La muerte de la clase liberal
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La muerte de la clase liberal

  1. 300 páginas
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La muerte de la clase liberal

Descripción del libro

Durante décadas, la clase liberal ha sido un mecanismo de defensa contra los peores excesos del poder. Posibilitaba formas limitadas de disidencia y cambio, y servía como baluarte contra los movimientos más radicales, ofreciendo una válvula de escape para la frustración y el descontento popular, y desacreditando a quienes planteaban un cambio estructural profundo. Sin embargo, una vez perdido su papel social y político, la clase liberal y sus valores se han convertido en objeto de burla y odio. La bancarrota del liberalismo ha abierto la puerta a los protofascistas, y los pilares de la clase liberal —prensa, universidades, movimiento obrero, Partido Demócrata e instituciones religiosas— se han derrumbado. Las clases más pobres, e incluso la clase media, ya no disponen de un contrapeso efectivo, por lo que la clase liberal se ha vuelto irrelevante para la sociedad en general y también para la élite del poder empresarial al que una vez sirvió. En esta contundente crítica Chris Hedges acusa abiertamente a las instituciones liberales de haber distorsionado sus creencias básicas con el fin de apoyar un capitalismo sin restricciones, un absurdo estado de seguridad nacional y unas desigualdades de ingresos y redistribución de la riqueza sin parangón en la historia reciente. Para Hedges, la "muerte" de la clase liberal ha creado un profundo vacío en la vida política, que están tratando de llenar los especuladores, los promotores de la guerra y las demagógicas milicias del Tea Party.

