
- 90 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Contaba Antoni Tàpies una anécdota bastante graciosa. Ocurrió que, en una visita de Franco a la Bienal Hispanoamericana de arte, alguien le advirtió que se encontraba en la sala de los pintores modernos. Eran los sauras, los tàpies, los oteizas… Artistas que encarnaban la idea de una España nueva, en proceso de modernización, familiarizados con una abstracción made in USA que era sinónimo de sofisticación y de vanguardia. "Excelencia —le dijeron al caudillo—, esta es la sala de los revolucionarios", a lo que Franco respondió: "Mientras hagan la revolución así…".
Alberto Santamaría sondea algunas preguntas necesarias para entender nuestra historia del arte reciente. Por ejemplo, ¿en qué momento empezamos a obsesionarnos con separar la política y la creatividad, "como si la política fuese un charco de heces y la creatividad un tipo hipersensible y de olfato refinado"?, ¿por qué se anatematizó el concepto "propaganda"?, ¿es posible un arte sin propaganda? Y, sí, hemos oído hablar del arte "panfletario" de izquierdas, ¿pero qué hay de la otra propaganda?; ¿cómo opera "el activismo de la derecha"? Zigzagueando de Adam Smith a Pollock, de Rembrandt a Emilio Botín o de Nelson Rockefeller a Spinoza, con un humor sutil y una escritura lucidísima, Santamaría explica bien cómo todo ese arte presuntamente libre también está lleno de doctrina.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a El arte (es) propaganda de Alberto Santamaría en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Política y relaciones internacionales y Historia del arte contemporáneo. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Categoría
Historia del arte contemporáneo01
¿OTRA PROPAGANDA
ES POSIBLE?
«El arte abstracto de los últimos años nos parecía falso. Pero no podíamos admitir como revolucionaria, como verdadera, una pintura, por ejemplo, por el solo hecho de que su concreción estuviese referida a pintar a un obrero con el puño levantado, o con una bandera roja, o cualquier otro símbolo, dejando la realidad más esencial sin expresar. Porque de esa manera resultaba que cualquier pintor reaccionario […] podía improvisar, en cualquier momento, una pintura que incluso técnicamente fuese mejor y tan revolucionaria, por lo menos, como la otra, con solo pintar al mismo obrero con el mismo puño levantado. Con solo pintar un símbolo y no una realidad. […] De ahí nuestra actitud ante el arte de propaganda. No lo negamos, pero nos parece, por sí solo, insuficiente. En tanto que la propaganda vale para propagar algo que nos importa, nos importa la propaganda».
Estas palabras, algo confusas, fueron leídas en un congreso de artistas durante la Guerra Civil española, concretamente en Valencia, en julio de 1937. Ellas recogen ya la complejidad global del problema, sus paradojas, pero, en igual medida, muestran cómo en esa fecha el concepto de propaganda portaba ya un serio prejuicio formal y temático y, al mismo tiempo, una potencialidad no desarrollada.
¿Cuál es el medio idóneo para conectar la propagación de las ideas revolucionarias con su ejecución técnica? ¿El uso del arte para la propaganda conlleva necesariamente la subordinación de la calidad estética al mensaje? ¿De qué hablamos cuando hablamos de mensaje? ¿Cuál es la relación entre el símbolo y la realidad? ¿Cómo puede afectar ese arte a la realidad? ¿Era exactamente la propaganda un lugar? ¿Era una situación? ¿Una perspectiva? ¿De qué bando estaba la propaganda?
La pregunta que nos planteamos aquí, trasladándonos arqueológicamente incluso hasta ese 1937, es: ¿qué pasa hoy con la propaganda? ¿Cabe interrogarnos por su sentido hoy? ¿Podemos reprogramar la palabra propaganda teniendo en cuenta la mala prensa que actualmente tiene?
