Cómo derrotar al independentismo en las urnas
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Cómo derrotar al independentismo en las urnas

El libro que desnuda la volatilidad del independentismo catalán

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Cómo derrotar al independentismo en las urnas

El libro que desnuda la volatilidad del independentismo catalán

Descripción del libro

La Cataluña leal con el resto España tiene una oportunidad en las urnas. Una cifra se repite desde 1999 para tormento de los estrategas, esencialmente, de ERC y JXCAT: 350.000 independentistas se quedan en casa con facilidad y reducen el perímetro electoral de este segmento de población.De hecho, la ausencia de esos 350.000 catalanes permitió, por ejemplo, la victoria en sufragios de Pasqual Maragall y el desalojo, en el 2003, del pujolismo, representado por Artur Mas.Carles Castroarranca con estos números su nuevo análisis electoral, que editaED Libros.Cómo derrotar al independentismo en las urnastiene el objetivo concreto de describir la trayectoria del votante independentista, la correlación de fuerzas y los comportamientos ante la intimidad de las urnas del conjunto de los catalanes.Gracias al trabajo de Carles Castro, usted sabrá que, en realidad, el voto soberanista está envuelto en una enorme volatilidad. A pesar de los 23 años de pujolismo, de los últimos resultados (desde 2012) y de la intensidad del "procés", el sufragio independentista es menos incondicional de lo que parece.La frialdad de las cifras –recopilada durante cuatro décadas de comicios en Cataluña—retrata, por tanto, la Cataluña que espera este año unas nuevas votaciones autonómicas. Miles de ciudadanos, efectivamente, están afiliados emocionalmente a las tesis rupturistas con España, que buscan la fundación de una nueva república aún sin concretar.Pero las bases de la alternancia en el poder autonómico catalán son sólidas y harían posible una mayoría alternativa a la formada durante las cuatro décadas precedentes –salvo los años del "tripartit"— por las fuerzas nacionalistas.En resumen, usted leerá que los datos revelan una realidad muy concreta: existe, a pesar de la irrupción de las nuevas generaciones, una masa crítica de ciudadanos en Cataluña capaz de llevar a la mayoría absoluta a las fuerzas que planteen una relación fértil con el conjunto de España.Ahora solo falta que los políticos —y organizaciones sociales— estén a la altura del reto y sean capaces de derrotar, desde la inteligencia de la voluntad, al egoísmo de la resignación.ED Libros —el proyecto editorial deGrupo ED— amplia su catálogo centrado en analizar el conocido como "procés". La nueva referencia de Carles Castro se publica pocas semanas después de la presentación deA golpes con el Estado, deSantiago Mondéjar.La colección la construyen títulos aclamados comoEl sanatorio, deNuria AmatyCuándo pintábamos algo en Madrid, deJosep López de Lerma.Josep Antoni Duran i Lleidatambién se cuenta entre los autores de ED Libros que analizan el embrollo catalán.

