XVIII.
LA LOCURA
DE TRISTÁN
El beivre fu la nostre mort.
THOMAS
Tristán regresó a Bretaña, a Carhaix. Volvió a ver al duque Hoel y a su esposa, Isolda la de las Blancas Manos. Todos lo recibieron bien, pero Isolda la Rubia lo había alejado de su lado, y ahora nada le importaba. Largo tiempo languideció lejos de ella. Después, un día, pensó que quería verla aunque ella mandara a sus criados y sargentos para que lo golpearan vilmente. Sabía que, lejos de ella, su muerte era segura y próxima. ¡Antes morir de un golpe, que lentamente, cada día! Quien vive en el dolor es como un muerto, y Tristán deseaba la muerte, quería la muerte, pero por lo menos que la reina supiera que moría por el amor de ella, que lo supiera, así moriría más dulcemente.
Partió de Carhaix sin avisar a nadie, ni a sus parientes, ni a sus amigos, ni siquiera a Kaherdín, su amigo querido. Partió a pie, vestido miserablemente, pues nadie se fija en los pobres vagabundos que van por los grandes caminos. Tanto anduvo que llegó a la orilla del mar.
En el puerto, una gran nave mercante se estaba aparejando: los marineros ya izaban la vela y levaban el ancla para salir hacia alta mar.
—¡Dios os guarde, señores, y os dé buena travesía!—les dijo—. ¿Hacia qué tierra os dirigís?
—Hacia Tintagel.
—¡Hacia Tintagel! ¡Ah, señores, llevadme con vosotros!
Se embarcó. Un viento propicio hinchó la vela, la nave corría sobre las olas. Durante cinco días y cinco noches, navegaron hacia Cornualles y al sexto día la nave echó el ancla en el puerto de Tintagel.
Más allá del puerto, el castillo se erguía sobre el mar, bien cerrado por todas partes, sólo se podía entrar por una puerta de hierro y dos hombres la guardaban día y noche. ¿Cómo penetrar en él?
Tristán bajó del barco y se sentó en la orilla. Por un hombre que pasaba, supo que Marcos estaba en el castillo y acababa de reunir a toda su corte.
—Pero ¿dónde está la reina? ¿Y Brangel, su bella sirvienta?
—También están en Tintagel, y las vi no hace mucho. La reina Isolda parecía triste, como de costumbre.
Al oír el nombre de Isolda, Tristán suspiró y pensó que ni por astucia ni por proeza podría ver de nuevo a su amiga, pues el rey Marcos lo mataría…
«Pero ¿qué importa que me mate?—pensó—, ¿Isolda, acaso no debo morir por ti? Y ¿qué hago cada día sino morir? Pero y tú, Isolda, si supieras que estoy aquí, ¿te dignarías al menos hablar con tu amigo? ¿No mandarías a tus sargentos que me echaran? Sí, quiero intentar una treta… Me disfrazaré de loco y esta locura será gran sensatez. Quien me tenga por orate será menos cuerdo que yo, quien me crea loco tendrá a otro más loco en su casa».
Venía un pescador vestido con una gonela de lana afelpada, con gran capucha. Tristán lo vio, le hizo una señal y le habló aparte.
—Amigo, ¿quieres trocar mi ropa por la tuya? Dame esa cota, que mucho me gusta.
El pescador miró los ropajes de Tristán, los encontró mejores que los suyos, los tomó y se marchó de prisa, contento con el cambio.
Entonces Tristán se cortó la hermosa cabellera rubia a ras de la cabeza, dibujando una cruz. Se untó la cara con una poción hecha con una hierba mágica que se había traído de su país, y pronto su color y el aspecto de su rostro cambiaron tan extrañamente que nadie en el mundo habría podido reconocerlo. Arrancó una rama de un castaño, se hizo una maza y se la colgó al cuello, y con los pies descalzos se encaminó directamente al castillo.
El portero pensó que sin duda se trataba de un loco y le dijo:
—Acercaos, ¿de dónde venís?
Tristán cambió de voz y respondió:
—De las bodas del abad del Monte, que es amigo mío. Se casó con una abadesa, una mujer gorda que lleva velo. Desde Besanzón hasta el Monte, todos los curas, abades, monjes y clérigos ordenados fueron invitados al casamiento. Y todos en la landa, con bastones y muletas, saltaban, jugaban y bailaban a la sombra de grandes árboles. Pero yo los dejé para venir aquí, pues hoy debo servir a la mesa del rey.
El portero le dijo:
—Entrad, pues, señor, hijo de Urgán el Velludo. Sois alto y velludo como él y os parecéis bastante a vuestro padre.
