La vuelta al mundo en 72 días y otros escritos
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La vuelta al mundo en 72 días y otros escritos

Nellie Bly, Silvia Moreno Parrado

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  1. 440 páginas
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La vuelta al mundo en 72 días y otros escritos

Nellie Bly, Silvia Moreno Parrado

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Nacida como Elizabeth Jane Cochran, Nellie Bly fue una de las primeras y mejores periodistas de Estados Unidos. Se convirtió en un fenómeno nacional a fines del siglo XIX, con un juego de mesa basado en sus aventuras y merchandising inspirado en la ropa que usaba. Saltó a la fama por ser la primera reportera en terreno y por escribir artículos que en aquel momento nadie creía que una mujer podía o debía escribir, como el reportaje donde denunció el tratamiento que recibían las pacientes de un manicomio para mujeres y el diario de viaje sobre cómo batió el récord de la vuelta al mundo sin acompañante.Este volumen, la única recopilación impresa y editada de los escritos de Bly, incluye sus obras más conocidas: Diez días en un manicomio, Seis meses en México y La vuelta al mundo en setenta y dos días, así como muchas piezas menos conocidas que captan la amplitud de su carrera, desde sus feroces artículos de opinión hasta su notable reportaje de la Primera Guerra Mundial.

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Información

Año
2019
ISBN
9788412083019
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays
La vuelta al mundo
en setenta y dos días
Capítulo I:
Una propuesta de dar
la vuelta a la Tierra
¿Cómo se me ocurrió la idea?
A veces resulta difícil saber con exactitud de dónde ha partido una idea. Las ideas son el principal recurso de los periodistas y, por lo general, el más escaso en el mercado, pero a veces aparecen.
Esta idea se me ocurrió un domingo. Había pasado la mayor parte del día y la mitad de la noche intentando en vano dar con alguna idea para un artículo. Tenía la costumbre de pensar en ideas el domingo y exponérselas a mi editor, para que las aprobara o rechazara, el lunes. Pero ese día no se me ocurrió ninguna y, cuando dieron las tres de la mañana, estaba dando vueltas en la cama, agotada y con dolor de cabeza. Al final, cansada e irritada por mi lentitud para encontrar un tema, algo con lo que trabajar durante la semana, pensé con fastidio: «¡Ojalá estuviera en la otra punta del mundo!». «¿Y por qué no? —me respondí—. Necesito unas vacaciones, ¿por qué no dar la vuelta al mundo?».
Es fácil ver cómo un pensamiento siguió al otro. La idea de viajar alrededor del mundo me atraía y añadí: «Si pudiera hacerlo igual de rápido que Phileas Fogg,[113] debería hacerlo».
Luego me pregunté si sería posible hacer el viaje en ochenta días y, después, caí dormida sin dificultad con la determinación de saber, antes de volver a ver mi cama, si se podía batir el récord de Phileas Fogg.
Aquel día fui a la oficina de una compañía de barcos de vapor y seleccioné unos horarios. Me senté, ansiosa, para repasarlos y, si hubiera encontrado el elixir de la vida, no me habría sentido mejor que cuando fragüé la esperanza de que era posible dar la vuelta al mundo incluso en menos de ochenta días.
Le planteé el tema a mi editor con bastante timidez. Temía que la idea le pareciera demasiado loca y visionaria.
—¿Tiene alguna idea? —preguntó mientras tomaba asiento junto a su escritorio.
—Una —respondí en voz baja.
Se sentó a jugar con sus plumas, esperando a que continuara, así que le espeté:
—¡Quiero dar la vuelta al mundo!
—¿Cómo? —dijo, mirándome inquisitivo con una débil sonrisa en sus amables ojos.
—Quiero dar la vuelta al mundo en ochenta días o menos. Creo que puedo batir el récord de Phileas Fogg. ¿Puedo intentarlo?
Para mi consternación, me dijo que en la redacción ya había surgido antes esa misma idea y que tenían la intención de enviar a un hombre. Sin embargo, me ofreció el consuelo de que iba a hablar a mi favor para que fuera yo y luego se marchó para tratar el tema con el director.
—Es imposible que lo haga usted.—Fue el terrible veredicto—. En primer lugar, es mujer y necesitaría a alguien que la protegiera. Incluso aunque pudiera viajar sola, necesitaría llevar tanto equipaje que la retrasaría para hacer transbordos rápidos. Además, solo habla inglés, así que no sirve de nada darle más vueltas; no puede hacerlo nadie más que un hombre.
—Muy bien —contesté, enfadada—. Que salga el hombre; yo saldré ese mismo día para otro periódico y llegaré antes que él.
—Estoy convencido de que lo haría —dijo, lentamente.
No me atrevería a decir que esto influyó en su decisión, pero sí sé que, antes de que nos despidiéramos, me quedé contenta con la promesa de que, si ese viaje se le encargaba a alguien, debería ser a mí.