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Información

Editorial
ED Libros
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788409136773
1
Primero los números
La hegemonía soberanista en peligro
La última vez que la Cámara catalana dibujó un escenario sin mayoría nacionalista fue en 1980. Es decir, hace casi cuarenta años. Por lo tanto, volver al mapa de 1980 —cuando el nacionalismo cosechó el 40% de los votos y se hizo con solo 57 escaños— se antoja una pretensión poco realista; aunque solo sea a tenor de los cambios que ha experimentado el censo electoral. Así, mientras en 1980 la mayoría del electorado lo formaban las generaciones de la Guerra Civil y la posguerra, hoy el grupo dominante lo componen quienes todavía no pudieron votar en aquellas primeras elecciones autonómicas (o sea, los nacidos a partir de 1962). De hecho, el censo electoral ha absorbido a un millón de nuevos electores solo en los últimos veinte años.
Si a ello añadimos las características diferenciales de esas nuevas generaciones (votan menos, dudan más, deciden más tarde y cambian con más facilidad de marca), está claro que el pasado remoto no es una referencia demasiado útil para dibujar el camino que conduzca a un cambio de mayoría en Catalunya. Sobre todo porque el mapa colectivo de los sentimientos también se ha transformado radicalmente desde las primeras elecciones autonómicas: si entonces solo un 7% de los ciudadanos de Catalunya se sentían únicamente catalanes, ahora ese porcentaje se ha multiplicado por tres. Y si en 1983 uno de cada cuatro catalanes se sentía solo español o más español que catalán, hoy ese contingente ha caído a menos de la mitad.
En realidad, hay que retroceder veinte años para dar con una cita electoral en la que la mayoría parlamentaria nacionalista haya corrido un serio peligro. En las autonómicas de 1999, con Pasqual Maragall como flamante candidato socialista, CiU y Esquerra sumaron 68 escaños, justo uno por encima de la mayoría absoluta. Aquella mayoría parlamentaria nacionalista se sustentaba sobre algo más del 46% de los votos, apenas un punto por debajo del respaldo (47,5%) que sumaron JxCat, Esquerra y la CUP en las últimas elecciones autonómicas del 2017.
De los comicios de 1999 se recuerdan los 5.720 sufragios que le faltaron al PSC en Tarragona para arrebatarle el último escaño a CiU, lo que habría dejado sin mayoría absoluta tanto al centro derecha (CiU+PP) como al nacionalismo (CiU+ERC). Claro que las hipótesis contrafácticas corren siempre el riesgo de tropezar con alternativas que las neutralicen. Por ejemplo, a Esquerra le hubiesen bastado entonces 375 votos en Lleida para hacerse con el quinto escaño del PSC, lo que habría amarrado de nuevo la mayoría absoluta nacionalista.
La especulación más sólida sobre aquellas elecciones es la que nace de los resultados reales. Por ejemplo, de haber concurrido toda la izquierda coaligada en Barcelona, como lo hicieron el PSC e ICV en las restantes provincias, esa alianza habría sumado un escaño más a costa de Esquerra. Y algo aún aparentemente más fácil: de haber presentado una sola lista en Barcelona los ecosocialistas de ICV y los neocomunistas de EUiA, la candidatura resultante se habría hecho con un cuarto escaño, también a costa de ERC. Es decir, en ambos casos la mayoría absoluta nacionalista no se habría consumado; y si se mantuvo entonces fue por una frágil conjunción de factores. En consecuencia, y cuando se trate de imaginar un escenario verosímil sobre la eventual pérdida de la mayoría parlamentaria soberanista, habrá que volver al «lugar del crimen interruptus» de 1999.
Pero el análisis político exige ir más allá de los lances de la fortuna, siempre previsibles en un sistema electoral como el catalán, que tiende por naturaleza a penalizar al centroizquierda de ámbito estatal (que en 1999, como en el 2003, sumó más votos que CiU, pero cosechó cuatro escaños menos). En realidad, lo relevante de los comicios de 1999 fue el impulso que adquirió una candidatura de centroizquierda catalanista como la que encarnaba el PSC de Maragall y cuya génesis e impacto sirven de posible referencia para cualquier estrategia que pretenda arrebatar al independentismo el control del Parlament. No en vano, el resultado de las autonómicas de 1999 otorgó, por primera vez desde 1980, la victoria en votos a los partidos de ámbito estatal.
Aquel resultado se explica en base a dos elementos interconectados: los inéditos nutrientes electorales del PSC y el reequilibrio en el comportamiento abstencionista, ya que la caída de la participación afectó también de manera sensible al electorado nacionalista. A partir de ahí, la principal lección de futuro que brinda el avance de la izquierda federalista en los comicios de 1999 nace de un contexto que combinaba el cansancio que suscitaban veinte años de gobierno monocolor de CiU y la presentación de un candidato competitivo como Maragall al frente del voto de recambio. Ese es el escenario significativo: un gobierno agotado que había defraudado las expectativas de sus seguidores y una oferta alternativa que resultaba más atrayente. Ahora solo se trata de completar los paralelismos