Cuando entró en la fortaleza, jugando con la maza, criados y escuderos se agrupaban a su paso, persiguiéndolo como a un lobo.
—¡Ved al loco! ¡Uh, uh!
Le tiraban piedras, lo amenazaban con bastones. Pero él les plantaba cara dando brincos y les dejaba hacer. Si lo atacaban por la izquierda, daba la vuelta y golpeaba a la derecha.
En medio de risas y chanzas, llevando tras él a la multitud enardecida, llegó al umbral de la puerta, donde el rey estaba sentado bajo el dosel, al lado de la reina. Se acercó a la puerta, se colgó la maza al cuello y entró. El rey lo vio y dijo:
—He aquí un buen compañero. Dejad que se acerque.
Lo trajeron, con la maza al cuello.
—Amigo, sed bienvenido—dijo el rey.
Tristán respondió con la voz extrañamente cambiada:
—Mi señor, bueno y noble entre todos los reyes, ya sabía yo que al veros mi corazón se fundiría de ternura. ¡Que Dios os proteja, buen rey!
—Amigo, ¿qué habéis venido a buscar?
—A Isolda, a quien tanto amé. Tengo una hermana, Brunehalda, a la que os traigo. La reina os aburre, probad a ésta. Hagamos el cambio, yo os doy a mi hermana y vos me otorgáis a Isolda. Yo la tomaré y os serviré por amor.
El rey se rió y le dijo al loco:
—Si te doy a la reina, ¿qué querrás hacer con ella? ¿Adónde la llevarás?
—Allá arriba, entre el cielo y las nubes, a una hermosa casa de cristal. El sol la atraviesa con sus rayos, los vientos no pueden romperla. Allí llevaré a la reina, a una habitación de cristal, florida de rosas, luminosa por la mañana, cuando resplandece el sol.
El rey y los barones se dijeron entre sí: «Es éste un buen loco, hábil con las palabras».
Tristán se había sentado en una alfombra y miraba tiernamente a Isolda.
—Amigo—le dijo Marcos—, ¿cómo se te ha ocurrido la idea de que mi señora quiera fijarse en un loco repugnante como tú?
—Señor, tengo derecho a hacerlo. Por ella he cumplido grandes trabajos y por ella me volví loco.
—¿Quién eres, pues?
—Soy Tristán, aquel que tanto amó a la reina y que la amará hasta la muerte.
Al oír este nombre, Isolda suspiró, mudó de color y le dijo, enfadada:
—¡Vete! ¿Quién te dejó entrar aquí? ¡Vete, loco malvado!
El loco notó su cólera y dijo:
—Reina Isolda, ¿no os acordáis del día en que, herido por la espada envenenada del Morholt, llevando mi arpa por el mar, fui arrastrado hasta vuestras orillas? Vos me curasteis. ¿Ya no os acordáis de ello, mi reina?
Isolda respondió:
—Vete de aquí, loco. No me gustas tú ni tus bromas.
Entonces el loco se volvió hacia los barones y los hizo retroceder hasta la puerta, gritando:
—¡Fuera de aquí, gente loca! Dejadme solo para tener consejo con Isolda, pues he venido aquí para amarla.
El rey se rió de la chanza, Isolda se ruborizó.
—¡Señor—dijo—, echad de aquí a ese loco!
Pero el loco prosiguió, con su extraña voz:
—Reina Isolda, ¿no os acordáis del gran dragón que maté en vuestra tierra? Escondí su lengua en mi jubón y, quemado por el veneno, caí cerca de la marisma. ¡Entonces yo era un caballero formidable! Y esperaba la muerte cuando vos me socorristeis.
Isolda respondió:
—Cállate, estás insultando a los caballeros, pues no eres más que un loco de nacimiento. Malditos sean los marineros que te trajeron hasta aquí, en vez de arrojarte al mar.
El loco se echó a reír y prosiguió:
—Reina Isolda, ¿no os acordáis del baño donde quisisteis matarme con mi espada? ¿Y del cuento del cabello de oro, que os tranquilizó? ¿Y de cómo os defendí del cobarde senescal?
—¡Cállate, embaucador! ¿Por qué has venido aquí a decir esas sandeces? Sin duda anoche te emborrachaste y el vino te dio tales sueños.
