
- 580 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Fue el descubridor de grandes de la literatura como F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Thomas Wolfe y tantos otros.
Sin embargo, su vida transcurre en la penumbra, entre bastidores, ayudando a sus autores como editor, pero también como crítico, gestor, agente… y amigo.
Esta biografía, ganadora del National Book Award, es la primera en explorar la fascinante vida de este genio extraordinario, tanto en el ámbito profesional como en su vida personal, y ha servido de inspiración para la película El editor de libros, protagonizada por Colin Firth, Jude Law y Nicole Kidman.
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Información
Editorial
Ediciones Rialp, S.A.Año
2016ISBN del libro electrónico
9788432147319Edición
1PRIMERA PARTE
I.
LO REAL
POCO DESPUÉS DE LAS SEIS en una lluviosa tarde de 1946, un hombre delgado y de pelo entrecano se sentó en su bar favorito, el Ritz, mientras daba cuenta del último de varios martinis. Cuando se sintió adecuadamente pertrechado para la dura prueba que tenía por delante, pagó la cuenta, se levantó, y echó mano de su sombrero y su abrigo. Con un maletín reventado de papeles en una mano y el paraguas en la otra, abandonó el bar para aventurarse en el centro de Manhattan, que estaba empapado por los aguaceros. Luego giró a la izquierda, en dirección a un pequeño edificio en la Calle Cuarenta y tres que estaba a varias manzanas de allí.
En el interior de aquel edificio, treinta hombres y mujeres jóvenes le aguardaban. Eran estudiantes de un curso de extensión sobre la publicación de libros, que la Universidad de Nueva York había pedido a Kenneth D. McCormick, editor jefe de Doubleday & Company, que impartiera. Todos los presentes estaban deseando meter la cabeza en el negocio editorial; asistían a seminarios semanales como aquel para incrementar sus opciones. La mayoría de las veces había unos cuantos que llegaban tarde, pero aquel día, constató McCormick, todo el mundo estaba sentado y dispuesto para tomar notas. McCormick sabía por qué. La lección de aquella tarde trataba sobre la edición de libros, y él había logrado persuadir al editor más respetado e influyente de América para que «dijese unas cuantas palabras sobre el tema».
Maxwell Evarts Perkins era un desconocido para el público, no así para el mundillo de los libros, que lo tenía por una figura descollante, una especie de héroe. Era un editor consumado. Siendo aún joven había descubierto magníficos nuevos talentos —como Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y Thomas Wolfe—, y se había jugado su carrera con ellos, desafiando los gustos establecidos por la generación anterior y revolucionando la literatura americana. Había estado asociado a una firma, Hijos de Charles Scribner, durante treinta y seis años, y a lo largo de ese periodo ningún editor de compañía alguna llegó siquiera a aproximarse a lo que él consiguió a la hora de dar con autores dotados y llevarlos al papel impreso. Varios de los estudiantes habían confesado a McCormick que había sido el brillante ejemplo de Perkins el que los había arrastrado hasta la edición.
McCormick puso orden en el aula, golpeando la mesa plegable que tenía frente a sí con la palma de la mano, y comenzó la sesión describiendo el trabajo del editor. Ya no se limitaba, dijo, como antes había ocurrido, a una labor de corrección ortográfica y de puntuación. Más bien consistía en saber qué publicar, cómo conseguirlo, y cómo lograr que aquello alcanzase al mayor número de lectores posible. En todas estas facetas, afirmó McCormick, Max Perkins no había sido superado. Su juicio literario era original y extremadamente astuto, y era famoso por su habilidad al inspirar a un autor para que produjese lo mejor de lo que era capaz. Era más un amigo que un supervisor; los ayudaba de los más diversos modos: a estructurar sus libros, si es que necesitaban su asistencia, también a concebir títulos o inventar tramas; hacía las veces de psicoanalista, terapeuta para el mal de amores, consejero matrimonial, mánager, prestamista. Pocos editores antes que él habían realizado tanto trabajo sobre los manuscritos, y a pesar de ello, se había mantenido siempre fiel a su credo, que estipulaba que «el libro pertenece al autor».
De algún modo, sugería McCormick, las cualidades de Perkins le hacían inadecuado para su profesión: era malo en ortografía, su modo de puntuar era idiosincrático, y en cuanto a la lectura, era según confesión propia «lento como un buey». Pero se tomaba la literatura como un asunto de vida o muerte. En una ocasión le escribió a Thomas Wolfe: «Nada podría tener la importancia que tiene un libro».