El papel del factor candidato se comprueba en el hecho de que en 1999 solo uno de cada diez electores de CiU emitió su voto motivado por la credibilidad del líder de la coalición nacionalista (el presidente en ejercicio, Jordi Pujol), mientras que dos de cada diez votantes del PSC eligieron esa papeleta porque Maragall encabezaba la lista. Ahora bien, en 1999 el socialismo maragallista no solo se benefició del voto útil de izquierda (que era su espacio natural), sino también de miles de papeletas procedentes de los caladeros del centro y la derecha. Y ese es un dato fundamental.
Ciertamente, los mimbres de aquel avance federalista corresponden a una cita electoral marcada por la caída de la participación (cuatro puntos menos que en las anteriores autonómicas de 1995 y hasta 20 puntos menos que en las últimas catalanas de 2017), una circunstancia poco homologable al movilizado escenario actual. Por eso, para obtener su mejor registro autonómico, al catalanismo federalista le bastó entonces con aglutinar en torno a una sola marca la mayor parte del voto útil de la «izquierda participante en las catalanas», un contingente que entonces quedaba siempre muy por debajo del que se movilizaba en las legislativas. Hoy, en cambio, la afluencia a las urnas en la cita autonómica es infinitamente mayor, ya que el proceso soberanista ha hecho saltar por los aires la desafección crónica de un sector de la población catalana de origen inmigrante o con un menor sentido de pertenencia.
Sin embargo, y como un factor no menos decisivo en el resultado de 1999, el deteriorado estado de salud del centro nacionalista propició entonces dos movimientos clave: por un lado, el trasvase hacia el PSC de hasta cien mil votantes que en las anteriores autonómicas habían apostado por CiU o PP (cuyas mermas conjuntas con relación a 1995 superaron los 250.000 sufragios), y, por otro, el «desistimiento» de otros cien mil electores nacionalistas y populares que entonces se quedaron en su casa y renunciaron a dar su apoyo a las listas del centroderecha.
Buena prueba de ello es que el incremento en la abstención que se produjo en 1999 fue superior en los territorios más tradicionalmente participativos y favorables al centroderecha. Por ejemplo, la caída de la participación en los distritos acomodados de Barcelona fue de cuatro puntos, mayor casi siempre que en los barrios populares. Y esa caída se situó entre cuatro y siete puntos en las localidades de la Catalunya interior, mientras que en una población del área metropolitana como Santa Coloma de Gramenet no llegó a los dos puntos. Los sondeos indican, además, que ese contingente de votantes tránsfugas del centro y la derecha respondía a dos sentimientos antagónicos: aquellos que estaban visceralmente hartos de dos décadas de nacionalismo pujolista y aquellos otros que, simplemente, se hallaban decepcionados de los confusos y zigzagueantes horizontes del pujolismo. Algunos de estos últimos se atrevieron incluso a cruzar la frontera electoral e identitaria entre partidos autóctonos y formaciones de ámbito estatal. Un precedente que tener muy en cuenta.
Ese comportamiento es, por tanto, uno de los paradigmas estratégicos que marcaron las elecciones autonómicas de 1999. Y, paralelamente, aquellos comicios ya anticiparon la falsedad de un mito recurrente: que la victoria del catalanismo integrador en unas elecciones autonómicas exigiría siempre una participación récord. En realidad, lo decisivo, con una participación alta o baja, serían los pequeños corrimientos de voto de un espacio a otro y la desmovilización asimétrica del electorado rival.
Posteriormente se registraron otras elecciones de referencia que confirman parcialmente ese diagnóstico y sirven, al mismo tiempo, para delimitar el listón electoral que asegura la mayoría absoluta parlamentaria del nacionalismo. Se trata de los comicios de 2006. Entonces, como ya venía sucediendo desde 1999, la suma de votos de las formaciones de ámbito estatal (incluyendo en este caso al neonato Partido de la Ciudadanía) no solo superó de nuevo el cómputo total del sufragio nacionalista, sino también el listón del 50%. Y, además, CiU y Esquerra marcaron un mínimo histórico: el 45,6% de los votos. Aun así, y como consecuencia de un sistema electoral que favorece la representación de aquellas provincias donde el nacionalismo es mayoritario, las fuerzas de ese signo obtuvieron un escaño más que en 1999 (69, si bien pudieron ser 68 por una diferencia mínima en Lleida). Pero de ese resultado emerge una conclusión significativa: el independentismo solo corre un riesgo muy alto de perder la mayoría parlamentaria si su apoyo cae por debajo del 45%.
