¿Un mundo sin Dios?
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¿Un mundo sin Dios?

  1. 128 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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¿Un mundo sin Dios?

Descripción del libro

En algunos sectores de la opinión pública occidental se ha abierto paso una inquietante prevención contra la presencia pública de la religión. Desde tales instancias, se aboga por un espacio público neutro y "laico", libre de "contaminaciones religiosas". Se aspira así a un mundo sin Dios, donde la religión resulte irrelevante para construir la sociedad. El autor ofrece respuestas a este desafío.

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Información

Año
2012
ISBN del libro electrónico
9788432142123
Categoría
Literatur
II. LOS DEBATES MORALES EN LAS DEMOCRACIAS
I. ¿COMO EL ACEITE Y EL AGUA?
Muchos debates controvertidos en la opinión pública —la despenalización del aborto o su reconocimiento como derecho, la eutanasia, la equiparación de las parejas homosexuales con el matrimonio, etcétera— dan la impresión de establecer una suerte de incompatibilidad entre la democracia liberal y los valores morales. Es como si la moral y la democracia —tal como la entendemos— se comportaran como el agua y el aceite, que no son capaces de mezclarse entre sí. Para algunos, porque la democracia habría de ser refractaria a las referencias morales, si desea mantenerse como un espacio libre de convivencia entre personas con credos y mentalidades diversas. Para otros, a los que denominaré «demoescépticos», porque habrían llegado a la conclusión de que la democracia resulta incompatible con sus valores morales y la perciben como un régimen moralmente perverso. Para unos, la pretensión de que los valores morales influyan en las normas de convivencia, representa una amenaza clara para la democracia. Para otros, la democracia representa una amenaza para el buen orden moral; o, en el mejor de los casos, sería un orden político tolerable, pero más bien perverso.
En el presente apartado nos ocuparemos de esta aparente incompatibilidad.
1. Ojo con los creyentes y que vigilen al árbitro
En octubre de 2004 se discutía en Estrasburgo la formación de la nueva Comisión Europea —el equivalente en cierto sentido al Consejo de Ministros de un país —. Entre los candidatos para formar parte de dicha Comisión se encontraba el político e intelectual italiano Rocco Buttiglione. En concreto, estaba llamado a ocupar la cartera de Libertades, Seguridad y Justicia. El Parlamento Europeo mantenía un pulso con el Presidente de la Comisión, el portugués Durao Barroso, de cara a la composición de la Comisión y sometió a un interrogatorio a algunos de los candidatos. Al político italiano, cuyas convicciones católicas eran de sobra conocidas, se le preguntó acerca de su opinión sobre la homosexualidad. Respondió el italiano que, aunque consideraba la práctica homosexual un pecado, esto no la convertía a sus ojos en un delito. Como es sabido, se desató la tormenta mediático-política, el parlamento europeo presionó contra la presencia de Buttiglione en ese órgano y Durao Barroso no pudo cerrar la Comisión, que debía entrar en funciones el 1 de noviembre. Buttiglione fue vetado.
La valoración moral —no política — de la práctica homosexual por parte del político italiano lo convertía a los ojos de una parte del Parlamento Europeo en inhábil para la función que estaba llamado a desempeñar. Se trata quizá de uno de los casos más clamorosos de marginación en base a las opiniones morales de un político. Otro caso sonoro, si bien no tuvo como consecuencia su inhabilitación política, fue el del estadounidense Francis S. Collins, Premio «Príncipe de Asturias de Investigación Científica», que dirigía el proyecto Genoma Humano cuando en 2001 se completó la secuencia del ADN humano. Pues bien, su nombramiento por parte de Obama como director del National Institute of Health, generó controversia debido a su reconocida adscripción cristiana, expresada en su libro ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe. Al parecer, su fe podría ser un obstáculo para la conveniente solución de problemas de bioética. Lo que, bien mirado, lleva implícita la idea de que los planteamientos morales de un creyente le inhabilitan —o, al menos le dificultan notoriamente — para dar una correcta respuesta a los problemas éticos.
En fin, el creyente convencido es visto por una parte importante de la opinión pública como un demócrata poco de fiar. «¡Ojo con los creyentes!» parece un lema que tiene su efectividad práctica.
