Anexos
Discurso del 27 de enero de 2005 en nombre de los ex prisioneros judíos, en ocasión de la ceremonia internacional de conmemoración del sexagésimo aniversario de la liberación del campo de Auschwitz-Birkenau.
Es con el corazón oprimido que me dirijo a todos ustedes, aquí reunidos. Hace sesenta años, caían las barreras electrificadas de Auschwitz-Birkenau y el mundo descubría con estupor la masacre más grande de todos los tiempos. Antes de la llegada del Ejército Rojo, la mayoría de nosotros fuimos arrastrados en esas marchas de la muerte durante las cuales muchos sucumbieron al frío y al agotamiento.
Más de un millón y medio de seres humanos habían sido asesinados: la mayor parte de ellos fue gaseada al llegar, simplemente porque habían nacido judíos. En la rampa, aquí cerca, los hombres, las mujeres y los niños, sacados de los vagones con brutalidad, eran seleccionados en un segundo con un simple gesto de los médicos de la SS. Mengele se había atribuido el derecho de vida o muerte sobre cientos de miles de judíos, que habían sido perseguidos y cazados hasta los rincones más lejanos de la mayoría de los países del continente europeo.
¿Qué hubiera sido de ellos, de los millones de niños judíos que fueron asesinados en su infancia o adolescencia, aquí o en guetos o en otros campos de exterminio? ¿Acaso hubiesen sido filósofos, artistas, grandes sabios o simplemente hábiles artesanos, madres de familia? Sólo sé que lloro cada vez que pienso en ellos y que nunca podré olvidarlos.
Algunos, entre ellos los pocos sobrevivientes, entraron al campo y fueron esclavizados. La mayoría murió de agotamiento, de hambre, de frío, de epidemias, y muchos fueron seleccionados a su vez para ser enviados a la cámara de gas porque ya no podían trabajar.
Destruir nuestros cuerpos no les era suficiente. También debían hacernos perder nuestra alma, nuestra conciencia, nuestra humanidad. Privados de nuestra identidad apenas llegábamos, a través del número tatuado en nuestros brazos no éramos más que stücke, cosas.
El tribunal de Nuremberg, al juzgar por crímenes contra la humanidad a los más altos responsables, reconocía el daño causado no sólo a las víctimas sino también a la humanidad entera. Pese a esto, el deseo que todos expresamos tantas veces por que no volviese a ocurrir “nunca más” no fue cumplido, ya que otros genocidios han sido perpetrados.
Hoy en día, sesenta años después, debemos comprometernos nuevamente para que los hombres se unan para luchar contra el odio, contra el antisemitismo y el racismo, contra la intolerancia.
Los países europeos que, dos veces ya, arrastraron al mundo entero en su locura asesina, han logrado dejar atrás sus viejos demonios. Es aquí, en el lugar donde el mal absoluto fue perpetrado, donde también debe renacer la voluntad de un mundo fraternal, un mundo fundado en el respeto del hombre y su dignidad.
Nacidos en continentes diferentes, creyentes y no creyentes, todos pertenecemos al mismo planeta, a la comunidad de los hombres. Debemos estar atentos y defenderla no sólo contra las fuerzas de la naturaleza que la ponen en riesgo sino todavía más contra la locura de los hombres.
Nosotros, los últimos sobrevivientes, tenemos el derecho, e incluso el deber, de advertirles y pedirles a ustedes que el “nunca más” de nuestros compañeros se vuelva realidad.
Auschwitz-Birkenau (Polonia), 27 de enero de 2005.
Discurso pronunciado el 26 de noviembre de 1974 en la Asamblea Nacional.
Señor presidente, señoras y señores, si yo intervengo hoy en esta tribuna, como ministra de Salud, mujer y no parlamentaria, para proponerles a los representantes de la nación una profunda modificación de la legislación sobre el aborto, créanme que lo hago con un hondo sentimiento de humildad, tanto frente a la dificultad del problema como frente a la magnitud de las resonancias que suscita en lo más íntimo de cada uno de los franceses y francesas, y con absoluta conciencia de la gravedad de las responsabilidades que asumiremos juntos.
Pero es también con la mayor convicción que defenderé un proyecto largamente estudiado y deliberado por el conjunto del gobierno, un proyecto que según los términos del mismísimo presidente de la República, tiene como objetivo “poner fin a una situación de desorden y aportar una solución equilibrada y humana a uno de los problemas más difíciles de nuestro tiempo”.
Si el gobierno puede presentar hoy tal proyecto es gracias a todos aquellos –y son muchos, de todos los colores políticos– que, desde hace varios años, se han esforzado en proponer una nueva legislación, más adaptada al consenso social y a la situación que atraviesa nuestro país.