Y otro dato de referencia: en los comicios del 2006, el bajón nacionalista en votos se debió también a la caída de la participación, que quedó a apenas un punto de su récord negativo de 1992: el 54,9%. Concretamente, la abstención creció entre siete u ocho puntos en los feudos metropolitanos de la izquierda, pero también lo hizo en más de seis puntos en muchas capitales de comarca de la denominada «Catalunya catalana». Es decir, una vez más, el retroceso nacionalista no respondió tanto a la movilización de sus adversarios, como a la abstención de decenas de miles de sus partidarios potenciales.
El problema de esa desactivación parcial del voto nacionalista es que se produjo como consecuencia de una complicada coalición de gobierno entre los federalistas del PSC y los independentistas de Esquerra, y tras una accidentada reforma estatutaria que generó múltiples fenómenos reactivos. Entre ellos, el que nació del empecinamiento del presidente Maragall en los aspectos simbólicos del nuevo Estatut (como la definición nacional de Catalunya o el apoyo a las selecciones deportivas catalanas, en línea con la agenda de Esquerra). Esa actitud de Maragall supuso un cierto olvido de la fisonomía ideológica e identitaria de quienes ya le habían votado masivamente en 1999 (de los que solo un 20% consideraba que Catalunya era una nación y no todos exigían más autonomía). Ese énfasis en los aspectos identitarios generó el distanciamiento de un sector del electorado que había votado al PSC mientras lo percibió como un claro antagonista del nacionalismo. Y ese alejamiento abrió una brecha por la que se coló el españolismo catalán de Ciudadanos, rabiosamente opuesto a cualquier consenso catalanista. Esa es otra de las lecciones de los comicios de 2006.
Finalmente, este capítulo dedicado a los números que alguna vez, en el pasado, pudieron suponer la pérdida de la hegemonía parlamentaria del nacionalismo catalán, no podría concluir sin responder a una pregunta imprescindible de cara al futuro: el independentismo, ¿avanza o retrocede?
A primera vista, y si se contempla el espacio del secesionismo actual como el heredero del histórico sufragio de matriz nacional-catalanista, la impresión es que el soberanismo avanza de manera imparable. Para empezar, el apoyo a los partidos nacionalistas (hoy independentistas) ha crecido globalmente en más de siete puntos desde 1980. Y si se observa por territorios, la progresión hasta las autonómicas del 2017 no es menos espectacular. Hay comarcas donde el nacionalismo independentista ha registrado un crecimiento que incluso sobrepasa los 40 puntos desde 1980. De hecho, de las 43 comarcas que componen Catalunya hay al menos ocho en las que el voto a las formaciones secesionistas ronda o incluso sobrepasa el 80% de los sufragios, mientras que en un total de 17 supera el 70%.
Eso sí, muchas de esas comarcas de signo prácticamente monocolor y con crecimientos gigantescos del voto soberanista presentan una demografía muy débil y un censo electoral que en algún caso no supera los 10.000 electores. De las seis comarcas con más de cien mil habitantes donde el voto secesionista superó el 50% en las últimas autonómicas, la mayor es el Maresme, con un censo de 300.000 electores. Y es la única de esa magnitud. En cambio, de las siete demarcaciones comarcales con más de 100.000 ciudadanos censados y donde el sufragio independentista quedó por debajo del 50% en los comicios del 2017, dos tienen más de medio millón de electores y una, el barcelonés, millón y medio.
Aun así, este conjunto de cifras podría hacer pensar que, aunque muy lentamente, las preferencias independentistas crecen. Y si esa misma pauta se mantuviese en el futuro inmediato, el horizonte de una mayoría soberanista por encima del 50% resultaría del todo verosímil. Sin embargo, globalmente, desde que estalló el proceso independentista, el voto soberanista no ha hecho más que retroceder. Casi dos puntos en conjunto, desde el 2012. Una caída que se ha reproducido con distintas magnitudes en más del 70% de las comarcas. Pero si la evolución se observa entre los comicios de 2015 y los de 2017 —dos elecciones que podrían considerarse «a vida o muerte», con tasas de participac...

Índice

  1. Título
  2. Introducción. ¿Condena a perpetuidad?
  3. 1. Primero los números. La hegemonía soberanista en peligro
  4. 2. Del 28-A al 10-N. El miedo frente a la rabia
  5. 3. El mapa electoral de la derrota. El síndrome de quebec
  6. 4. Radiografía de Catalunya. ¿Qué quieren los catalanes?
  7. 5. El mercado electoral (1). ¿Qué votan los catalanes?
  8. 6. El mercado electoral (2). El imperio del centro
  9. 7. La guerra civil catalana. El ejemplo de la cambra
  10. 8. El papel del Estado. Siempre nos quedará madrid