En parte porque Perkins era el editor preeminente de su tiempo, y en parte porque muchos de sus autores eran celebridades, y también a causa de la excentricidad del propio Perkins, innumerables leyendas se le habían acercado, la mayoría por buenos motivos. Todos los asistentes a la clase de Kenneth McCormick habían escuchado al menos una versión fascinante de cómo Perkins había descubierto a Scott Fitzgerald, o sobre cómo la esposa de Scott, Zelda, al volante del coche de su marido, había conducido en cierta ocasión al editor hasta Long Island Sound; o sobre cómo había conseguido Perkins que Scribners prestase a Fitzgerald muchos miles de dólares para salvar a este de la quiebra. Se decía que Perkins había acordado publicar la primera novela de Ernest Hemingway, Fiesta[1], sin haber visto una página, de modo que cuando llegó el manuscrito a punto estuvo de perder su trabajo, debido al lenguaje procaz del texto. Otra de las historias favoritas que se contaban sobre Perkins se refería a su confrontación con su ultraconservador editor, Charles Scribner, a propósito de las veces que «las palabras de cuatro letras» salían en la segunda novela de Hemingway, Adiós a las armas. Se dice que Perkins anotó en su calendario de mesa las palabras problemáticas que aquel quería discutir —shit, fuck, y piss—, sin importarle que el encabezado del calendario dijese: «Cosas Que Hacer Hoy». Parece ser que el viejo Scribner leyó aquella lista y le dijo a Perkins que tenía que tener grandes problemas como para recordarse a sí mismo que tenía que hacer aquellas cosas.
Muchas de las anécdotas que se contaban en torno a Perkins tenían que ver con la indómita escritura y personalidad de Thomas Wolfe. Se decía que para escribir Del tiempo y el río Wolfe apoyó un pedazo de su cerca de dos metros[2] contra el refrigerador, para que hiciese de mesa, y que cada página que completaba la metía en un pesado cajón de madera sin volver a leerla. Por lo visto, tres fortachones llevaron la carga a Perkins, que se las arregló para convertir aquello en un libro. Todos los presentes en la clase de McCormick habían oído también hablar del sombrero de Maxwell Perkins, un magullado modelo de fieltro, que al parecer jamás se quitaba hasta que se iba a acostar, estuviera en el interior o en la calle.
Mientras McCormick hablaba, la leyenda en persona cruzó la entrada del edificio de la Cuarenta y tres, y tranquilamente entró. McCormick levantó la vista, y al ver una figura encorvada junto a la puerta trasera, se detuvo en mitad de la frase para dar la bienvenida al recién llegado. La clase se volvió en pleno para dar una primera ojeada al más grande editor americano.
Tenía sesenta y un años, medía metro ochenta, pesaba setenta kilos. El paraguas que portaba parecía ofrecerle una protección muy precaria, porque estaba calado hasta los huesos, con el sombrero ajustado sobre sus orejas. Un brillo rosado se extendía por su rostro alargado y estrecho, desdibujando sus rasgos. La cara se conformaba en torno a una nariz fuerte y rubicunda, recta hasta casi la punta, en la que se curvaba como un pico. Sus ojos eran de un azul pastel. Wolfe había escrito en cierta ocasión que estaban «llenos de una extraña luz mística, como el destello de un lejano temporal sobre el océano, los ojos de un marinero de Nueva Inglaterra que llevase meses embarcado en un clíper surcando el mar de la China; había algo de ahogado, de náufrago en ellos».
Perkins se quitó su empapado chubasquero, poniendo al descubierto un arrugado y convencional traje de tres piezas. Después sus ojos se alzaron y se quitó el sombrero, bajo el que apareció una cabeza poblada de cabellos de un gris metálico, peinados contundentemente hacia atrás hasta formar una V en medio de su frente. A Max Perkins no le preocupaba la impresión que pudiera dar, aunque fuese, como era el caso, la que se esperaría de un comerciante de granos de Vermont que hubiese llegado a la ciudad con sus ropas de domingo, siendo sorprendido por la lluvia. Mientras caminaba hacia el centro de la sala, parecía ligeramente desconcertado, más aún después de que Kenneth McCormick lo presentase como «el decano de los editores de América».
Perkins no se había enfrentado jamás a una audiencia como aquella. Cada año recibía docenas de invitaciones, pero las declinaba todas. De una parte, había perdido oído y evitaba cualquier clase de grupo. De otra, creía que los editores de libros tenían que ser invisibles; su reconocimiento público, argüía, podría minar la confianza de los lectores en los escritores, y la de estos en sí mismos. Además, Perkins nunca le encontró la utilidad a discutir sobre su oficio; hasta que McCormick le invitó. A Kenneth McCormick, uno de los más capaces y reputados profesionales del mundo editorial, que practicaba a su vez la filosofía de Perkins de la modestia editorial, no era fácil decirle que no. O puede que Perkins percibiese cuánta fatiga y melancolía se había llevado consigo su propia longevidad; que sintiese que lo que correspondía era transmitir lo que sabía antes de que fuese demasiado tarde.
