50 santos para llevar en el bolsillo
eBook - ePub

50 santos para llevar en el bolsillo

  1. 288 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

50 santos para llevar en el bolsillo

Descripción del libro

Es más fácil caminar con luz. Eso es lo que proporcionan los santos, con su ejemplo y su testimonio valiente. Y es lo que ofrece el autor: cincuenta santos al alcance de la mano, que vivieron vidas muy felices en tiempos similares a los actuales. Conociendo algunos detalles de su vida, será más fácil encontrarse con Dios, y caminar con ese mismo amor y esa alegría. "Ser amigo de los santos es ser también amigo de Dios".

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a 50 santos para llevar en el bolsillo de Antonio R. Rubio Plo en formato PDF o ePUB. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

ISBN del libro electrónico
9788432144158

1

SAN AGUSTÍN

UN VIAJE AL ABISMO DE LA CONCIENCIA

 
 
 
 
Hay mucha gente aficionada a la lectura de biografías. Sin embargo, los grandes personajes históricos suelen quedar distantes para el hombre corriente, incapaz de emular sus gestas, entre otras cosas porque está convencido de vivir en una sociedad muy diferente a la que ellos conocieron. Pese a todo, algunos personajes no solo trascienden los límites de su época sino que nos llevan a interrogarnos sobre nosotros mismos. Este es el caso de san Agustín, que creó un nuevo género literario con Las Confesiones. Esta obra supone la entrada del yo en la literatura universal, aunque, a diferencia de otros relatos en primera persona, el yo llegó de la mano de la humildad y la sencillez, del reconocimiento o confesión de que hay un único Dios del cual procede el hombre. Mil seiscientos años después, no se pueden leer Las Confesiones con indiferencia, pues es un libro que nos lleva a inquirir sobre nosotros mismos, a preguntarnos sobre el sentido de la vida, sobre la relación con Dios y con los demás seres humanos a lo largo de nuestro viaje terreno. Seguramente hubo lectores que dejaron el libro al poco de comenzar, pues en sus páginas irrumpe con energía una invitación a renovar la vida, que el hombre tiende a no valorar si no sabe entender lo que es el amor, pese a la aspiración a ser amado que está dentro de cada uno. De hecho, san Agustín es famoso por una cita tomada de su homilía sobre la Primera Carta de San Juan, «ama y haz lo que quieras». Si realmente lo haces por amor, puedes hacer lo que quieras. Y lo que produce una cierta tristeza a Agustín es no haber amado antes a Dios. Hubiera querido amarle desde el comienzo, aunque reconoce con toda sinceridad al principio de Las Confesiones: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y nueva, tarde te amé!».
El libro de san Agustín ha estado y está en muchas bibliotecas del mundo, pero probablemente no todos sus propietarios lo leyeron rescatándolo de las estanterías en las que estaba, clasificado o no, entre otros cientos o miles de ejemplares. Me dio que pensar una fotografía de la biblioteca de Thomas Edward Lawrence, más conocido por Lawrence de Arabia, situada en su casita de campo de Cloud Hills. Era una pequeña habitación con unos 1300 libros, desde el suelo hasta el techo, y entre esos volúmenes estaban Las Confesiones de san Agustín, en una edición lujosamente encuadernada y limitada a 400 ejemplares, impresa en Londres en 1900. En la portada se ve una imagen del santo obispo de Hipona junto a esta cita de Lc 15,10: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentirse». El legendario coronel Lawrence contaba entre sus libros favoritos Los hermanos Karamazov, Moby Dick y Así hablaba Zaratustra, tres obras en la que autores y personajes encierran una compleja personalidad, y en las que se palpa la soledad del individuo. Obras de búsqueda para un Lawrence que había escrito: «En algún lugar existe un Absoluto, es lo único que cuenta, y no acierto a encontrarlo». Si hubiera leído con detenimiento su ejemplar de Las Confesiones, aquel espíritu inquieto quizás hubiera logrado serenarse, pues sus páginas se adentran en el abismo de la conciencia, rebosan sinceridad, y buscan también un Absoluto. Pese a todo, en la tumba de Lawrence, alguien, acaso su madre, mandó grabar estas palabras: «Vendrá la hora, y ahora es, en que los muertos oirán la voz del hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán» (Jn 5, 25).
Quien debió de leer Las Confesiones fue Jean Jacques Rousseau, autor de una obra con idéntico título y publicada en 1782, al poco de su muerte. Ambos libros coinciden en la gran sinceridad de sus autores, siempre a la búsqueda de la felicidad, y con ansias rebosantes de amor y de amistad. La gran diferencia entre ellos es que Rousseau no solo desconoce el sentido del pecado sino también el arrepentimiento. Lo importante es desnudar los sentimientos. Quien es vanidoso, no tiene por qué ocultarlo. El filósofo ginebrino aspira a ser juzgado por los hombres, no por Dios, aunque tampoco le interesa el veredicto final desde el momento en que se ha autoproclamado inocente y virtuoso. La felicidad en Rousseau es efímera, pues se aferra a un pasado que nunca volverá, a la nostalgia de la madre, de los días soleados, de los paseos por la montaña... Por el contrario, en san Agustín hay pleno arrepentimiento. Reconoce el mal que ha hecho y que se ha alegrado de hacer, como en el conocido ejemplo de las peras robadas por pura diversión y arrojadas luego a los cerdos. En Rousseau solo vive el presente y el fugaz pasado, mientras que en san Agustín hay un futuro, llamado a ser eterno presente, para el encuentro con un Dios Amor que acoge a los pecadores.