Esto es posible también gracias a que el gobierno del señor Messmer tomó la responsabilidad de presentar un proyecto innovador y valiente. Todos recordamos la memorable y emotiva presentación que hizo el señor Jean Taittinger. Y, por último, debemos agradecer que dentro de una comisión especial presidida por el señor Berger, fueron muchos los que escucharon, durante largas horas, a los representantes de todas las corrientes de pensamiento, como también a las principales personalidades competentes en la materia.
Sin embargo, hay quienes todavía se preguntan: ¿es realmente necesaria una nueva ley? Para algunos, las cosas son simples; existe una ley represiva y sólo resta aplicarla. Otros se preguntan por qué el Parlamento debería zanjar ahora estas cuestiones; nadie ignora que desde principios de siglo la ley fue siempre rigurosa, pero que se la aplicó en contadas ocasiones.
¿En qué han cambiado las cosas? ¿Qué es lo que nos obliga a intervenir? ¿Por qué no conservar el principio y seguir aplicándolo únicamente en casos excepcionales? ¿De qué sirve consagrar una práctica delictiva, no es ésta una manera de incentivarla? ¿Por qué legislar y cubrir así el laxismo de nuestra sociedad? ¿Por qué deberíamos favorecer los egoísmos individuales en lugar de revivir la moral de civismo y rigor? ¿Por qué arriesgarse a profundizar un movimiento de caída de la natalidad peligrosamente avanzado en lugar de promover una política familiar generosa y constructiva que les permita a todas las madres del mundo dar a luz y criar a los hijos que concibieron?
Porque todo indica que el problema no se presenta en estos términos. ¿Creen ustedes que este gobierno y el que lo precedió hubiesen decidido elaborar un texto y presentarlo ante ustedes si hubiese habido otra solución?
Llegamos a un punto en este campo donde los poderes públicos no pueden seguir eludiendo sus responsabilidades. Todo lo demuestra: los estudios, las investigaciones llevadas a cabo desde hace varios años, las audiciones de su comisión, la experiencia de otros países europeos. Y la mayoría de ustedes lo percibe, ya que saben que no se pueden impedir los abortos clandestinos y que no se les puede aplicar la ley penal a todas las mujeres que deberían ser juzgadas.
¿Por qué no seguir cerrando los ojos entonces? Porque la situación actual es mala, diría más, es desastrosa y dramática. Es mala porque la ley es infringida abiertamente, y peor todavía, es ridiculizada. Cuando la brecha entre las infracciones cometidas y aquellas que son penalizadas es tal que ya no existe ningún tipo de represión, es entonces el respeto de los ciudadanos por la ley, y en consecuencia, por la autoridad del Estado la que está siendo cuestionada.
Cuando los médicos, en sus consultorios, infringen la ley y lo hacen saber públicamente, cuando los tribunales, antes de perseguir, son invitados a referirse en cada caso al Ministerio de Justicia, cuando los servicios sociales de organismos públicos les dan a las mujeres desesperadas la información que podría facilitar una interrupción del embarazo, cuando con el mismo fin se organizan abiertamente –e incluso a través de charters– viajes al extranjero, entonces digo que estamos en una situación de desorden y anarquía que no puede continuar.
Pero, me dirán ustedes, ¿por qué dejamos que la situación se degrade de esta manera y por qué deberíamos tolerarla? ¿Por qué no hacer respetar la ley?
Porque si los médicos, los asistentes sociales e incluso una cierta cantidad de ciudadanos participan de acciones ilegales, es seguramente porque se sienten obligados. En contra de sus convicciones personales, se ven confrontados a situaciones de hecho que no pueden desconocer. Porque frente a una mujer que decide interrumpir su embarazo saben que al negarse a aconsejarla y apoyarla la rechazan y la dejan en la soledad y la angustia de un acto realizado en las peores condiciones, y donde corre el riesgo de quedar mutilada para siempre. Saben que esa misma mujer, si tiene dinero, irá a algún país vecino, o incluso a ciertas clínicas de Francia, donde podrá, sin correr ningún riesgo ni sufrir ninguna penalidad, poner fin a su embarazo. Y estas mujeres no son necesariamente las más inmorales o las más inconscientes. Son trescientas mil cada año. Son ellas las que vemos todos los días, las que tenemos al lado, y cuyos dramas y desesperación ignoramos la mayoría de las veces.
Hay que terminar con este desorden. Hay que terminar con esta injusticia. ¿Pero cómo? Lo digo con toda convicción: el aborto debe seguir siendo una excepción, el último recurso frente a una situación sin salida. ¿Cómo tolerarlo sin que pierda su carácter excepcional, sin que la sociedad parezca incentivarlo?
Primero quisiera compartir con ustedes mi convicción de mujer –me disculpo por hacerlo frente a una Asamblea compuesta casi exclusivamente por hombres–: ninguna mujer recurre alegremente al aborto. Basta con oírlas. Es y será siempre un drama.