El caso es que, como reacción a este rechazo, se ha levantado una ola de activismo en defensa de los valores cristianos. Y, efectivamente, uno tiene la impresión de que en muchos de estos activistas el aprecio por la democracia es relativo: la democracia no es que sea buena, es que, como suele decirse, «es lo que hay», o sea, el escenario concreto en que se plantean los debates, por lo que resulta más práctico atenerse a sus reglas.
Es más, no faltan quienes consideran a la democracia culpable del deterioro moral que perciben. Produce escalofrío, en efecto, saber que en Europa se practican 1,2 millones de abortos anuales o que el aborto es la principal causa de mortalidad en España, donde el número de abortos que se practican en 10 días (3.050) supera la cifra de todo un año de muertes por accidente de tráfico (3.021) y se aproxima al de suicidios (3.421)1. También produce escalofríos constatar que en Europa hay más de un millón de rupturas matrimoniales cada año, lo que representa un divorcio cada 31 segundos. Entre 1998 y 2008 los divorcios crecieron en nuestro país un 200%2, a lo que no fue ajena la llamada ley del divorcio express. Hay que tener presente que el divorcio no solo representa una tragedia por sí mismo; a ello hay que añadir las dolorosas consecuencias que esas rupturas tienen para los hijos.
También causa dolor —y no hace falta para ello profesar ninguna creencia religiosa— observar los comportamientos de los jóvenes, incitados al consumo del alcohol y de drogas desde edades cada vez más tempranas. Por otra parte, las administraciones de distinta índole colaboran con la banalización del sexo a través de campañas supuestamente preventivas de enfermedades de transmisión sexual, a las que se unen los programas de la mal llamada educación afectivo-sexual, reducidos a mera información sobre métodos anticonceptivos, cuando no a un liso y llano adiestramiento en prácticas sexuales de distinta índole.
La hostilidad de algunos gobiernos para cercenar la enseñanza de la religión en las escuelas en un país de amplia mayoría católica tampoco resulta fácil de digerir. Si a esta situación se le añade el no infrecuente recurso, en nombre del arte y de la creatividad «artística» sin tabúes, a representaciones teatrales, pictóricas o de otra naturaleza de obras con contenido claramente blasfemo o injurioso con la religión, no es de extrañar que muchos creyentes exclamen el consabido «hasta dónde vamos a llegar», o que, como en el viejo chiste del aspirante a boxeador que, tras ser vapuleado en sucesivos asaltos por su contrincante —el Toro de Wisconsin— y acabar con la ceja partida, los ojos morados, los pómulos hinchados y macerado por todas partes, ante el aliento de su entrenador que le aseguraba para darle ánimos que El Toro apenas le había tocado, contestaba: «pues, entonces, que vigilen al árbitro porque alguien me está partiendo la cara». En fin, aunque se trate de una minoría, no faltan creyentes que consideran que la democracia es un mal negocio para sus creencias.
Así, pues, nos encontramos en un escenario que bien podríamos calificarlo como de guerra —sin sangre, afortunadamente—, en el que un sector de la sociedad recela de la posibilidad de que un creyente convencido pueda actuar como un verdadero demócrata y en el que algunos creyentes consideran a la democracia aliada —o, al menos, eficaz herramienta—del progresivo deterioro moral que perciben a su alrededor.
¿Son realmente así las cosas? ¿Es cierto que un creyente convencido, que intenta que su concepción de la vida influya en la configuración de la sociedad, representa una amenaza para la democracia? ¿Lleva razón esa minoría religiosa que le endosa a la democracia el deterioro moral de la sociedad y, consiguientemente, se vuelven escéptica —demoescéptica— respecto a este régimen político y participa de su juego solo porque no le queda más remedio? A la misma conclusión práctica —es decir, al recurso instrumental de la democracia— puede llegarse desde la otra orilla. Esto ocurre cuando personas o grupos con mentalidad laicista apuestan por la democracia convencidos de que se trata del régimen adecuado para conseguir un orden social alejado de los valores religiosos, una cultura configurada por concepciones morales sin vínculo alguno con la religión, que pasaría a ser un elemento marginal de la sociedad, al quedar recluida en la mera devoción privada de las personas.
