
- 112 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Tambor de arranque
Descripción del libro
Un matrimonio joven, al borde de la desintegración, viaja a un pueblo de provincia con la idea de comprar un auto. "Puede ser lo último que hagamos juntos si las cosas no van bien", dice Leo, el protagonista. Y las cosas no van nada bien. Todo lo contrario. De aquí en adelante, Tambor de arranque contará varias historias a la vez: el declive final de la joven familia, la disolución existencial del protagonista y el refugio familiar por el que opta su mujer.
Los objetos asumen en este contexto una presencia excluyente: s on metáforas de las ilusiones grises, pero ilusiones al fin, propias de una época de decadencia, narrada a la manera de cuadros hasta el derrumbe final.
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Información
Categoría
LetteraturaCategoría
Letteratura generaleParte uno
UN SUSTITUTO DEL PARAÍSO
Es importante que los primeros años de tu hijo sean años de pobreza familiar, como los primeros años de cualquiera. Con el correr del tiempo, la situación se afianza (o no) pero, sea cual sea el caso, esos primeros años deben ser de austeridad: así la vida empieza desde el principio. Eso era lo que pensaba Leo Ferro y de esa manera intentaba criar a su hija, aunque hubiera en esa manera menos una determinación ética que motivos urgentes, de verdadera necesidad.
Unos días atrás, cuando vio con Isabel el aviso del auto en los clasificados del diario y se decidieron a probar suerte, Leo pidió permiso a Víctor, su vecino de enfrente, para plantar un árbol en su cantero: el de los Núñez era el lado derecho de la calle, el lado reglamentario, y ahí estacionarían el Taunus una vez que Isabel y Leo lo hubieran comprado.
Víctor dijo que no había problema, que él mismo estaba buscando un sustituto del paraíso desde que Andrea lo había convencido de sacarlo a causa de la mugre que dejaban los frutos (las bolitas) y por ser un tipo de árbol especialmente atractivo para las arañas, hecho que podía comprobarse cuando se prendían de noche los faroles de sodio y quedaban a la vista las ramas unidas por telarañas brillantes. Víctor estaba de acuerdo, siempre que no fuera otro paraíso.
Esa mañana de sábado, el día anterior al viaje a San Jorge, Leo golpeó la puerta del vecino para avisar que empezaban con el trabajo. Él le dijo hago mate pero Leo lo rechazó con gentileza explicando que había mateado con Isa hasta recién. Ahora Víctor miraba a Leo y a su hija desde la ventana de arriba, no por vigilar sino para matar el tiempo hasta que su mujer volviera del trabajo a mediodía. Además de Leo y su hija, solamente quedaban en la cuadra dos chicos de la pensión de estudiantes a un par de casas de distancia, con un porrón caliente y sin etiqueta entre ellos. Sentados contra la pared de la pensión, miraban cómo el viento corría las hojas de una casa a la siguiente. Habían levantado el cuello de sus camperas y ya no hablaban. A pesar del sol, les había entrado el frío.
Esa mañana, Leo había caminado las diez cuadras que lo separaban de su vivero preferido. Volvió con un fresno joven debajo del brazo y una vez en casa despertó a Sofía para que lo plantaran juntos. A Isabel le pareció una buena idea. Ella se quedaría mirando la tele y colgando en el patio la ropa lavada del sábado.
–¿Qué árbol es? –preguntó Sofía cuando Víctor se metió en su casa.
–Un fresno. Como aquel –dijo Leo, y señaló el árbol pelado que tenían los chicos encima de sus cabezas, llenas del porrón de la noche. Llevaban gorras (uno de lana y el otro de visera) y los dos necesitaban un baño.
–Son todos iguales los árboles. Nunca me voy a aprender los nombres.
–En invierno son más parecidos.
Leo trazó con el talón de la zapatilla un círculo en el pasto de la vereda, más o menos en el lugar donde estuvo el paraíso. Después miró hacia arriba y levantó el pulgar. Víctor sonrió desde atrás del vidrio.
–¿Y cuánto demora en crecer? Está muy flaco ahora.
–Con tres años ya puede tirar una buena sombra. Crecen rápido.
–Uf. Es un montón.
Leo había traído desde la casa una bolsa de tierra y otra de fertilizante. Sofía sostenía la pala con las dos manos. Leo se la pidió con un gesto y Sofía se la alcanzó.
–¿Y qué auto es?
–Un Taunus.
–¿Cuál es el Taunus?
–Uno perfecto para ser nuestro primer auto.
Su hija tenía los ojos arrugados por el sol, lo que había acentuado el sentido interrogativo de las preguntas. Se llevó el pelo detrás de la oreja y dijo:
–Un Taunus. No lo conozco. Los autos son todos iguales.
Leo clavó de punta la pala en el centro del círculo. La tierra estaba blanda y de un solo movimiento pudo remover la capa de césped. El trabajo sería rápido. Hacía falta cavar medio metro, un pozo lo suficientemente profundo como para que le tomara años a las raíces tocar la superficie pero no tanto como para que el tronco del fresno se asfixiara.