Por eso, si el proyecto que les es presentado tiene en cuenta esta situación de hecho, es con el objetivo de controlarla y, en la medida de lo posible, disuadir a las mujeres. Pensamos así responder al deseo consciente o inconsciente de todas las mujeres que se encuentran en esta situación angustiante, muy bien descripta y analizada por algunas personalidades que fueron escuchadas por su comisión especial en el otoño de 1973.
¿Quién se preocupa hoy por estas mujeres en dificultades? La ley las rechaza y las deja no sólo en el oprobio, la vergüenza y la soledad, sino también en el anonimato y el miedo a ser procesadas. Obligadas a esconder su situación, muchas veces no tienen a nadie que las escuche, las aconseje y les dé apoyo y protección.
Entre aquellos que luchan en la actualidad contra una eventual modificación de la ley represiva, ¿cuántos se han preocupado por ayudar a estas mujeres en problemas? ¿Cuántos le dieron muestras de comprensión, y el apoyo moral que necesitaban, a estas madres jóvenes y solteras?
Sé que algunos lo hicieron y evitaré generalizar. No ignoro las acciones de aquellos que, profundamente conscientes de sus responsabilidades, hacen todo lo que está a su alcance para permitirles a estas mujeres asumir su maternidad. Los ayudaremos en su accionar; acudiremos a ellos para que nos ayuden a garantizar las consultas sociales contempladas por la ley.
Sin embargo, la solicitud y la ayuda, cuando existen, no siempre son suficientes para disuadir. Es verdad que las dificultades que deben afrontar las mujeres a veces son menos graves de lo que ellas sienten. Algunos casos pueden ser desdramatizados y remontados; pero otros permanecen y hacen que algunas mujeres se sientan acorraladas por una situación cuya única salida es el suicidio, la destrucción del equilibrio familiar o el sufrimiento de sus hijos.
Esto es, desafortunadamente, lo que ocurre en general, mucho más que el aborto llamado de “conveniencia”. Si no fuese así, ¿piensan ustedes que todos los países, uno tras otro, se hubiesen animado a reformar su legislación sobre este tema y admitir que lo que ayer era severamente reprimido hoy es legal?
Por eso, al ser consciente de la existencia de una situación intolerable para el Estado e injusta para la mayoría de la opinión, el gobierno renunció a la vía más fácil, que consistía en no intervenir. Ésa hubiese sido una actitud laxista. Al asumir sus responsabilidades, les somete un proyecto de ley con el fin de aportar una solución a la vez realista, humana y justa para este problema.
Algunos pensarán seguramente que nuestra única preocupación han sido los intereses de la mujer, que se trata de un texto que ha sido elaborado siguiendo esta única perspectiva. Que no habla de la sociedad o de la nación, ni del padre del futuro hijo, e incluso, todavía menos del niño en cuestión.
De ninguna manera considero que se trate de un asunto individual que implique únicamente a la mujer y que no atañe a la nación. Este problema le concierne antes que nada, pero bajo diferentes ángulos que no requieren necesariamente las mismas soluciones. El principal interés de la nación es, claramente, que Francia sea un país joven, que su población esté en pleno crecimiento. Con un proyecto como éste, adoptado después de una ley que liberaliza la contracepción, ¿no se corre acaso el riesgo de provocar una caída importante de nuestra tasa de natalidad, que ya muestra una inquietante reducción?
No es un hecho nuevo ni una evolución exclusivamente francesa: una reducción bastante pareja de la natalidad y la fecundidad hizo su aparición a partir de 1965 en todos los países europeos, fuese cual fuese su legislación en materia de aborto o de contracepción.
Sería arriesgado buscar causas simples para un fenómeno tan general. No se puede aportar una explicación a nivel nacional. Se trata de un hecho de civilización, revelador de la época en que vivimos y que obedece a reglas complejas que no conocemos bien.
Las observaciones realizadas por demógrafos en numerosos países extranjeros no permiten establecer una relación probada entre la modificación de la legislación sobre el aborto y la evolución de las tasas de natalidad y, sobre todo, de fecundidad.
Es verdad que el ejemplo de Rumania parecería desmentir esta constatación, ya que la decisión tomada por el gobierno de este país a fines de 1966 de volver atrás con algunas disposiciones no represivas adoptadas diez años antes, fue seguida por una fuerte explosión de la natalidad. Sin embargo, lo que no se dice es que una caída no menos espectacular se produjo luego, y hay que tomar en cuenta que en ese país, donde no existía ningún tipo de contracepción moderna, el aborto ha sido siempre el método principal de limitar los nacimientos. La intervención brutal de una legislación restrictiva explica en este contexto un fenómeno que no fue más que excepcional y pasajero.
