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El itinerario de Egeria
Los lugares Santos vistos y comentados por una dama cristiana del siglo IV
- 84 páginas
- Spanish
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El itinerario de Egeria
Los lugares Santos vistos y comentados por una dama cristiana del siglo IV
Descripción del libro
Egeria es una dama cristiana del siglo IV, viajera y escritora romana, parece que originaria de la provincia de Hispania y probablemente emparentada con el emperador Teodosio el Grande. De ascendencia noble, gozaba de una posición económica acomodada y de una cultura notable. Sus escritos revelan una profunda religiosidad y gozan también de un valor inestimable por su antigüedad, su frescura y su contribución a la arqueología.
En el año 378 inicia una peregrinación a los Santos Lugares, y anota en sus escritos tanto las peripecias del viaje como la descripción de las ceremonias litúrgicas a las que asiste durante su expedición. Este volumen incluye solo la crónica viajera. Egeria sigue las huellas de Moisés, a dieciséis siglos de distancia de lo narrado en el libro del Éxodo. Recorre Egipto, Palestina y Mesopotamia, y también Asia Menor y Constantinopla. Sin pretensión literaria, ayuda al lector a conocer mejor la cuna de la cultura judeocristiana.
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Información
ITINERARIO DE EGERIA
I.1.
[…] se mostraban, según las Escrituras. Entre tanto, llegamos caminando a un cierto lugar donde aquellos montes por los que íbamos se abrían formando un valle infinito, enorme, muy llano y hermosísimo y más allá del valle aparecía el Monte Santo de Dios, el Sinaí. Este lugar donde se abrían los montes está junto a ese otro lugar en el que están los sepulcros de la concupiscencia.[1]
Cuando se llega a este lugar, aquellos santos guías nos advirtieron diciendo: “Es costumbre que aquí hagan oración los que llegan cuando desde este lugar se divisa por primera vez el Monte Santo de Dios. Y así lo hicimos también nosotros. Había, por cierto, desde este lugar hasta el monte de Dios unas cuatro millas en total a través de aquel valle del que he dicho que era enorme.
II.
El valle mismo es enorme y muy llano, se extiende al pie de la ladera del monte de Dios y tiene quizá —según podíamos estimar al verlo, o como ellos decían— unos dieciséis mil pasos de largo y de ancho decían que había cuatro mil. Teníamos que atravesar este valle para poder entrar en el monte.
Este es pues, el valle enorme y planísimo en el que hicieron morada los hijos de Israel aquellos días en los que Moisés ascendió al monte del Señor y estuvo allí cuarenta días y cuarenta noches.[2] Este es pues el valle en el que se hizo el becerro, un lugar que se muestra hasta hoy; pues en el lugar mismo se alza una gran piedra, fijada allí. [3] Por tanto, este es el mismo valle en cuya cima está aquel lugar en el que el santo Moisés estaba apacentando el rebaño de su suegro cuando por dos veces le habló Dios desde la zarza ardiente[4] y, puesto que nuestro camino era subir primero el monte de Dios, porque por la parte de donde veníamos era mejor el ascenso, para bajar desde allí de nuevo hasta la cabeza del valle donde estaba la zarza porque desde allí era mejor el descenso del monte de Dios. Tomamos la decisión de marchar una vez visto todo lo que deseábamos, bajando desde el monte de Dios por donde está la zarza, y desde allí, por en medio del valle mismo, que se extiende a lo largo, volver al camino con los hombres de Dios que nos iban mostrando cada uno de los lugares que están escritos, atravesando el mismo valle; y así se hizo.
Al marchar, nosotros desde el lugar donde habíamos hecho oración al venir de Feirán, el camino fue atravesar por en medio del valle y acercarnos así al monte de Dios.
Este monte al rodearlo parece ser uno solo, pero cuando entras son muchos, pero todo él se llama “el Monte de Dios”, aunque de modo especial aquel en cuya cima está el lugar donde descendió la majestad de Dios, según está escrito: está en medio de todos ellos.