–¿Qué hago?
–Desembolsá el árbol.
El fresno tenía una bolsa que cubría las raíces con unos agujeros del tamaño de tapitas de cerveza. Por ahí respiraban las raíces. Sofía la desató.
–¿Y alcanza este arbolito para taparlo?
Leo midió la profundidad del pozo haciendo llegar las raíces hasta el fondo. No era suficiente.
–Después de unos tres años seguro que sí.
–¿De cuánto es el auto?
Leo volvió a agarrar la pala.
–De cuánto qué.
–¿Es muy largo?
–Unos tres metros. El fresno seguro hace una sombra de cuatro metros. –Leo dio tres pasos–. Desde donde estás hasta acá más o menos.
Sofía hizo un gesto que significaba “entonces era un auto grande”. Leo miró la calle en la que apenas se movía el tráfico de sábado. Volvió al pozo.
–Mirá el Tato, ja ja –dijo su hija.
El perro de la cuadra se rascaba el lomo contra el asfalto. Era el sol de mediodía abriéndose paso en el frío que lo hacía revolcarse. Sofía se le acercó corriendo. Ella le había puesto Tato y toda la cuadra le decía así, salvo en la gomería de la esquina. Los gomeros habían adoptado al perro. O más bien lo encerraban de noche. A menudo se olvidaban de alimentarlo y Leo había visto al Tato más de una vez tomar agua de las cunetas y romper bolsas de basura. También había visto cómo los gomeros se limpiaban la grasa de las manos en el lomo del perro cuando trabajaban sin guantes.
El Tato estaba flaco y lagañoso pero todavía era un perro alegre. Después de consultarlo con Isabel, Leo le dijo al dueño de la gomería, un negro petiso y duro con pinta de entrenador de boxeadores, que ellos podrían adoptar al Tato.
–¿Adoptar a quién? –había dicho el gomero, aunque sabía perfectamente a lo que se refería.
–Al perro –dijo Leo.
–Ah. El perro es mío. Me cuida el negocio cuando cerramos –dijo el gomero y hundió una cámara en la pileta de agua oscura para ver dónde estaba el pinchazo. A veces Leo perdía la fe en sus vecinos.
Ahora el perro se dejaba rascar la panza por Sofía y se pasaba la lengua por los labios. Parecía reírse con los dientes afuera. Al otro lado de la calle, Isabel había salido hasta la puerta y cuando cruzaron miradas, ella le sonrió. Leo volvió al trabajo. Isabel entró en la casa.
Con la siguiente palada, chocó de punta contra una superficie dura. Paró. No era la continuación del cordón: Leo no había cavado tan cerca del límite. Era un bloque de color rojo. Cuando Leo lograba picar la capa roja, aparecía una parte blanca como un hueso. Esa otra parte era imposible de picar.
Leo pensó. Capaz fuera un conducto instalado por la compañía del gas para proteger las redes. Capaz el contrapiso de la vereda cuando la ciudad era más baja. Detrás de él, el perro se rascó con un ruido seco.
Cavó en dos minutos un pozo gemelo y pegado al anterior. Lo mismo. Cavó un tercer pozo. La progresión era siempre igual: césped y tierra seca arriba, tierra cada vez más blanda y húmeda después. Abajo la piedra.
Sofía le preguntó si estaba todo bien pero su padre no respondió. Ella cruzó la calle y se metió en la casa. El Tato volvió a la gomería.
Casi toda la tierra del largo del cantero había sido removida cuando llegó Andrea con el trajecito de la empresa de celular todavía puesto. Había visto el movimiento desde la esquina y una vez al lado de Leo se sacó los lentes de sol.
–¿Qué hacés? –preguntó.
–Todo bien –respondió Leo sin mirarla. Quedaba solamente uno de los estudiantes con el porrón al lado. Hasta ese momento parecía dormir pero la situación atrajo su atención. Era el estudiante con el gorro de lana.
–Digo qué haces cavando.
–Me choqué con una piedra. Estoy tratando de ver dónde termina.
–¿Quién te dio permiso?
En ese momento Leo entendió. Andrea no lo sabía, su marido no le había dicho nada. Desde el principio, cuando llegaron al barrio dos años atrás, Leo había detectado ese carácter en Víctor. Se olvidaba de las cosas. Se dejaba dar órdenes por su mujer. Cualquiera de las dos razones era suficiente para no decirle nada a su esposa.
Leo miró hacia arriba pero Víctor ya no estaba en la ventana. Después miró al pendejo del porrón. Había cerrado los ojos otra vez al sol del mediodía. Parecía sonreír.
–Es para darle sombra al auto.
–¿Qué auto?
–Queremos comprar un auto con la Isa.
Andrea había llevado hacia atrás los lentes de sol sobre su pelo tirante y por algún motivo eso agravaba la situación.