Quien escribe las presentes páginas está convencido de que, al margen de ciertas cuestiones inevitablemente conflictivas, democracia y religión no están reñidas; que la democracia no es de suyo y por sí misma un régimen contrario a la permeabilidad religiosa —a través, sobre todo, de ciertos valores morales— de la sociedad. La democracia —la democracia liberal, en concreto— representa una de las construcciones más grandiosas del ser humano y está abierta al influjo en ella de los creyentes desde su precisa posición de creyentes. Muy probablemente, la democracia será lo que en realidad tiene que ser (un ethos de paz, justicia y libertad)3, en la medida en que actúen en ella los valores morales derivados de los principios más genuinamente religiosos.
2. Una casa para todos en la que no cabe nadie
Cómo hemos llegado hasta aquí es la pregunta más elemental que cabe plantearse al contemplar el campo de batalla que se ha descrito en el anterior epígrafe. Da toda la impresión de que nos encontramos frente a lo que tantas veces ocurre: que se han dado respuestas equivocadas a problemas reales.
Pido excusas al lector por traer a colación una sencilla anécdota personal. En la ciudad en la que resido me encontré en cierta ocasión por la calle con un colega que colabora habitualmente en el diario local en la sección de opinión. Me permití expresarle mi impresión de que sus escritos tenían con frecuencia referencias sarcásticas y molestas a las costumbres, creencias e instituciones cristianas. Me objetó el colega que mi impresión debía de responder más bien a una especial sensibilidad mía al respecto y me explicó que su estilo era la mordacidad en general (no solo con la Iglesia), como recurso literario de crítica social. Pero añadió, no me acuerdo por qué, que, efectivamente, nunca había tenido mucho cariño a los curas y a la religión y lo justificó con el problema que había tenido muchos años atrás —en la época de Franco— un pariente suyo, muy aficionado a la caza, pero al que la Guardia Civil no le había dado el pertinente permiso de escopeta de caza debido al informe negativo que de él había elaborado el cura del pueblo. Creo que, entonces, comprendí por fin la explicación de sus escritos.
Las intromisiones indebidas del factor religioso en la vida social vienen de lejos. Como pequeño botón de muestra, de más calidad literaria sin duda que mi breve anécdota, puede servir aunque proceda del mundo de la ficción —de una novela— lo que narra en un momento determinado Irène Némirovsky en Suite francesa. Sitúa la escena en una pequeña población de la Francia ocupada por los nazis. Allí residen una mujer de la burguesía local, la señora Angellier, y la vizcondesa de Montmort. La primera era muy celosa en el control y «policía» de los gastos que hacía la gente del pueblo en ese momento de escasez. A la vizcondesa, en cambio, «le preocupaba sobre todo el aspecto religioso de la cuestión; se informaba sobre si todos los niños habían sido bautizados, si todos los miembros de la familia comulgaban dos veces al año, y si las mujeres iban a misa (en lo tocante a los hombres, hacía la vista gorda; era mucho pedir). Así que, de las dos familias que se repartían la región, los Montmort y los Angellier, la más odiada seguía siendo la primera»4. Reacción completamente comprensible.
El control religioso de la vida social, cuando resulta agobiante, cosecha el lógico rechazo. La cuestión es si la comprensible reacción contra unos abusos justifica la declaración de una incompatibilidad esencial. Esto es lo que se trata de debatir; si el rechazo de intromisiones ilegítimas de los creyentes en donde nadie les llama justifica la articulación de un orden político impermeable y contrario al hecho religioso en su dimensión social.
En realidad, la cuestión al nivel de las ideas es más argumentada, seria y profunda que lo que se desprende de las anteriores anécdotas y guarda relación con la arquitectura del edificio democrático en materia de cuestiones morales. El hecho es que las disputas sobre cuestiones morales son, efectivamente, recurrentes en la arena política. Cuestiones ya señaladas como el aborto o la eutanasia, lo que es o no matrimonio, u otras como la pena de muerte o la tenencia de armas en Estados Unidos, la legitimidad moral de una intervención militar —guerra de Irak, por ejemplo—, o el recurso a la energía nuclear —sobre todo tras del desastre de Fukushima— son, entre otras muchísimas cuestiones, objeto de vivos debates.