—Es cierto, estoy ebrio, y de una bebida tal que mi embriaguez no se disipará jamás. Reina Isolda, ¿no os acordáis de aquel día tan hermoso, tan cálido, en alta mar? Vos teníais sed, ¿no lo recordáis, hija de reyes? Los dos bebimos de la misma copa. Desde entonces he estado ebrio y de una embriaguez infausta…
Cuando Isolda oyó aquellas palabras que sólo ella podía comprender, escondió la cabeza en el manto, se levantó y quiso marcharse. Pero el rey la retuvo por la capa de armiño y la hizo sentar a su lado.
—Espera un poco, Isolda, amiga mía; oigamos estas locuras hasta el fin. Dime, loco, ¿qué oficio sabes hacer?
—He servido a reyes y a condes.
—¿De verdad sabes cazar con perros? ¿Con aves?
—Ciertamente, cuando me place cazar en el bosque, sé capturar con los perros las grullas que vuelan por las nubes. Con mis sabuesos, los cisnes, las ocas grises o blancas, la palomas salvajes. Con el arco, los somorgujos y los alcaravanes.
Todos se rieron de buena gana y el rey preguntó:
—¿Y qué usas, hermano, cuando vas a cazar al río?
—Tomo todo lo que encuentro: con los azores, cazo los lobos del bosque y los grandes osos; con los gerifaltes, los jabalíes; con los halcones, los corzos y los gamos; los zorros con los gavilanes; las liebres con los esmerejones. Y cuando vuelvo a casa de quien me aloja, sé manejar bien la maza, repartir los tizones entre los escuderos, afinar el arpa y cantar con música, y amar a las reinas, y lanzar a los arroyos ramas bien talladas. ¿No soy en verdad un buen ministril? Hoy habéis visto cómo sé pelear con el bastón. —Y golpeó a su alrededor con la maza—. ¡Fuera de aquí, señores de Cornualles! ¿Por qué os quedáis? ¿Acaso no habéis comido ya? ¿No estáis ahítos?
El rey, que ya se había divertido con el loco, pidió su caballo y sus halcones y se llevó de caza a caballeros y escuderos.
—Señor—le dijo Isolda—, me siento cansada y afligida. Permitid que vaya a descansar a mi habitación, no puedo escuchar por más tiempo estas locuras.
Se retiró, pensativa, a su habitación, se sentó en la cama y sintió gran pena.
—¡Pobre de mí! ¿Por qué tuve que nacer? Tengo el corazón pesado y triste. Brangel, hermana amada, mi vida es tan áspera y dura que más me valdría morir. Hay ahí fuera un loco, rapado en forma de cruz, que en mala hora vino. Este loco, este juglar, es un hechicero o adivino, pues conoce punto por punto todo mi ser y toda mi vida. Sabe cosas que nadie sabe, fuera de ti, de mí y de Tristán. El desvergonzado las sabe por encanto o por sortilegio.
Brangel respondió:
—¿No será Tristán en persona?
—No, pues Tristán es gallardo y el mejor de los caballeros, y ese hombre es horrible y contrahecho. ¡Maldito sea de Dios! ¡Maldita la hora en que nació y maldita la nave que lo trajo, en vez de ahogarlo a lo lejos, en las profundas olas!
—Tranquilizaos, señora—dijo Brangel—. Muy bien sabéis hoy maldecir y excomulgar. ¿Dónde habéis aprendido ese oficio? ¿Y si ese hombre fuera mensajero de Tristán?
—No lo creo, no lo he reconocido. Pero ve a encontrarlo, buena amiga, háblale y averigua quién es.
Brangel fue a la sala donde el loco se había quedado solo, sentado en un banco. Tristán la reconoció, dejó caer la maza y le dijo:
—¡Brangel, buena Brangel, te lo suplico por Dios, ten piedad de mí!
—Loco malvado, ¿quién te ha dicho mi nombre?
—Hace tiempo que lo sé, bella muchacha. Por mi cabeza, que fue rubia hasta hace poco, que si la razón ha huido de ella, fue por tu causa, dulce Brangel. ¿Acaso no eras tú la encargada de guardar el brebaje que bebí en alta mar? Lo bebí durante los grandes calores, en una copa de plata, y la ofrecí a Isolda. Tan sólo tú lo supiste, hermosa joven. ¿Ya lo has olvidado?
—¡No!—respondió Brangel y, muy turbada, se precipitó hacia la habitación de Isolda. El loco corrió tras ella gritando:
—¡Piedad!