Si ella hubiera llegado un momento después o si Leo hubiera encontrado un poco antes el modo de cavar más hondo, el fresno ya estaría plantado y nada de esto estaría ocurriendo.
Leo se pasó la muñeca por la frente y la sacó más húmeda de lo que pensaba.
–Por favor, tapá el agujero –dijo Andrea.
–Hablá con tu marido.
–Yo voy a hablar con mi marido pero vos andá tapando el agujero.
Antes de que Leo pudiera responderle, ella le había cerrado la puerta en la cara. Leo agarró la pala y le dio con fuerza al bloque. Sintió una correntada de sangre que venía de los brazos y se juntaba en sus pectorales. Se le hincharon las venas del cuello, una gota de transpiración cayó en la pala. No se rompería ni siquiera dándole así, con todas sus fuerzas. Le dio una segunda vez. Después agarró el fresno y cruzó la calle con las raíces soltando tierra.
Su casa estaba más fría que la calle pero Leo estaba preparado para el cambio de temperatura. Hervía. Isabel lo vio pasar de largo por la cocina y encarar directo al patio. Al asomarse vio también cómo él tiraba el fresno a un costado del asador contra la bici de Sofía, el tronco flaco del árbol que se doblaba y volvía a estirarse para quedar atravesado en el piso.
Leo volvió a entrar y se desplomó en el sillón. El televisor puesto en el noticiero de internacionales sonaba a todo parlante para que Isabel pudiera escucharlo por encima del lavarropas. Ahora ella estaba junto a él. Cuando le sacó el volumen al televisor, fue posible escuchar el chasquido de las fundas de almohada colgadas afuera. Leo escuchó cómo se llenaban de aire y cómo se vaciaban de golpe. También se escuchó el timbre.
–¿Qué pasa?
Él no respondió. Miraba la pantalla sin sonido. El timbre volvió a sonar.
–Leo, ¿por qué no plantaste el árbol?
Esta vez se sintió un timbre largo y tres cortos. Isabel dio un salto y se alejó corriendo para atender.
Desde el sillón Leo pudo escuchar cómo Andrea le gritaba a su mujer. Tapen ese agujero, no se lo vamos a pedir dos veces. Víctor no habló, si es que estaba ahí. Isabel tampoco. Andrea dijo algo de la bolsa de tierra fresca y de la bolsa de fertilizante. Esta basura. Tu marido. En la pantalla, la imagen estaba suspendida en un mundo que giraba silencioso sobre su propio eje, su cáscara azul y verde. Ahora Leo conocía su composición: tierra, agua y, en el fondo, piedra.
LO MÁS PARECIDO A SU CASA
No habíamos ahorrado un año entero para comprar un auto; queríamos una cama. Un buen somier matrimonial con el juego de sábanas de setecientos hilos y uno de esos acolchados de colores que hacen pensar a quien se acuesta en un mundo feliz y ordenado; no digo que iría a cambiarnos la vida pero capaz una nueva cama fuera parte de la solución. Veníamos durmiendo muy mal.
Pero una tarde a fines de mayo vimos sobre la mesa de la cocina el recuadro en los clasificados mientras tomábamos café y corregíamos exámenes.
–¿Estás seguro? –preguntó Isa.
–No –respondí–. No estoy seguro.
Lo que sí sabía era esto: yo nunca había tenido mi propio auto.
–No sé, Leo.
Nadie estaba seguro.
–Hay que ir a verlo –dije–. Un Taunus es un buen auto para empezar y capaz lo tenemos a tiro. El aviso dice OFERTÓN.
–¿No podés consultar el precio desde acá?
–Siempre es mejor preguntar personalmente. Así se puede arreglar.
Ella no dijo nada. Miró la calle donde las lámparas ya habían empezado a calentar; te hacían pensar en un invierno crudo antes de alcanzar su color definitivo.
–¿Qué puede pasar? –dije.
Pero también yo sabía lo que podía pasar.
–Los ahorros son de los dos –dijo ella.
–Probemos –dije.
Podía ser lo último que hiciéramos juntos si las cosas no iban bien.
El aviso apareció en el diario de la ciudad pero la venta se hacía unos 150 kilómetros al oeste, sobre el camino viejo a San Jorge. Para el caso, le pedí prestada a mi hermano la Renault 12 break, arreglé con Robles, el dueño del Taunus, un encuentro para el domingo siguiente y la noche anterior al viaje lo llamé a su celular. Me dijo que tenía que vender rápido el auto, más rápido que la última vez que habíamos hablado, para entregar a su mujer la mitad que le correspondía. Mis expectativas crecieron (capaz el apuro lo hiciera considerar nuestra oferta) y en ese momento me sentí con fuerzas suficientes para é...
Índice
- Cubierta
- Biografía
- Créditos
- Dedicatoria
- Cita
- Índice
- Parte 1
- Parte 2
- Agradecimientos