2

SAN ALBERTO HURTADO

CHIFLADO POR CRISTO

 
 
 
 
Al poco tiempo de la elección del papa Francisco, empecé a profundizar en la vida y los escritos del que acaso sea el más importante santo de la historia de Chile: san Alberto Hurtado, canonizado por Benedicto XVI en 2005. No pocos han visto paralelismos entre el pontífice argentino y el santo chileno, pues ambos comparten la espiritualidad de la compañía de Jesús.
Alberto Hurtado Cruchaga (1901-1952) fue un jesuita joven, apasionado y entusiasta, un auténtico enamorado de Dios y un punto de referencia para quienes ven a Cristo en cualquier persona pobre y necesitada. Desbordaba de amor por Dios, y no es extraño que la frase más repetida —unas doce mil veces— en sus numerosos escritos, sea: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Creía que esto se hacía realidad por medio de la Eucaristía, que hace que dos sean uno. Además acostumbraba a recordar a quienes se cruzaba en su camino, a modo de norma suprema de conducta: «¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?». No es menos significativo que nuestro santo acostumbrara a llamar con cariño y suma delicadeza «patroncitos» a los pobres que no tenían casa, que padecían hambre y frío, y a los que recogería en el Hogar de Cristo, la institución por él fundada en 1944. En aquellos años su camioneta verde recorría las calles de Santiago de Chile buscando a los desposeídos para acogerlos en el Hogar. Después de todo, veía en ellos la imagen del Patrón, Dios, al que también llamaba cariñosamente Patroncito.
Afirmaba que había que dar a los pobres un trato justo, porque son hermanos en Cristo. Los pobres son Cristo y cualquier injusticia cometida con ellos es una bofetada al rostro de Cristo. Desamparar a los más pequeños de nuestros hermanos es desamparar al propio Jesús: «Se presenta bajo una u otra forma: preso en los encarcelados, herido en un hospital, mendigo en la calle; durmiendo con la forma de un pobre, bajo los puentes de un río». Estas palabras de san Alberto Hurtado nos siguen interpelando porque a los pobres los tendremos siempre con nosotros (Jn 12, 7), y es lamentable que sucedan escenas como la que oí comentar a dos mendigos que pedían en la puerta de una iglesia. Decían «buenos días» a los que entraban en el templo, pero la gran mayoría agachaba la cabeza y ni siquiera les respondía. O, si respondían el saludo, lo hacían en voz baja como si se avergonzaran de ello. Hay quien da unas monedas a los pobres, pero lo hace sin mirarles a la cara y de forma apresurada. Esa limosna seguramente llega menos a los pobres que si se hace con naturalidad. A este respecto, san Alberto decía que no solo hay que darse, sino que hay que darse con una sonrisa, y hacer la vida de los que nos rodean sabrosa y agradable.