Es cierto. La evidencia de su nombre, su sola mención, desplaza todo posible juicio, y sin embargo, aquí, partimos de la siguiente premisa: si nos interesa «propagar ideas», por ello mismo, «nos interesa la propaganda». Ahora bien, parece que nos quedamos habitualmente con la primera parte de la ecuación, es decir, queremos propagar ideas, pero rechazamos decir que eso sea propaganda. No es tan sencillo, seguramente. O dicho en otros términos, ¿y si el arte es necesariamente propaganda y, por lo tanto, también (necesaria) contra-propaganda? Con propaganda, señalo de antemano, no me referiré exclusivamente a cuestiones de cartelería, lugar clásico para el tema, ni mucho menos a la necesidad de situarse a las órdenes de un partido político, sino que más allá de eso trataré de amplificar el concepto llevándolo a su origen como problema de narraciones enfrentadas.
Tal y como solemos escuchar, «la propaganda es un vicio inconcebible para un artista». «El arte es lo opuesto al panfleto», «me interesa el arte y lo político, pero no la propaganda o el panfletarismo». ¿Por qué? Es fácil entender esta postura común si, por un lado, mantenemos la distancia entre un objeto arte, entendido este como un objeto producido por un sujeto especial (llamado artista), quien sitúa ese objeto dentro de las políticas propias del campo artístico, y, por otro, consideramos que estas políticas del arte nada tienen que ver con la relación entre arte y política, entendida esta como la gestión del espacio común. (Las políticas institucionales del arte solo toleran un tipo de arte político: aquel donde lo político se convierta en poético, es decir, un arte que sea capaz de marcar la distancia consigo mismo.) A un artista se le puede perdonar que su obra se venda, se comercialice en chapas o tazas, pero es más difícil que se le perdone un acto de «propaganda», en el sentido de impregnar políticamente su trabajo con una narración visible donde el mensaje vertebre la línea motriz de la obra. Vender o trabajar por dinero es dignificar la obra de arte, pero difundir ideas, es de doctrinarios y enemigos «de todo esto».
Lo detallaba así Terry Eagleton: «La palabra doctrinario se aplica solo a las creencias de los demás. Es la izquierda la que está comprometida, no los liberales, ni los conservadores. La afirmación de que el compromiso doctrinal siempre y en todo lugar echa a perder el arte es una fe liberal hueca». Ante la palabra propaganda, el artista puro (y el espectador contemporáneo) aparta la cara como si de ella proviniese un duro olor a amoniaco. Pero ¿es posible separar la propaganda del arte como si el propagar ideas fuese un trozo de celofán que arrancamos de la obra de arte y que así, con un simple gesto, podemos hacer desaparecer? ¿Son las ideas políticas algo así como el polvo que se adhiere a la baldosa pulcra del arte y, por lo tanto, es algo que necesita ser «barrido» de ella?
Aunque pueda sonar extraño, no cabe la menor duda de que actualmente es la derecha, así como su doctrina neoliberal, la que mantiene un mayor compromiso con el arte y la política. Basta un simple vistazo a programas culturales y creativos de fundaciones, bancos y partidos políticos. El arte y la creatividad se han convertido en elementos consustanciales al liberalismo conservador. La derecha ha sabido, en algunos casos, allí donde ha sabido jugar sus bazas, apoderarse del discurso político del arte. Ahora bien, esto es así a condición de que ese arte y esa política sean utilizados desde una óptica estéticamente correcta (y corregida). El activismo cultural de la derecha es omniabarcador. Malusando palabras de Bourdieu, podríamos hablar de una «lógica del cálculo cínico», basada en una política cultural cuyo fin (y fe) es la lenta despolitización de todo gesto. El activismo cultural de la derecha es aparentemente invisible, pero devastador.
En este cálculo cínico el activismo conservador apoya/subvenciona todo arte «avanzado», bajo el lema de las bondades de la creatividad, y lo hace (y lo seguirá haciendo) mientras ese arte no roce cuestiones radicalmente políticas tanto en su forma como en su contenido. El arte entendido, por lo tanto, como medio para posibilitar una nueva imagen del político (alcalde, etc.) y de sus «políticas culturales». Cabe, al parecer, un único arte «político», entendido bajo la forma: «rotonda dedicada a las víctimas del terrorismo», o monumento por la paz, o contra la violencia de género; es decir, un arte cuyo tema «político» genere consenso. Consenso, esa es la palabra matriz de lo político en la despolitización de lo cultural que hoy nos inunda.