Introduciendo confortablemente los pulgares en los bolsillos de su chaleco, y haciendo uso de su ligeramente ronca y bien educada voz, Perkins comenzó a hablar. «Lo primero que han de recordar», dijo, sin encarar del todo a su audiencia, «es que un editor no añade nada a un libro. En el mejor de los casos, puede convertirse en la sirvienta del autor. No se les ocurra jamás sentirse importantes, porque como mucho un editor logra que se liberen ciertas fuerzas. No crea nada». Perkins admitió que había sugerido libros a autores que carecían de ideas propias en aquellos momentos, pero sostuvo que tales obras solían estar por debajo de las mejores, aunque llegaran a ser exitosas, financieramente y entre los críticos. «El mejor trabajo de un escritor», dijo, «proviene por entero de él mismo». Advirtió a los estudiantes contra la tentación que el editor tenía de introducir sus propios puntos de vista en la obra del autor, y también les aconsejó que no intentasen hacer de este lo que no es. «El proceso es muy simple», dijo, «si tienen a un Mark Twain no se obcequen en hacer de él un William Shakespeare, ni hagan de un Shakespeare un Twain. Porque a fin de cuentas un editor no puede sacar de un autor sino lo que ya existe dentro de él».
Perkins hablaba cuidadosamente, con el vacío timbre de quien tiene problemas de audición, como si le sorprendiese el sonido de su propia voz. Al principio, la audiencia hubo de esforzarse para oírle, pero a los pocos minutos ya había sintonizado con él hasta el punto en que cada sílaba les resultaba límpidamente audible. Le escucharon concentrados hablar sobre los electrizantes desafíos de su trabajo, sobre la búsqueda de lo que denominó una y otra vez «lo real».
Una vez Perkins hubo concluido el discurso que tenía preparado, Kenneth McCormick preguntó a la clase si tenían preguntas que hacerle. «¿Cómo era trabajar con Scott Fitzgerald?» fue la primera de todas.
Una sonrisa frágil afloró al rostro de Perkins mientras cavilaba unos segundos. Después respondió: «Scott siempre fue un caballero. A veces necesitaba apoyo extra —y despejarse—, pero su escritura era tan rica que merecía la pena». Perkins continuó narrando que Fitzgerald era relativamente simple de editar porque era un perfeccionista redomado en lo que se refería a su trabajo, en el que siempre se esmeraba. En todo caso, añadió Perkins, «Scott era especialmente sensible a las críticas. Las podía aceptar, pero como editor suyo tenías que estar muy seguro de cualquier cosa que le sugirieses».
La discusión derivó después hacia Ernest Hemingway. Perkins dijo que Hemingway necesitó respaldo al principio de su carrera, y más aun posteriormente, «porque escribía tan osadamente como vivía». Perkins creía que la escritura de Hemingway replicaba la virtud de sus héroes, el coraje, que él describiese como «actuar con gracia bajo presión». Hemingway, dijo, era capaz de sobre-corregirse a sí mismo. «Una vez me dijo que había partes de Adiós a las armas que había escrito hasta cincuenta veces». Y añadió que «es justo antes de que un autor destruya sus cualidades naturales cuando un editor ha de intervenir. Ni un segundo antes».
Perkins compartió con los asistentes historias acerca de Erskine Caldwell, y después hizo comentarios sobre sus escritoras más exitosas, entre las que estaban Taylor Caldwell, Marcia Davenport y Marjorie Kinnan Rawlings. Finalmente, y aunque la clase se había mostrado reacia a tocar un asunto tan delicado, surgieron preguntas acerca del Thomas Wolfe de los últimos tiempos, de quien Perkins se había distanciado. La mayoría de las cuestiones que se suscitaron en el resto de la velada concernían a la intensa relación entre Perkins y Wolfe, el empeño más arduo de su carrera. Durante años se había rumoreado que Wolfe y Perkins habían colaborado en la producción de las novelas más extensas del primero. «Tom», dijo, «era un hombre de enorme talento, un genio. Ese talento, como su visión de América, era tan vasto que ni un solo libro y ni siquiera una vida podían contener todo lo que él tenía que decir». A medida que Wolfe transponía su mundo a la ficción, Perkins sintió que era responsabilidad suya establecer ciertos límites —tanto en el tamaño como en la forma—. Y añadió: «Aquellas eran convenciones prácticas sobre las que Wolfe no podía dejar de pensar por sí mismo».
«Pero, ¿se tomó a bien Wolfe sus propuestas?», preguntó alguien.
Perkins se rio por primera vez en toda la tarde. Habló sobre el momento en que, a mediados de su relación, intentó que Wolfe eliminase una amplia sección de su Del tiempo y el río. «Era muy tarde, una noche calurosa, y estábamos trabajando en la oficina. Le expuse la cuestión y después me senté en silencio y me puse a leer el manuscrito». Perkins sabía que era esperable que Wolfe estuviera de acuerdo con dicha eliminación, porque las razones para ello eran art...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- DEDICATORIA
- SUMARIO
- CITA
- PRIMERA PARTE
- SEGUNDA PARTE
- TERCERA PARTE
- CUARTA PARTE
- AGRADECIMIENTOS
- A. SCOTT BERG