Muchos santos deben a sus padres su vocación cristiana. En el caso de Alberto, huérfano de padre a los cuatro años, la piedad de su madre, Ana Cruchaga, marcó una huella profunda en su vida desde sus primeros años. También le influyó la atención que, pese a sus escasos recursos, su madre dispensó a los pobres. Nuestro santo conoció el desamparo desde muy niño, al igual que muchas de las personas a las que atendió a lo largo de su existencia. Con todo, Ana no dudó en acogerse a la hospitalidad de unos parientes en Santiago de Chile para sacar adelante a sus hijos Alberto y Miguel. Muchos años después, Alberto recordaría a un joven apesadumbrado por ofender a su madre, que ellas son el gran regalo del Patroncito: debía abrazar fuerte a la suya y pedirle perdón, porque la quería mucho. Él siempre tuvo presente a Ana, una de esas madres cristianas, que tanto saben de sacrificios escondidos y silenciosos, sobrellevados con la alegría de tener un hijo «chiflado por Cristo». Cualquier cristiano que quiera mucho a su madre terrena, suele ser al mismo tiempo un apasionado de la Madre del cielo, pues los hijos que aman al Hijo no pueden separarlo de su Madre. Un mes antes de su muerte, originada por un cáncer de páncreas que no le arrebató su alegría cristiana, Alberto decía a Marta Holley, colaboradora suya en el Hogar de Cristo: «La Virgen es la «Mamita»... Améla con toda el alma. Es la madre de Cristo y la dispensadora de todas las gracias. Entréguese a ella para que la guíe hacia Dios, siéntase una niña a su lado. Es nuestra madre».
Su colegio —San Ignacio en Santiago de Chile— influyó mucho en sus decisiones. En él descubrió Alberto su llamada a la compañía de Jesús. Allí conoció al padre Fernando Vives que despertó su interés por la doctrina social de la Iglesia. Con el paso del tiempo, ya jesuita, Alberto recordaría a los jóvenes que le seguían: «Ser católicos equivale a ser sociales». Luego llegaría su carrera de leyes, su ordenación sacerdotal y sus años de ampliación de estudios en España y Bélgica, hasta su definitivo regreso a Chile en 1936. Cinco años después, publicó ¿Es Chile un país católico?, un libro que causó un gran impacto. En su análisis mostraba a una nación con una profunda ignorancia religiosa, con un diez por ciento de asistentes a la misa dominical, pocos religiosos y sacerdotes de origen chileno, y un gran número de pobres en condiciones inhumanas. Este libro hacía hincapié en que Chile necesitaba cristianos de verdad, hombres de bien y chiflados por Cristo. San Alberto estaba denunciando la superficialidad de su época, en muchas cosas nada diferente de la nuestra, con un predominio del egoísmo y del ansia de placeres, con un temor irracional al esfuerzo y sin alegría de vivir. El libro no era un diagnóstico pesimista sino una exhortación a huir de la mediocridad y de la vida fácil, siendo duro duro con uno mismo y blando con los demás.
A lo largo de la década de 1940, en las conferencias y retiros espirituales para señoras que san Alberto pronunciaría con su habitual entusiasmo, que no era mero optimismo sino la alegre conciencia de su filiación divina, tenía siempre en mente el ejemplo de los primeros cristianos, que eran un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32): «¿Cómo se salva a un hombre? Amándolo, sufriendo con él, haciéndose uno con él, en el dolor, en su propio sufrimiento. No con discursos, que no cuesta nada pronunciarlos; con sermones que no cambian nuestras vidas; ¡sino con la evidente demostración del amor! La Iglesia no necesita demostradores, sino testigos».
Un ex presidente, el socialista Ricardo Lagos, llegó a calificarle de «nuevo padre de la patria».

