Trapisondas de un filósofo insolente
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Trapisondas de un filósofo insolente

  1. 350 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Trapisondas de un filósofo insolente

Descripción del libro

"Trapisondas de un filósofo insolente" (segunda edición) es la autobiografía ficticia de un filósofo ocurrente y socarrón que se nos muestra como un niño apocado y vergonzoso, primero; como un muchacho que huye de su casa y vive aventuras singulares, después; como universitario que alterna con compañeros juerguistas y mujeriegos, a continuación y, por último, dando forma al filósofo mundano y advertido que ya es y así poder salpimentar todo el relato de un conjunto de peculiares ideas propias que, con mordacidad, dotan a la novela de un gran poder de concitación y la hacen apta también para lectores exigentes que buscan nuevos caminos para el pensamiento.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788468646763
VIII
Mañana, el mañana, funesta palabra. ¡Cuántos años me ha estado atormentando esa pesadilla! Siempre preguntándome qué me depararía el in­cierto futuro. Unas veces, sin tener cubiertos los mínimos vitales; otras, sabedor de que me hallaba en desvíos equivocados que a ninguna parte me ha­brían de conducir. Y, en unas y en otras, sin más consuelo que el descubierto por quien nos hizo sa­ber que la desgracia educa la inteligencia. La edu­ca, si, pero no en una única dirección, que es lo provechoso. Lo hace mostrándonos panorámicas profusas que no dan pie al entusiasmo. Como quien se lanza a conocer a una turba de mujeres para sondear cómo es ese ser. Lo averiguará, sí, pero ha­brá quedado invalidado para enamorarse.
Llevaba cerca de un año residiendo en San Cris­tóbal, cuando un acontecimiento vino a cambiar el rumbo de mi rutinaria tarea cotidiana. La fama de mis dotes pedagógicas había llegado más allá del término municipal de San Cristóbal, concretamente al Campo de los Jaramagos, del municipio De Villavieja de Abando. Era éste un extenso barrio rural, distante cinco kilómetros de San Cristóbal y doce de Villavieja que, no obstante estar más cerca del primer pueblo que del segundo, constituía pedanía de éste. Sus habitantes estaban dispersos en un radio de varios kilómetros, un poco al aire de los cor­tijos de Córdoba. Todos eran pequeños propietarios —como si allí se hubiera implantado la distribución parcelaria— que cultivaban sus tierras sin padecer estrecheces.
En los Jaramagos nunca habían tenido maestro, por lo que el analfabetismo alcanzaba a casi todas sus gentes. De allí recibía numerosas llamadas e in­vitaciones que agradecía y rehusaba. Hasta que un día... Pero retrocedamos un trecho en el tiempo en bien de una más ordenada exposición de los hechos.
Algunos domingos, antes de la misa, o, por la tarde, antes del rosario, mientras esperaba a mis amigos, me acercaba a saludar a don Fulgencio, el cura del pueblo, para acompañarle por breves mi­nutos en sus paseos por el pórtico de la iglesia. La última vez le hice notar mi extrañeza por el es­caso atractivo que parecía tener el templo para los varones jóvenes.
—La religiosidad de Andalucía hay que saberla entender —me contestó—; es muy distinta a la de otras regiones. Por mi parte, soy una persona pa­ciente que sabe esperar. Ya vendrán aquí para ca­sarse; entonces se tendrán que aprender el catecis­mo —concluyó.
Qué estrategia tan eficaz la suya, ¿no, santia­gués? ¡Santiago y cierra España! Las espadas siem­pre en alto. No existe persuasión más convincente. Era de los míos.
Fechas después fue a visitarme a la escuela sin previo aviso. Cuando vi recortada su silueta en la puerta, me dispuse a hacer una demostración de la disciplina que imperaba en mis alumnos. Levantán­dome de la silla por el procedimiento de empujarla hacia atrás al erguirme con presteza, grité con voz seca y contundente:
— ¡En pie!
Estoy seguro de que ni en la Legión ni en las Academias Militares mejoran los efectos de la orden. Como impulsados por potente resorte, los vein­titantos niños y niñas quedaron de pie e inmóviles como estatuas. A causa del ímpetu con que se ajus­taron a la voz de mando, una mesa volcó con estré­pito y varios lápices rodaron por el suelo, pero, como ya habíamos hecho prácticas en anteriores ocasio­nes y de sobra les era conocido que tenían que des­entenderse de todo lo que no fuera permanecer fir­mes, nadie osó agacharse a recoger lo caído. Pre­cisamente, el estruendo provocado por el velador al volcar hizo más patente el silencio y la quietud pos­teriores.
Don Fulgencio quedó impresionado hasta notár­sele incómodo. Apenas si permaneció conmigo unos instantes para decirme:
—No sabía que tuviera usted tantos niños. ¿Les enseña el catecismo?
—No, padre —le contesté—. El principal motivo por el que han pasado a ser mis alumnos es el del descontento de sus padres por la enseñanza que se imparte en las otras escuelas, pues, según ellos, sus hijos no recibían otra cultura que la religiosa. Dada esa circunstancia, me está vedado dedicar parte del tiempo de la clase a enseñarles doctrina. Sin em­bargo, y para paliar en parte este vacío impuesto, dedico una hora los domingos por la tarde a man­tener charlas religiosas con los muchachos que acu­den a mis clases nocturnas, los cuales están, a mi criterio, muy necesitados de ellas.
—Nada, nada; tiene usted que darles doctrina —concluyó don Fulgencio sin otra despedida.