El caso es que el progresivo pluralismo de las sociedades aboca a una creciente disparidad de criterios entre los contendientes. Muchos teóricos de la política se han esforzado por comprender cómo han de ser las condiciones de estos debates para que sean acordes con el carácter liberal del orden político, esto es, para que las medidas que se adopten —las leyes que se aprueben en cada caso— resulten compatibles con la máxima libertad posible para los ciudadanos. Se trataría de que las prohibiciones impidan lo menos posible el ejercicio de la libertad en cada persona, que se mantenga todo lo más que se pueda el ideal de un orden liberal, esto es, un orden político dentro del cual cada quien pueda hacer en su vida lo que más le plazca5. Por decirlo de alguna manera y utilizando el símil del edificio, late en muchos pensadores la concepción del espacio público —la convivencia política— como una casa capaz de acoger a todos (católicos, cristianos de diversas confesiones, judíos, mahometanos, hindúes, budistas, agnósticos, ateos, partidarios de la familia «tradicional» o de otras formas de familia, etcétera). La cuestión es si realmente o hasta qué punto puede haber, efectivamente, una casa capaz de albergar a todos y si no estará sucediendo que en esa casa en realidad no quepa nadie, al menos nadie con determinadas creencias.
Por eso, se trata de continuar explorando cómo hemos llegado a la situación de «guerra» descrita anteriormente o, más sencillamente, cómo es esa casa en la que tendrían que caber todos menos, aparentemente, las personas más religiosas.
II. DEL LIBERALISMO POLÍTICO AL LIBERALISMO MORAL O LA PRIVATIZACIÓN DE ALGUNOS ASUNTOS NO EXCLUSIVAMENTE PERSONALES
De un tiempo para acá los debates con trasfondo moral —sobre todo los que hacen referencia a la familia o a la vida— se han multiplicado y se han hecho progresivamente polémicos. La discusión pública se ha radicalizado en la medida en que los planteamientos más «liberales» han encontrado mayor resistencia en planteamientos que suelen ser calificados como «conservadores», cuando no directamente como reaccionarios. Tal resistencia en España —y, en general, en países con tradición católica— ha estado protagonizada en muchas ocasiones por la jerarquía católica y por grupos que, ante la opinión pública, se perciben como próximos a ella. En Estados Unidos, por su parte, la resistencia política a leyes más «liberales» o «progresistas» la protagonizan también, y quizá con mayor contundencia que la jerarquía católica, grupos cristianos activos de diversas confesiones.
Como se aprecia fácilmente, en este contexto el término liberal se ha deslizado del plano propiamente —o, al menos, exclusivamente— político al plano moral, de modo que lo que tenemos delante ya no es solo una concepción política, sino una concepción moral, que se enfrenta a otra. O, si se prefiere, advertimos que en estos debates no están propiamente en juego propuestas políticas sino morales; o, más exactamente aún, el tratamiento político de cuestiones morales. Cuando en la arena política se enfrentan, por ejemplo en la cuestión del aborto, liberales y conservadores las que se enfrentan son, en definitiva, dos visiones acerca de cómo ha de acometerse políticamente una cuestión moral. Hemos pasado, endefinitiva, del liberalismo político al liberalismo moral.
El liberalismo político, un ideal político encomiable, se encuentra indisolublemente ligado al concepto moderno de democracia. Se trata de una concepción de la política, según la cual el orden político ha de salvaguardar el máximo posible de las libertades individuales de los ciudadanos. Esta concepción política está llena de contenidos interesantes y ha dado lugar a instituciones precisas como el sufragio universal, el imperio de la ley, la división de poderes, etcé...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. DEDICATORIA
  4. CRÉDITOS
  5. ÍNDICE
  6. INTRODUCCIÓN. LA RELIGIÓN BAJO SOSPECHA
  7. I. LA RELIGIÓN Y SU «IMPACTO AMBIENTAL»
  8. II. LOS DEBATES MORALES EN LAS DEMOCRACIAS
  9. APÉNDICE Y CONCLUSIONES