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Información

Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788494504389
03
El desmantelamiento de la clase liberal
«Para los que aún conservamos una inquebrantable animadversión a la guerra, ha sido una amarga experiencia observar la unanimidad con la que los intelectuales estadounidenses se han lanzado a apoyar el recurso a la técnica de la guerra en la crisis en que se encuentra Estados Unidos. Socialistas, profesores universitarios, publicistas, periodistas de The New Republic y literatos han rivalizado por avalar con su fe intelectual el derrumbe de la neutralidad y el remachado de la mentalidad bélica en otros cien millones de habitantes del mundo. Y los intelectuales no se conforman con refrendar nuestro beligerante gesto. Ahora proclaman con suficiencia que eran ellos los que realmente lo querían, frente a las dudas y las obtusas percepciones de las masas demócratas estadounidenses. ¡Una guerra deliberadamente librada por los intelectuales! ¡Un sereno veredicto moral aprobado a regañadientes después de un penetrante estudio de datos inexorables! ¡Masas aletargadas, demasiado apartadas del conflicto mundial como para agitarse con él, demasiado carentes de intelecto como para percibir el peligro!»
Randolph Bourne
(La guerra y los intelectuales)47
Escoltado por un escuadrón de caballería por temor a un atentado anarquista, Woodrow Wilson abandonó la Casa Blanca una lluviosa tarde de abril de 1917 en dirección al Capitolio para pedir al Congreso que declarara la guerra a Alemania. Los doce minutos de trayecto los realizó sin su familia, que se le había adelantado, y entró en la abarrotada Cámara de Representantes en medio de enfervorizados aplausos. Ante la sesión conjunta de las dos cámaras del Congreso, comenzó su discurso adoptando un tono pausado, coloquial. Se limitó a enumerar los acontecimientos ocurridos desde que Estados Unidos cortara las relaciones diplomáticas con Alemania. Calificó de ataque contra toda la humanidad la guerra submarina germana, que había producido el hundimiento de cargueros estadounidenses. Declaró que en su día había pensado que la neutralidad armada sería útil, pero que ahora estaba convencido de su ineficacia.
«Hay algo», afirmó Wilson, «por lo que no podemos optar, algo que somos incapaces de hacer: no optaremos por la senda de la sumisión ni permitiremos que se desatiendan o vulneren los derechos más sagrados de nuestra Nación y nuestro pueblo».
El presidente del Tribunal Supremo Edward Douglas White, veterano de la Guerra Civil en el bando de los confederados, que estaba sentado junto a los demás miembros de esa instancia judicial en la primera fila del estrado desde el que hablaba el presidente, interrumpió a este con aplausos que, tras contagiarse a todos los reunidos, no tardaron en atronar por toda la cámara.
«Profundamente consciente de la solemnidad e incluso del carácter trágico del paso que estoy dando», continuó Wilson,
y de las graves responsabilidades que conlleva, pero obedeciendo sin dudar al que considero mi deber constitucional, pido al Congreso que proclame que las recientes acciones del Gobierno imperial alemán no son, en realidad, más que una declaración de guerra contra el Gobierno y el pueblo de los Estados Unidos; que acepte formalmente la condición de beligerante que de este modo se le ha impuesto y que de forma inmediata tome medidas no solo para poner el país en un estado de defensa más riguroso, sino que también utilice todo su poder y dedique todos sus recursos a someter al Gobierno del Imperio alemán y a poner fin a la guerra.
En ese momento, el juez White, un segregacionista acérrimo que gustaba de obsequiar a sus oyentes con batallitas heroicas demasiado fantásticas para ser creíbles, profirió algo que a muchos de los asistentes les sonó al grito de batalla de los confederados. Los congregados respondieron poniéndose de pie y lanzando aclamaciones y vítores. Wilson, que en 1916 había basado su campaña para la reelección en el lema «él nos mantuvo fuera de la guerra», había cambiado radicalmente. Pedía al Congreso que enviara tropas estadounidenses a la brutal guerra de trincheras y a la matanza industrial que estaba desgarrando Europa y que ya había segado la vida de millones de muchachos. Y todo eso a pesar de que Estados Unidos era una nación díscola y dividida, que seguía viendo con profundo escepticismo su participación en el sacrificio al que Europa se entregaba. En un país de cien millones de habitantes, 14,5 habían nacido fuera de sus fronteras, entre ellos 2,5 en Alemania, y la hostilidad hacia Inglaterra, sobre todo entre los inmigrantes nacionalistas alemanes e irlandeses, era enorme. El pacifismo, un legado todavía muy generalizado del gravoso fratricidio de nuestra Guerra Civil, tenía entre sus paladines a conocidos oradores como William Jennings Bryan. Muchos de los estadounidenses que vivían en apartadas comunidades rurales se mostraban profundamente aislacionistas y recelosos del Gobierno, además de estar mal informados sobre la situación del mundo. Esa era una resistencia que habría que superar.
Con todo, la decisión de declarar la guerra se ratificó con rapidez. El Senado votó a favor por 82 votos frente a 6. La Cámara de Representantes lo hizo por 373 frente a 50. La guerra se declaró el 6 de abril, cuatro días después de la alocución de treinta y seis minutos de Wilson.
La Primera Guerra Mundial abrió las puertas de la modernidad. Nos legó el asesinato de carácter industrial —guerras que se libraban con máquinas y que se mantenían gracias a la producción industrial—, así como enormes burocracias bélicas, que por primera vez podían administrar y organizar de forma impersonal matanzas masivas que duraban meses o años y que en un instante podían acabar con la vida de cientos o miles de personas, que en muchos casos no llegaban a ver a sus atacantes. Las batallas de la Guerra Civil estadounidense no solían durar más de dos o tres días, en tanto que las de la nueva guerra industrial podían enconarse durante semanas y meses, gracias al flujo constante de municiones, líneas de abastecimiento a gran escala y transportes mecanizados que llevaban a las tropas hasta el campo de batalla en barco, tren y vehículos de motor. Para la guerra se podía recurrir a toda la capacidad industrial y organizativa de una nación, y también a sus centralizados sistemas de información y control interno. La Primera Guerra Mundial alumbró el terrible leviatán de la guerra total.