Veinticuatro horas más tarde, el alcalde me man­daba recado para que fuera a verle. Acudí y me hizo saber que me retiraba el permiso dado para te­ner abierta la escuela debido a haber recibido que­jas sobre mi enseñanza laica. Comprendí lo inútil de ofrecer resistencia; la situación había hecho crisis. Más tarde o más temprano tenía que ocurrir, lo había intuido. La noticia la conocería ya medio pueblo seguramente y los maestros no la desapro­vecharían para darle el carácter de irreversible a buen seguro. Pues bien, yo me encargaría de propa­garla al resto de la gente.
Por la noche, me despedí de los mozos; a la ma­ñana siguiente, de los niños. A todos expuse la ra­zón de la clausura: el alcalde estimaba como irre­gular la existencia de una escuela laica en el pueblo.
Los peques transportaron los veladores al casino y, después, se llevaron las sillas a sus respectivas casas. Fue mi comunicación al pueblo de que me ce­rraban la escuela.
De inmediato llevé gestiones en el Campo de los Jaramagos. Me ofrecieron una casa que estaba abandonada desde hacía dos años debido al falleci­miento de la mujer que la habitaba. Parecía la casa de un guardabosque a causa de estar enclavada en el lindero de un gran pinar. La estancia de entrada era amplia y rectangular, con abundante luz, y po­seía no menos superficie que mi anterior escuela. Por los muros de la fachada vagaban varias sala­manquesas no de mi gusto, pero me informaron que huirían en cuanto la casa cobrara vida.
Acto seguido, y de acuerdo con los consejos re­cibidos, me fui a visitar al cura párroco de Villavie­ja de Abando al objeto de comunicarle mi decisión de inaugurar una escuela en el Campo de los Jara­magos. Por lo que oí, el cura de Villavieja tenía una aureola de santo nada común y sus poderes en el pue­blo eran poco menos que ilimitados. Se contaba de él que, habiendo encontrado un día de invierno en el camino a un mendigo que llevaba los pantalones medio destrozados, se detuvo, se quitó los suyos y se los dio al pobre con una sonrisa, explicándole:
—Yo ya llevo sotana.
El suceso se propagó por la comarca entera y, cuando se hablaba del cura de Villavieja, siempre se refería ese hecho. Le habla conferido identidad.
Estaba yo haciendo antesala, en espera de que diera fin la visita que en ese momento atendía el cura, y, por dedicar la atención a algo, me entrete­nía en ver cómo mi imaginación me representaba a éste al estilo de los sacrificados misioneros, con aspecto de venerable monje. Cuando la señora de edad que le atendía me pidió que pasara al despa­cho del párroco, lo hice y me quedé de piedra. ¿Aquél era el santo? Ante mí tenia a un universitario de no más de veintiséis años, de rostro agraciado, con una sonrisa que haría las mieles de cualquier joven­cita. De no llevar sotana, hubiera pensado que no era la persona a quien iba a visitar.
Le expliqué la razón de ir a verle y, al final, comentó:
—Ya tenía noticias de que ibas a venir. Me ale­gro mucho de que los Jaramagos tengan escuela por fin. Será la primera que verán sus campos. Yo tam­bién necesito ir por allí. Tengo a mis feligreses muy abandonados, pero, ¡está tan lejos!, y no poseo ca­balgadura para desplazarme. Mas, diles que iré; ya buscaré una.
Un poco por desafiar al Destino —cosa de la que siempre he sido amigo— y otro poco por nobleza, le aclaré:
—Padre, no podré dar clase de catecismo —y me extendí en la explicación del porqué y le referí tam­bién que ésa había sido la causa del cierre de mi escuela en San Cristóbal.
—Ni tú puedes dar clase de catecismo —me ata­jó— ni yo te lo aconsejaría nunca en una primera etapa. La religión es amor; a palos, no entra. Hay que aprovechar los momentos propicios y esos ya llegarán.
A continuación, le anuncié que iría a visitar al comandante del puesto de la Guardia Civil.
—¿Al sargento? —me preguntó—. No es necesa­rio; yo le pondré al corriente. Todos te estamos agradecidos por venir a los Jaramagos —terminó.
La entrevista fue cordialísima y muy larga, pero he entresacado de ella lo más jugoso. ¿Usted se ima­gina al cura en mitad de un camino, quitándose los pantalones? ¡Claro que sí! Mas no iluminado por la llama divina, como yo pensé en un principio, sino con la misma sencillez que un chaval se despren­de del calzón después de un partido de fútbol, a la manera como compartíamos el bocadillo con nues­tro vecino de pupitre cuando éramos escolares, sin concederle importancia. Si será santo o no, eso que lo diga Roma; que era una gran persona, aquí está este psicólogo para certificarlo.
Me quedaba por cubrir la última etapa: agenciar­me las mesas de trabajo para mis futuros alumnos, que iban a ser elevados en número según todos los presagios. Me fui a la carpintería mecánica de San Cristóbal, situada al final de la calle General Mola, y pedí la materia prima para prepararlas. Cargué con diez tablas de tres metros de longitud por quin­ce centímetros de ancho, unos listones de setenta centímetros para las patas, y un kilo de clavos, y me los llevé a los Jaramagos en la burra que me dejó el “Cachorro”.
Di forma a las mesas en una sola tarde, aunque no quedaron aptas para pasar ningún control de ca­lidad por muy poco exigente que hubiera sido. Sin embargo, sí valieron para el fin propuesto. Cuando ya hubo más dudas fue semanas después, al secarse las tablas de eucalipto y al alabearse para mostrar una inequívoca vocación de hélice.
Y, sin más, principié las clases, si bien los pri­meros días presté más atención a los padres que acompañaban a los niños que a estos últimos. Aun­que antes..., antes quise despedirme cumplidamente del cura de San Cristóbal.
—Dígale a don Ful...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. VIII
  10. IX
  11. X
  12. XI
  13. XII
  14. XIII
  15. XIV
  16. XV