Todo permite pensar que la adopción del proyecto de ley tendrá escasa incidencia sobre la natalidad en Francia, ya que los abortos legales no harán más que remplazar a los clandestinos, una vez que haya transcurrido el período de posibles oscilaciones a corto plazo.
La caída de la natalidad no deja de ser por eso, más allá del estado de la legislación sobre el aborto, un fenómeno complejo, sobre el cual los poderes públicos deben reaccionar de manera ineludible.
Una de las primeras reuniones del Consejo de Planificación que presidirá el presidente de la República estará dedicada a un examen del conjunto de los problemas de la demografía francesa y de los medios para frenar una evolución inquietante para el futuro del país.
En cuanto a la política familiar, el gobierno ha estimado que se trata de un problema distinto al de la legislación sobre el aborto y que no hay razón para unir estos dos problemas en la discusión legislativa.
Esto no significa que no lo considere de suma importancia. A partir del viernes, la Asamblea deberá deliberar sobre un proyecto de ley que conduzca a mejorar de manera notoria los subsidios de gastos de guardería y los llamados subsidios del huérfano, que están destinados en particular a los hijos de madres solteras. Este proyecto reformará, además, el régimen de prestación por maternidad y las condiciones de atribución de préstamos a las familias jóvenes.
En lo que a mí respecta, me dispongo a presentar varios proyectos frente a la Asamblea. Uno de ellos busca favorecer la acción de los auxiliares familiares, previendo su eventual intervención bajo el concepto de ayuda social. Otro tiene como objetivo mejorar las condiciones de funcionamiento y financiación de los centros de maternidad, donde son acogidas las madres jóvenes con dificultades durante su embarazo y durante los primeros meses de vida de su hijo. Tengo la intención de hacer un esfuerzo especial para luchar contra la esterilidad, suprimiendo el copago en las consultas en este tipo. Por otro lado, pedí al INSERM (Instituto Nacional de la Salud y de la Investigación Médica) que lance, a partir de 1975, una campaña temática de investigación sobre el problema de la esterilidad, que desespera a tantas parejas.
Junto al ministro de Justicia, me dispongo a sacar las conclusiones correspondientes del informe que su colega, el señor Rivierez, parlamentario en misión, ha redactado sobre la adopción. Para responder a los deseos de tantas personas que quieren adoptar un hijo, decidí crear un Consejo Superior de la Adopción, que estará encargado de presentar a los poderes públicos sugerencias útiles sobre este problema. Por último, pero no menos importante, el gobierno se comprometió públicamente, a través la persona del señor Durafour, a comenzar a negociar con las organizaciones familiares, a partir de las próximas semanas, un contrato de progreso cuyo contenido se decidió de común acuerdo con los representantes de las familias, sobre la base de propuestas que serán presentadas al Consejo Consultativo de la Familia que yo presido.
En realidad, tal como recalcan todos los demógrafos, lo que importa es modificar la imagen que tienen los franceses sobre la cantidad ideal de hijos por pareja. Este objetivo es sumamente complejo y la discusión alrededor del tema del aborto no debe limitarse únicamente a medidas financieras necesariamente puntuales.
Hay un segundo ausente que para muchos de ustedes es, seguramente, el padre. La decisión de la interrupción del embarazo, cada uno lo intuye, no debería ser tomada solamente por la mujer, sino también por su marido o compañero. Deseo que en los hechos sea siempre así y apruebo la modificación que la comisión nos presentó en este sentido; pero, tal como ésta lo ha entendido, es imposible instaurar una obligación jurídica en este aspecto.
Por último, el tercer ausente, ¿no es acaso esa promesa de vida que la mujer lleva dentro de ella? Me niego a entrar en discusiones científicas y filosóficas ya que, como ha sido probado por las audiciones de la comisión, se trata de un problema insoluble. Ya nadie pone en duda que, en un plano estrictamente médico, el embrión carga definitivamente con todas las potencialidades del ser humano en el que se convertirá. Pero no es más que una posibilidad futura, un frágil eslabón de la transmisión de la vida que tendrá que vencer muchos obstáculos antes de llegar a término.
¿Es necesario acaso recordar que, según los estudios de la Organización Mundial de la Salud, de cada cien concepciones, cuarenta y cinco se interrumpen solas en el curso de las dos primeras semanas y que, de cien embarazos al principio de la tercera semana, un cuarto no llega a término, por la sola incidencia de fenómenos naturales? La única certeza sobre la que podemos basarnos es el hecho de que una mujer no toma plena conciencia de que lo que lleva dentro de ella es un ser humano que un día será su hijo, hasta el día en que siente las primeras manifestaciones de esa vida. Y es, salvo para las mujeres que tienen una honda convicción religiosa, ese desfase entre lo que todavía no es más que una posibilidad sobre la que la mujer no ...