Y aunque todos los que están alrededor son tan elevados como pienso no haber visto nunca, sin embargo el del medio, al que descendió la majestad de Dios, es tanto más alto que todos ellos que, cuando llegamos a él, todos aquellos otros montes que nos habían parecido altísimos, nos quedaban tan por debajo como si fueran pequeñas colinas. Esto es una cosa bastante admirable y pienso que no ocurre sin la gracia de Dios: que siendo aquel de en medio, el que se llama especialmente Sinaí, más alto que todos los demás (me estoy refiriendo a aquel en que descendió la majestad de Dios), sin embargo, no se le puede ver más que cuando llegas a su misma raíz, antes de estar al pie de él, porque después de haber satisfecho el deseo, bajas de allí, lo ves de frente, cosa que no se puede hacer antes del ascenso. Ya sabía yo esto antes de llegar al monte de Dios, porque me lo habían contado los hermanos. Y después de haber llegado allí, comprobé que era así realmente.
III.
Nosotros, pues, el sábado por la tarde nos internamos en el monte y al acercarnos a algunos monasterios nos acogieron allí amablemente los monjes que allí habitaban ofreciéndonos toda clase de cortesías; pues hay también allí una iglesia con presbítero. Así es que nos alojamos allí esa noche y después, el domingo muy temprano, con el propio presbítero y los monjes que vivían allí comenzamos a subir cada uno de los montes. Estos montes se suben con infinito esfuerzo porque no accedes a ellos lentamente, poco a poco, dando un rodeo —en caracol, como se dice— sino totalmente en directo como si subieras por una pared y necesariamente se bajan también en directo cada uno de los montes hasta llegar a la misma raíz del que está en medio, que es propiamente el Sinaí.
Así pues, siguiendo la voluntad de Cristo, Dios nuestro y ayudada por las oraciones de los santos que nos acompañaban, y con gran esfuerzo, porque necesariamente tenía que subir a pie, ya que era absolutamente imposible subir en litera, no obstante, no se sentía el esfuerzo (no se sentía el esfuerzo en el sentido de que veía que estaba cumpliendo el deseo que tenía por voluntad de Dios); así es que a las diez de la mañana[5] llegamos a la cumbre aquella del monte santo, Sinaí, donde fue entregada la ley, es decir, en el lugar donde descendió la majestad del Señor el día en que el monte humeaba[6].
En este lugar hay ahora una iglesia no muy grande porque tampoco el lugar mismo —es decir, la cumbre del monte— es demasiado grande: no obstante, la iglesia tiene de por sí un gran encanto.
Así es que cuando, gracias a Dios, llegamos a la cumbre misma y nos aproximábamos a la puerta de la iglesia, se nos acercó un presbítero que venía de su monasterio, que estaba adscrito a la misma iglesia, un anciano irreprochable, que era monje desde su juventud y, como dicen aquí, “asceta”[7], sin más palabras, como es adecuado a este lugar. Acudieron también otros presbíteros y además, todos los monjes que vivían allí, junto a aquel monte; claro está, los que no estaban impedidos por la edad o por la falta de fuerzas.
Sin embargo, en la cumbre misma de aquel monte que está en medio no vive nadie, porque allí no hay más que la iglesia y una cueva donde estuvo el santo Moisés[8].
Una vez leído en el lugar mismo todo lo que está escrito en el libro de Moisés y hecha la oblación, según lo establecido, y después de comulgar, cuando ya salíamos de la iglesia, los presbíteros de aquel lugar nos dieron “eulogias”, es decir, frutas que se dan en el mismo monte. Pues aunque el mismo monte Sinaí es todo rocoso, de forma que no produce fruto, sin embargo, por la parte baja, crece del pie de los propios montes, es decir, cerca del que está en medio o cerca de los que están alrededor hay un poco de tierrecilla; y allí los santos monjes con la diligencia que les es propia, siembran arbolillos y plantan pequeños...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- SUMARIO
- PRESENTACIÓN
- ITINERARIO DE EGERIA
- NOMBRES DE PERSONAS
- LUGARES
- EGERIA