Publishers Weekly, y lleva por título «12 libros que terminan a mitad de frase».
¿Que qué tienen en común estos libros? Pues, en realidad, no demasiado. A excepción, claro, de que su última frase queda en suspenso. Pero los motivos son varios, como lo es el carácter de cada una de estas obras. Un par de advertencias preliminares: 1) No reproduzco los 12 títulos, sino solo los que a mí me resultan más familiares, lo mismo que a mis lectores (espero); he añadido, en cambio, alguno que los editores americanos habían ignorado. 2) Si a partir de aquí continúan leyendo, asuman el riesgo; no se quejen luego de que les he fastidiado el final.
Franz Kafka, El castillo
No es que Kafka pretendiese darle ese final abrupto a esta obra, sino que quedó inacabada debido a la muerte del autor. Aunque en una carta fechada en 1922 le había dicho a Max Brod que abandonaba el libro, parece que tenía previsto que al final K. viviese y acabase muriendo en el pueblo.
Nikolai Gógol, Almas muertas
Gran interrogante. ¿Qué pretendía Gógol al finalizar así su gran obra?: «Os invito a reflexionar sobre vuestro deber con más atención, así como la obligación de vuestro servicio terrenal, porque todos tenemos solo una vaga idea de lo que es ahora y casi…».
Almas muertas debía ser la primera parte de una trilogía con la que Gógol pretendía imitar la Divina Comedia de Dante. La especialista en literaturas eslavas Susanne Fusso argumenta que Gógol cortó deliberadamente la primera parte a media frase para ver si esto creaba mayores expectativas sobre la segunda (que nunca llegó a publicarse).
Dickens, Casa desolada
En este caso, un final abrupto que es parte de un final feliz. Esther, aunque desfigurada, ha conseguido casarse con su amado y es dichosa con él. Al finalizar la novela, la conversación entre ambos se interrumpe, pero podemos pensar que Esther deja la frase a medias porque su esposo la ha acallado con un beso, quizás.
Jonathan Safran Foer, Todo está iluminado
La carta del abuelo de Alex con que finaliza la novela se puede entender también como una nota de suicidio: «caminaré silenciosamente, y abriré la puerta en la oscuridad y » Aquí, la frase se quiebra porque, suponemos, quien la escribe ha llevado a cabo sus designios.
Manuel Puig, Boquitas pintadas
En una obra que tiene mucho de puzzle, no es extraño que el final sea también fragmentario: las cartas que hablan de una historia de amor dolorosa se desparraman antes de arder en una lluvia de retazos de frases. Ecos entrecortados de lo que fue o pareció ser una vez…
Si dejamos aparte las obras de literatura experimental (como alguna obra de Beckett, o el Finnegans Wake de Joyce, por ejemplo), en las que el final abrupto se justifica por la propia naturaleza del discurso, la interrupción de la frase final aparece a menudo en novelas cuyo narrador va a morir: la frase queda inacabada porque la muerte le ha llegado antes de que pudiera terminarla. Sé que en cuanto ponga punto final a esta entrada, se iluminará en mi mente el título de algún libro en que ocurre precisamente esto, y que está revoloteando por ahí hace rato, aunque no consigo capturarlo.
Quizás debo yo también dejar

personajes literarios y sus nombres

Como todo escritor sabe, no hay nada inocente en el nombre de un personaje. Uno puede inventar una figura de ficción llena de atractivo, aventurera, fascinante, pero si no es capaz de dar con el nombre adecuado para su criatura, corre el peligro de que no tenga el aura necesaria para convencer al lector. ¿Se imaginan qué hubiese pasado si el personaje de Ian Fleming se hubiese llamado Matthew Pumpernickel, por ejemplo? Por suerte, Fleming, gran aficionado a la ornitología (también los escritores tienen sus pasatiempos, no todo ha de ser escribir y escribir), no tuvo que ir muy lejos para dar con ese nombre. Le bastó con mirar la cubierta del extenso y utilísimo Birds of the West Indies, escrito por el ornitólogo James Bond. Seguramente, cuando bautizó a su personaje, Fleming no tenía ni idea de que el James Bond de ficción llegaría a ser mucho más famoso que el auténtico. (Uno se pregunta qué tal lo llevaría el ornitólogo en cuestión, claro.)
Y es que lo de poner nombres a los personajes tiene su complicación. ¿Hay reglas para nombrar? ¿Hay nombres más adecuados para unos géneros que para otros? A este misterioso arte ha dedicado todo un volumen Alastair Fowler1. No lo he leído –mi interés por los nombres en la literatura inglesa tiene un límite–, pero sí me he divertido bastante con la amplia res...

Índice

  1. Prólogo de Lorenzo Silva
  2. Prefacio
  3. Maneras de leer
  4. El síndrome del lector
  5. Curiosidades librescas
  6. Galería de bibliómanos
  7. Obras citadas
  8. Notas
  9. Créditos