Tristán entró, vio a Isolda, se lanzó hacia ella con los brazos extendidos, quería estrecharla contra su pecho. Pero ella, avergonzada, mojada de sudor, se echó hacia atrás y lo esquivó. Tristán, al ver que ella lo evitaba, se puso a temblar de vergüenza y de cólera, retrocedió hacia la pared, cerca de la puerta, y con su voz fingida dijo:
—¡Sin duda ya he vivido bastante, pues he visto el día en que Isolda me rechaza, no se digna amarme, me tiene por vil! ¡Ah, Isolda, quien bien ama tarde olvida! Isolda, es bella cosa una fuente abundante que se expande y corre en ondas claras y amplias. El día que se deseca, ya no vale para nada, lo mismo que un amor que se apaga.
Isolda respondió:
—Hermano, te miro, dudo, tiemblo, no sé, no reconozco a Tristán.
—Reina Isolda, yo soy Tristán, el que tanto te amó. ¿No te acuerdas del enano que sembró harina entre nuestros lechos? ¿Ni del salto que di y la sangre que manó de mi herida? ¿Ni del regalo que te mandé, el perrito Petit-Crû, con su cascabel mágico? ¿No te acuerdas tampoco de los trozos de madera bien tallada que lanzaba al riachuelo?
Isolda lo miró, suspiró, no sabía qué decir ni qué creer. Bien veía que el loco conocía todas aquellas cosas, pero sería locura reconocer en él a Tristán.
Tristán le dijo:
—Reina y señora mía, bien sé que te has apartado de mí y te acuso de traición. Sin embargo, conocí otros días en que sí me amabas. Era en el bosque profundo, bajo la choza de follaje. ¿Te acuerdas del día en que te regalé el perro Husdén? ¡Ah, él sí que me amó para siempre, y por mí abandonaría a Isolda la Rubia! ¿Dónde está? ¿Qué has hecho con él? Al menos él me reconocería.
Brangel trajo al perro.
—Ven aquí, Husdén—dijo Tristán—. Tú eras mío, ¿te acuerdas?
Cuando Husdén oyó la voz de Tristán, hizo saltar la correa de las manos de Brangel, corrió hacia su amo, se revolcó a sus pies, le lamió las manos, aullaba de alegría.
—¡Husdén!—exclamó el loco—. ¡Bendito sea el trabajo que me tomé al criarte! Me has recibido mucho mejor que aquella a la que tanto amé. Ella no quiere reconocerme. ¿Reconocerá al menos este anillo que un día me entregó entre llantos y besos, el día de la separación? Este pequeño anillo de jaspe no me ha abandonado. Muchas veces le he pedido consejo en medio de mis tormentos, muchas veces he mojado este jaspe verde con mis lágrimas ardientes.
Isolda vio el anillo. Abrió los brazos de par en par.
—¡Aquí me tienes! ¡Tómame, Tristán!
—Amiga, ¿cómo has podido tardar tanto tiempo en reconocerme, más tiempo que este perro? ¿Qué importa el anillo? ¿No entiendes que me habría resultado más dulce que me reconocieras cuando te hablaba de nuestros amores pasados? ¿Qué importa el sonido de mi voz? El sonido de mi corazón es lo que deberías haber oído.
—Amigo—respondió Isolda—, tal vez te reconocí antes de lo que piensas, pero estamos rodeados de trampas. ¿Debía seguir mi deseo, como este perro, con el peligro de que te cogieran y te mataran ante mis ojos? Me guardaba a mí y te guardaba a ti. Ni el recuerdo de tu vida pasada, ni el sonido de tu voz, ni siquiera ese anillo me demuestran nada, pues podrían ser juegos malvados de algún encantador. Sin embargo, me rindo a la vista de este anillo. ¿Acaso no juré que en cuanto lo viera, aunque debiera perderme, haría siempre lo que tú me pidieras, fuera locura o sensatez? Locura o sensatez, aquí me tienes. ¡Tómame, Tristán!
Cayó desmayada sobre el pecho de su amigo. Cuando volvió en sí, Tristán la abrazaba y la besaba en los ojos y en la cara. Entró con ella bajo la cortina. Entre sus brazos tuvo a la reina.
Para burlarse del loco, los criados lo alojaron bajo la escalinata, como a un perro en su perrera. Él soportaba dulcemente sus chanzas y sus golpes, pues a veces, recuperando su forma y su belleza, pasaba de su guarida a la habitación de la reina.
Pero cuando hubieron transcurrido algunos días, dos camareras sospecharon el engaño. Avisaron a Andret, que apostó ante la habitación de las mujeres a tres espías bien armados. Cuando Tristán quiso cruzar la puerta, le gritaron:
—¡Atrás, loco! ¡Vuélvete a dormir sobre la paja!
—Pues bien, caballeros—dijo el loco—, ¿acaso no debo esta noche ir a besar a la reina? ¿N...