De este modo, la obra de arte contemporáneo juega como bálsamo espiritual y, al mismo tiempo, como gesto de fuerza. El mismo Bourdieu lo escenifica correctamente al sostener que «el culto al arte tiende cada vez más a formar parte de los componentes necesarios del arte de vivir burgués, ya que el “desinterés” de la consumición “pura” resulta imprescindible, debido al “suplemento de alma” que aporta, para marcar las distancias con respecto a las necesidades primarias de la “naturaleza” y a quienes están sometidos a ellas».1
Señalar de una obra, en efecto, su carácter de (contra)propaganda parece obligarnos a observar esa obra como la maquinación interna de una mano oculta, doctrinaria e invisible. Al mismo tiempo, esa acusación de propaganda suele leerse como la puesta en obra de una maquinaria grasienta teñida de ideología política (generalmente huele a totalitarismo) que se antepone a no se sabe qué criterios de bondad inherentes al hecho mágico de la creación artística pura. No obstante, negar la propaganda es aceptar de modo implícito la idea de que ontológicamente los objetos poseen ellos mismos (causa sui) la capacidad de positivarse como obras de arte. Algo que a todas luces, hoy, nos resulta imposible de creer. Sin embargo, aquí nos planteamos la pregunta bajo la perspectiva (muy cuestionable también, es cierto) de la necesidad de intentar reconfigurar un concepto como el de propaganda, ya que partimos de que «el concepto de arte», desarrollado en torno a su autonomía des-interesada en el marco de la burguesía del siglo XVIII, cabe también leerse como un acto (disciplinar) de propaganda.
Pongamos un ejemplo. En el siglo anterior, en pleno siglo xvii, Rembrandt ya se percató de que el arte no podía tejerse ya bajo los marcos dóciles del sistema gremial que medía el precio de las obras en función de criterios como el tiempo empleado, el material y la técnica. Pintores como Van der Weff o Gerard Dou siguieron este sistema salarial. En cambio Rembrandt, atento al desarrollo del nuevo sistema mercantil capitalista, aún incipiente, vio la necesidad de crear un suplemento a la obra. Este añadido, elemento invisible e inasible, sería la marca, el hecho de crear (y poseer) un Rembrandt. Se trataba de un suplemento, un plus, al mero objeto, que ya no era medible ni por el tiempo empleado en su ejecución, ni por el material, ni por la técnica, sino por la mano del maestro. La novedad de Rembrandt es haber provocado un cambio radical en la apreciación de las obras. No solo rechazó ser pintor del rey, sino que descubrió que la obra de arte era capaz de generar un espacio económico diferente. Escribe sobre ello Svetlana Alpers: «la mercancía en sí —un Rembrandt— es lo que Rembrandt hizo de novedoso». En este sentido, por ejemplo, pujaba él mismo en las subastas del momento pagando precios exagerados por pintores menores con el objetivo, puramente económico, de que sus obras cotizasen al alza. Así los cuadros pasaban de ser objetos a marcas registradas, inversiones a largo plazo. El cuadro se convirtió así en un fetiche virtualmente poderoso en función de esa aura, de ese nombre del artista que provocaba una mayor incidencia social.
El arte, como nuevo régimen de la mirada, independiente de otros factores, forma parte de la ideología (propagandista) de la burguesía, ilustrada fundamentalmente. Es esta contradicción, el hecho de que la burguesía posibilite la existencia del arte en cuanto ejemplo de una nueva sensibilidad y que, al mismo tiempo, sea ese mismo arte quien desarrolle la posibilidad del cuestionamiento de esa burguesía, lo que genera buena parte del atractivo del arte hoy en día. La relación entre el nacimiento y desarrollo de la ciencia económica en el siglo XVIII y la fundación de la estética como marco teórico para una experiencia autónoma del arte no puede tampoco soslayarse, y merecería un estudio aparte. Como veremos, el desarrollo que hace Adam Smith del concepto de interés corre parejo al concepto que en esa misma época Kant (pero también muchos otros) desarrolla bajo el término desinterés (que se asocia directamente con la experiencia estética).