Igualmente aciago fue que la guerra desencadenara nuevas y radicales formas de propaganda y de manipulación masivas, que posibilitaron el manejo de la opinión pública mediante innovaciones tecnológicas como la radio, el cine, la fotografía, las publicaciones baratas para el gran público y las artes gráficas. Con astucia, la propaganda masiva explotó las nuevas interpretaciones de la psicología de masas, dirigida por pensadores como Gustave Le Bon (Psicología de las masas), Wilfred Trotter (Instincts of the Herd in Peace and War [El instinto gregario en la guerra y la paz], Graham Wallace (Human Nature in Politics [La naturaleza humana en la política] y Gabriel Tarde («La opinión y la conversación»), así como la obra de pioneros de la psicología como Sigmund Freud.
La guerra acabó con valores y autopercepciones que en su día habían caracterizado la vida estadounidense, y los sustituyó por el miedo, la desconfianza y el hedonismo de la sociedad de consumo. La nueva propaganda de masas, más concebida para apelar a las emociones que para difundir hechos, demostró su enorme utilidad a la hora de enterrar ideas y valores alternativos. Llegó a vilipendiar a todo aquel que no se sirviera del lenguaje utilizado con las masas por las grandes empresas y el Estado. Esta situación presagió un profundo cambio cultural y político. Sofocó un breve y enérgico periodo reformista de la historia de EE UU, durante el cual los movimientos de masas, enfurecidos por los abusos de la oligarquía estadounidense, habían cundido por todo el país en demanda de cambios profundos. El ascenso de la propaganda de masas, posibilitado por la guerra industrial, acabó realmente con el populismo.48
Las agitaciones políticas registradas en los años previos a la guerra habían colocado a numerosos populistas y reformistas en puestos de poder, entre ellos a socialistas que, por vía electoral, llegaron a las alcaldías de Milwaukee y Schenectady. Aunque algunos mantuvieron el cargo hasta la década de 1950, la guerra describiría una nueva trayectoria para el país. La propaganda bélica no solo reforzó el apoyo a la guerra, incluso entre progresistas e intelectuales, sino que también desacreditó a disidentes y reformistas, tachándolos de traidores.
El ascenso de la propaganda de masas apuntó a la primacía de Freud, que había descubierto que la manipulación de mitos e imágenes poderosos, al apelar a miedos y deseos inconscientes, podía hacer que hombres y mujeres acogieran de buen grado su propio sometimiento e incluso su autodestrucción. Lo que Freud y los grandes investigadores de la psicología de masas comprendieron fue que las emociones no se subordinaban a la razón. Más bien, era al revés. Antes de la Primera Guerra Mundial, gran parte del pensamiento estadounidense, heredero del nacido en Europa después de la Ilustración, partía de la base de que la razón podía imponerse, de que en la esfera pública el puntal más sólido y eficaz del debate era la racionalidad. Se soñaba con una «dialéctica pura», encarnada en datos, hechos, postulados, deducciones o inducciones ajenas a emociones y condicionamientos. Por su parte, lo que Freud y los psicólogos de masas habían descubierto, y con ellos sus ahijados los propagandistas de masas, era una profunda verdad psicológica que quizá quienes antes y mejor la hubieron captado fueran los filósofos y retóricos de la Grecia clásica. Los filósofos helenos rendían tributo a la razón, en su calidad de nous, reflejo de la verdad divina representada en la mente humana. Pero su formación, antes que dialéctica, era retórica. Para poder influir en la opinión pública y conformarla, la argumentación lógica debía tener una resonancia retórica, emocional. Primero en la colina de Pnyx ateniense y después en el foro romano, los retóricos recurrieron a poderes de persuasión basados en la razón y los hechos. Muchos filósofos clásicos, empezando por Platón, advirtieron de que la apelación a los sentimientos solo era buena en la medida en que lo fuera el hombre que a ellos apelaba. Pero en la propaganda de masas del siglo XX esta advertencia se dejó a un lado. De lo que se trataba era de influir y de utilizar cualquier medio para hacerlo. Para despertar en las masas las emociones que se pretendían, se dejó a un lado el aspecto moral de la persuasión pública. Como ya sabían los griegos, y como Freud y sus seguidores redescubrieron, la ilusión de la «dialéctica pura» no era más que eso, una ilusión.
La contienda, vendida con lemas sencillos como «la guerra que pondrá fin a todas las guerras» o «la guerra que hará del mundo un lugar seguro para la democracia», más que castrar a intelectuales, artistas y progresistas, los sedujo. Su entusiasta adopción por parte de muchos intelectuales y disidentes asombró a los pocos inquebrantables, que, como Randolph Bourne y Jane Addams, observaron con horror cómo la nación se precipitaba hacia la locura bélica. Los grandes periodistas de investigación, los artistas y los progresistas que habían utilizado su talento para desvelar los abusos que sufría la clase obrera secundaron el esfuerzo bélico.
El 22 de marzo de 1917, doce mil personas, atizadas por los ataques alemanes contra cargueros estadounidenses y las encendidas proclamas de condena aparecidas en la prensa, se reunieron en el Madison Square Garden neoyorquino para pedir la declaración de guerra durante un mitin organizado por el Comité Estadounidense de Derechos. Al día siguiente, y abandonando su oposición, William English Walling, Charles Edward Russell, Upton Sinclair y casi todos los demás líderes intelectuales del Partido Socialista, hicieron un llamamiento a la guerra. El movimiento antibelicista se vino abajo y sufrió múltiples deserciones, entre ellas las de figuras inquebrantables como el gobernador Arthur Capper de Kansas, que el 24 de marzo anunció que Estados Unidos tenía que luchar para defenderse de los «ataques asesinos [de Alemania] contra la vida y los derechos humanos».49 Los predicadores de los púlpitos más destacados del país bendijeron el llamamiento a las armas, y las pocas voces que continuaron resistiéndose a la embriaguez bélica se vieron atacadas. Por ejemplo, el rector de la Universidad de Princeton, John Grier Hibben, se negó a permitir que el pacifista David Starr Jordan, exrector de Stanford, hablara en el campus. A Jordan le acogieron en la Primera Iglesia ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Autor
  4. Contenido
  5. Cita
  6. 01. Resistencia
  7. 02. La guerra permanente
  8. 03. El desmantelamiento de la clase liberal
  9. 04. La política como espectáculo
  10. 05. Desertores liberales
  11. 06. Rebelión
  12. Agradecimientos
  13. Bibliografía