Tras hacer los arreglos pertinentes para marchar, surgieron otros proyectos importantes para recopilar noticias y esta idea tan visionaria se dejó a un lado durante un tiempo.
Una tarde fría y húmeda, un año después de esta conversación, recibí una notita en la que se me pedía que fuera a la redacción de inmediato. Una convocatoria a última hora de la tarde era algo tan poco habitual para mí que los lectores entenderán que me pasara todo el trayecto preguntándome por qué motivo me iban a reprender.
Entré y me senté junto al editor, esperando a que hablara. Levantó la vista del papel en el que estaba escribiendo y me preguntó:
—¿Puede empezar la vuelta al mundo pasado mañana?
—Puedo empezar ahora mismo —respondí, tratando de detener el rápido latido de mi corazón.
—Habíamos pensado en mandarla en el City of Paris mañana por la mañana, con lo que tendría tiempo de sobra para coger el tren correo que sale de Londres. Hay una oportunidad, si el Augusta Victoria, que zarpa la mañana después, encuentra mal tiempo, de que no llegue a tiempo de coger el tren correo.
—Probaré suerte con el Augusta Victoria y así ahorraré un día —dije.
A la mañana siguiente, fui a Ghormley, el costurero de moda, para encargar un vestido. Ya habían pasado las once cuando llegué y me llevó apenas unos instantes decirle lo que quería.
Siempre he tenido la cómoda sensación de que nada es imposible si se dedica una cierta cantidad de energía en la dirección adecuada. Cuando quiero que las cosas se hagan, lo cual es siempre en el último momento, y me topo con una respuesta como: «Es demasiado tarde. No creo que pueda hacerse», yo me limito a decir: «¡Tonterías! Si quiere hacerlo, puede hacerlo. La pregunta es: ¿quiere hacerlo?».
Nunca he conocido a un hombre o mujer a quien esa respuesta no haya motivado para dar lo mejor de sí.
Si queremos obtener de los demás un buen trabajo o deseamos lograr algo nosotros, jamás será de utilidad albergar dudas con respecto al resultado de una empresa.
Así pues, cuando fui a Ghormley, le dije:
—Quiero un vestido para esta noche.
—Muy bien —respondió despreocupado, como si fuera lo más normal del mundo que una joven encargue un vestido con pocas horas de antelación.
—Quiero un vestido que aguante un desgaste constante durante tres meses —añadí, y dejé la responsabilidad sobre él.
Sacó distintos materiales que fue tirando en artísticos pliegues sobre una mesita, estudiando el efecto en un espejo trumeau que tenía delante.
No lo vi nervioso ni apresurado. Todo el rato que estuvo probando los distintos efectos de los materiales, mantuvo una conversación animada y medio graciosa. En nada de tiempo, había seleccionado un velarte azul liso y un tartán de pelo de camello como la combinación más resistente y adecuada para un traje de viaje.
Antes de que me marchara, sobre la una, me hizo la primera prueba. Cuando volví a las cinco para una segunda prueba, el vestido estaba terminado. Pensé que aquella prontitud y rapidez era un buen augurio, muy a tono con el proyecto.
Después de salir de Ghormley, fui a una tienda y encargué un abrigo largo. Luego, en otra modista, encargué un vestido más ligero para ponérmelo en tierras donde fuera verano.
Compré un bolso de mano con la determinación de reducir mi equipaje a su capacidad.
Aquella noche no me quedaba más que hacer que escribir a mis pocos amigos una línea de despedida y meter las cosas en el bolso.
Preparar aquel bolso fue la empresa más difícil de mi vida; había muchas cosas que meter en aquel espacio tan pequeño.
Al final conseguí meterlo todo menos el vestido de repuesto. La cuestión se resolvía del siguiente modo: tenía que añadir un paquete a mi equipaje o dar la vuelta al mundo con un solo vestido. Siempre he odiado los paquetes, así que sacrifiqué el vestido, pero saqué un corpiño de seda del verano anterior y, tras apretar bastante, conseguí embutirlo en el bolso de mano.
Creo que me fui siendo una de las chicas más supersticiosas del mundo. Mi editor me había contado, el día antes de que se decidiera el viaje, un sueño agorero que había tenido. Al parecer, yo había ido a decirle que iba a hacer una carrera. Como dudaba de mi capacidad como corredora, pensó en darse la vuelta para no presenciar la carrera. Oyó tocar a la banda, como suele pasar en esas ocasiones, y el aplauso del final. Luego me acerqué a él con los ojos llenos de lágrimas y le dije: «He perdido la carrera».
—Sé lo que significa ese sueño —dije cuando terminó de contármelo—. Al principio conseguiré algunas noticias y otra persona me vencerá.
Cuando, al día siguiente, me dijeron que iba a dar la vuelta al mundo, me invadió un terror profético. Tuve miedo de que el Time ganara la carrera y de no poder hacer el viaje en ochenta días o menos.
Tampoco estaba en el mejor estado de salud cuando me dijeron que fuera a dar la vuelta al mundo...

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