3

SAN ALBERTO MAGNO

EL DON DEL DISCERNIMIENTO

«Sacó muchas cosas del océano infinito de los hechos». Estas palabras de un filósofo tan crítico como Roger Bacon son el mejor elogio de san Alberto Magno, el teólogo que no despreció los saberes contenidos en los escritos de pensadores no cristianos, desde Aristóteles a Avicena y Maimónides, lo que le ganaría merecidamente el sobrenombre de Doctor Universalis. Pero su afán por el estudio venía desde su adolescencia, cuando cambió la carrera de las armas por los estudios en la universidad de Padua. Allí cursó Derecho y Ciencias Naturales, aunque lo que más le atraía eran las ciencias experimentales.
Una de sus principales aportaciones a la cultura occidental y, en definitiva, cristiana, fue el tomar conciencia de la importancia de la obra de Aristóteles, base de la filosofía escolástica. Esta alcanzó sus máximas cotas gracias a uno de sus principales discípulos en Colonia, Tomás de Aquino, perteneciente como él a la orden de los dominicos. Se solía citar a Aristóteles, pero ¿cuántos lo habían leído en su integridad? Para Alberto este interés no era incompatible con su gran conocimiento de las Sagradas Escrituras, y destacará por sus comentarios al evangelio de san Lucas. Sin embargo, consideraba que había que leer a Aristóteles, pues estaba convencido de que allí también encontraría destellos de un Dios que ha dejado su presencia en todas partes. Esto le llevaría a leer la Metafísica, la Física, la Ética a Nicómaco y la Política, entre otras obras. Sin embargo, no se limitó a restaurar el pensamiento de Aristóteles sino que se ganó el derecho a interpretarlo. Se ganó su autoridad con esfuerzo, y regresó al punto de partida para convertirse en un gran contemplativo. Las ansias de saber no pueden quedarse en la esterilidad de la autosatisfacción. Lo que importa es hacerlo todo teniendo en cuenta a Dios, tal y como había expuesto el Apóstol: «Si coméis o bebéis, o hacéis alguna otra cosa, hacedlo para la gloria de Dios» (1Cor 10, 31). San Alberto lo expresaba en estos términos: «Querer todo lo que yo quiero para la gloria de Dios, al igual que Dios quiere para su gloria todo lo que Él quiere».
Su principal don fue el del discernimiento, pues sus estudios le servían para profundizar en la verdad y difundirla entre los hombres. Quien realmente busca la verdad, no tiene ningún temor. Solo pueden tener miedo quienes parten de juicios preconcebidos, los que diseñan primero la teoría y luego tratan de adecuar los hechos, forzadamente si es necesario, de modo que encajen en esa teoría. En cambio, Alberto demostró ser un auténtico espíritu libre en la investigación, que difícilmente habría encajado en algunos centros de investigación actuales, prisioneros de dogmas ideológicos. Son los que plantearían la pregunta de Pilato, «¿Qué es la verdad? (Jn 19, 35), una cuestión que no aguarda ni desea ninguna respuesta. Son los que niegan que haya que buscar un signific...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Prólogo
  4. Introducción
  5. 1. San Agustín
  6. 2. San Alberto Hurtado
  7. 3. San Alberto Magno
  8. 4. Santa Ángela de la Cruz
  9. 5. San Antonio de Padua
  10. 6. San Antonio María Claret
  11. 7. San Benito de Nursia
  12. 8. San Bernardo
  13. 9. Santa Brígida de Suecia
  14. 10. San Buenaventura
  15. 11. Santa Catalina de Siena
  16. 12. San Cayetano
  17. 13. San Charbel Makhlouf
  18. 14. Santos Cirilo y Metodio
  19. 15. Santo Domingo de Guzmán
  20. 16. San Francisco de Asís
  21. 17. San Francisco Javier
  22. 18. San Francisco de Sales
  23. 19. Santa Genoveva Torres Morales
  24. 20. San Ignacio de Loyola
  25. 21. Santa Isabel de Hungría
  26. 22. Santa Isabel de Portugal
  27. 23. San José
  28. 24. San José de Calasanz
  29. 25. San Josemaría Escrivá de Balaguer
  30. 26. San José María Rubio Peralta
  31. 27. San Juan de Ávila
  32. 28. San Juan Bautista de la Salle
  33. 29. San Juan de la Cruz
  34. 30. San Juan de Dios
  35. 31. San Juan María Vianney
  36. 32. San Juan XXIII
  37. 33. San Juan Pablo II
  38. 34. Santa Juana Francisca de Chantal
  39. 35. Santa Luisa de Marillac
  40. 36. Santa Maravillas de Jesús
  41. 37. Santa María Magdalena
  42. 38. San Pablo apóstol
  43. 39. San Pedro apóstol
  44. 40. San Pedro Poveda
  45. 41. Beata María Pilar Izquierdo Albero
  46. 42. San Pío X
  47. 43. Beata Teresa de Calcuta
  48. 44. Santa Teresa de Jesús
  49. 45. Santa Teresa de Lisieux
  50. 46. Santa Teresa Benedicta de la Cruz
  51. 47. Santo Tomás de Aquino
  52. 48. Santo Tomás Moro
  53. 49. San Vicente de Paúl
  54. 50. Beato Vladimir Ghika
  55. Créditos