Kant, en la Crítica del juicio (1790), sentará las bases de esa propaganda: «gusto es la facultad de juzgar un objeto o una representación mediante una satisfacción o un descontento, sin interés alguno». No dice indiferencia, por ejemplo, sino desinterés, positivando de este modo la acción del interés como el afuera de la experiencia estética. Y David Hume, en artículo de 1741, escribía acerca del arte que «relaja la mente de la ansiedad del trabajo y del interés propio». Así pues, al mismo tiempo que se propaga la idea de la mano invisible del mercado (puro relato propagandístico), hacia 1776, esa misma burguesía liberal ilustrada crea un recinto espiritual/moral (quizá a modo de sustitución de la experiencia religiosa imbuida de superstición)2 bajo el rótulo de experiencia estética desinteresada, que se relaciona directamente con una noción de pureza. La burguesía desarrolla ambas líneas de propagación: por un lado, el interés en relación directa con el mercado y, por otro lado, el arte como modo de purificarse del concepto de interés que tiñe el resto de su cotidianidad, como modo de purificarse de las impurezas del dinero, pero que al fin y al cabo acabará interiorizándose dentro de ese mercado.
O dicho de otra forma altamente paradójica: la propaganda burguesa del arte hace que el desinterés acabe generando altos intereses (capitales y simbólicos), algo que veremos con más detalle en la relación entre banqueros y arte.3
Dicho esto, podemos continuar preguntándonos: ¿es posible regresar a un mundo donde arte y propaganda ya no sean territorios de exclusión? ¿Acaso alguna vez, realmente, el arte y la propaganda estuvieron desligados? ¿Cuál es exactamente el virus perverso que la propaganda (o la contra-propaganda) inocula en el arte? ¿Es posible identificar tan claramente un adentro y un afuera de la obra, un adentro y afuera de la propaganda? Pero, más allá, ¿existe arte sin propaganda?
Y aquí, tal vez, la tesis más fuerte sea: puede existir propaganda sin arte, pero, ¿arte sin propaganda?
¿Y si tratásemos de reinsertar la palabra a nuestro vocabulario crítico y teórico tras haber sufrido ya un largo purgatorio? Esto no es nuevo, por supuesto. Pier Paolo Pasolini, por poner un ejemplo, en un artículo de 1943 titulado «Último discurso en torno a los intelectuales», escribía:
Y aquí reside el equívoco. […] Para hacer propaganda buena y útil, se requiere una naturaleza y una preparación similares a las que se necesitan para ser un buen literato […] [Ahora bien] los intelectuales no deberían adaptarse al estado de guerra con una propaganda que aceptasen (o rechazasen) como obligación; al contrario, su propio entusiasmo y su fe deberían hacerles sentir espontáneamente la necesidad de hacerla.
Mucho más tarde, en 1980 y en un contexto muy diferente, Lucy Lippard escribió un breve artículo, bastante caótico, es cierto, titulado «Some Propaganda for Propagand...
Índice
- Portadilla
- Créditos
- Contenido
- Sinopsis
- Cita
- 01. ¿Otra propaganda es posible?
- 02. ¿Y los niños? Y los niños
- 03. Propagarse
- 04. El origen de la propaganda y las frases ocupadas
- 05. Una pregunta. Una respuesta. Contra-propaganda
- 06. La propaganda que reclama tu cuerpo
- 07. Spinoza, padre de la contra-propaganda
- 08. La mujer trabajadora y un ejercicio de contra-propaganda
- 09. ¿Y tú que opinas, Mark Rothko?
- 10. ¿Y tú qué opinas, Hans Haacke?
- 11. ¿Y tú qué opinas, Francisco Franco?
- 12. Banca y propaganda. O el día que Botín conoció a Grosz
- 13. Creatividad, política y contra-propaganda
- 14. Ante el activismo de la derecha