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Proximidad y distancia
Arte y vida cotidiana en la escena argentina de los 2000
- 222 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro
En el dilatado paisaje artístico argentino de los años 2000, múltiples producciones evocan un cúmulo de recuerdos, desechos, resabios, dones y herencias con los que convivimos todos los días.
Son investigaciones estéticas que se enfocan tanto en recónditos universos personales como en nuestros consumos más anónimos y compulsivos. Se interrogan acerca de lo que hacemos con las cosas existentes, cómo reinterpretamos aquellas cargas y tesoros que encontramos en nuestros entornos habituales. Aquí lo cotidiano se define como un ambiente inmediato, un entorno próximo. Un territorio que rechaza cualquier tipo de abstracción o distancia, alentado por una voracidad irreprimible por lo concreto.
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Información
Categoría
ArteCategoría
Arte estadounidense1. Lo cotidiano
Lo cotidiano se convierte en un objeto al que dedican grandes cuidados: campo de la organización, espacio-tiempo de la autorregulación voluntaria y planificada. Bien organizado, tiende a constituir un sistema con cierre propio (producción-consumo-producción). Se intenta prever, moldeándolas, las necesidades; se acorrala el deseo.
Henri Lefebvre, La vida cotidiana en el mundo moderno
Estas maneras de reapropiarse el sistema producido, creaciones de consumidores, tienden a una terapéutica de los vínculos sociales deteriorados y utilizan técnicas de reciclaje donde se pueden reconocer los procedimientos de las prácticas cotidianas. Una política de estos ardides queda pues pendiente a elaborarse.
Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano 1
Una zona extramuros
Inicialmente lo cotidiano se constituyó como un fuera de campo, un margen, una zona extramuros. Desde la perspectiva inaugural de Henri Lefebvre,1 la esfera de la experiencia profana alcanza su estatuto filosófico al definirse precisamente como el reverso de la filosofía. La mirada sobre la vida ordinaria, territorio inexplorado por la especulación filosófica, pone en cuestión precisamente la organización tradicional de sus objetos de reflexión y, a su vez, revela su tajante separación del continuo cotidiano. Lefebvre ([1967] 1972: 21) ajusta cuentas con el canon filosófico modernista: “Frente a la vida cotidiana, la vida filosófica se pretende superior y se descubre como vida abstracta y ausente, distanciada, separada”. Al detenimiento contemplativo de esta actitud filosófica, una vida contemplativa, una “verdad sin realidad”, se le correspondería simétricamente la alienación cotidiana, una “realidad sin verdad” que constriñe al sujeto cotidiano en una trama enhebrada por un sinnúmero de minúsculas coacciones. En definitiva, un espacio reducido a la posesión y a la satisfacción individual. La crítica lefebvriana hace foco en el hiato que encuentra entre la esfera de la actividad creadora, el vasto horizonte de la producción social, y la reproducción, el lugar de la repetición y la continuidad.
Esta voluntad de hacer visible la esfera de lo cotidiano también se encuentra presente en otra publicación fundacional. Ágnes Heller ([1970] 1987) señala un conjunto de posiciones sobre las que recorta su reflexión. En primer lugar, menciona a Hegel como un actor central en la expulsión de la vida cotidiana del ámbito filosófico, al dejar de lado al “hombre particular y su vida” en la dialéctica que propicia el retorno de la razón universal. El segundo enfoque recusado es el de Martin Heidegger quien, si bien centra su mirada en la descripción de la vida cotidiana, la define por principio como enajenada. Heller evidencia su cercanía con la figura de György Lukács, quien en sus trabajos sobre estética conceptualiza el comportamiento cotidiano como el origen primitivo de los territorios de la estética y la ciencia. En la perspectiva de Lukács, la base ontológica de la actividad estética se aloja en la espontaneidad de la vida cotidiana, aun considerando que en el pasaje del territorio de la vida ordinaria a otras esferas se opera una transformación cualitativa. Ambos coinciden con Lefevbre ([1967] 1972: 23) cuando se pregunta –adelantando una respuesta positiva– sobre lo cotidiano: “¿No constituye una primera esfera de significado, un campo en el que se proyecta la actividad productiva (creadora) saliendo así al encuentro de nuevas creaciones?”.
Estas formulaciones inaugurales del término “vida cotidiana” no se encuentran enteramente comprendidas en el origen etimológico: lo que sucede todos los días. Desde la óptica de Heller, el sostenimiento biológico de la especie se produce en la esfera cotidiana: la reproducción de los “hombres particulares” asegura la reproducción de lo social en su conjunto; así, toda sociedad posee una vida cotidiana. Esa circunscripción no excluye la vivencia extraordinaria (Erlebnis) presente en prácticas ceremoniales que sirven de entorno a episodios singulares como el nacimiento y la muerte. En contrapartida, Lefebvre sostiene que la vida cotidiana no es el producto de todas las sociedades. La instauración de la división del trabajo capitalista es la que configura el orden de lo cotidiano en lo social. Este movimiento irrumpe en las sociedades precapitalistas en las que la producción humana sería una forma de hacer integral determinante de todos los detalles de la vida en común, un estilo de vida. En la cotidianeidad determinada por los modos de producción capitalistas la institución social del estilo se encuentra en tensión, en ruinas, directamente se ha perdido o su búsqueda apasionada es nostálgica. En este escenario, los objetos ingresan a la “prosa del mundo” escindida de aquella “poesía” originaria. Aun así, desde el enfoque de Lefebvre, la vida cotidiana en su máxima potencialidad todavía es capaz de integrar la vivencia extraordinaria. La experiencia cotidiana seguiría ofreciendo una vía privilegiada de conexión entre el hacer humano y los ciclos de la naturaleza, la presencia de la physis, vínculo que se da en el estilo de vida.
Para Heller, otro rasgo configurador de lo cotidiano es la noción de uso: cada individuo llega a un mundo concreto, previamente constituido, en el que se apropia de los usos de los objetos, los saberes, los lenguajes, las instituciones y las expectativas sobre ellos. Cuanto mayor es la complejidad de esa sociedad existente, mayor es el tiempo invertido en estas apropiaciones. El proceso complejo de las apropiaciones garantiza la continuidad, pero también, mediante la objetivación de esos legados, puede dar lugar a la transformación. El escenario de esta interiorización de lo cotidiano se produce en un ambiente inmediato, un mundo cercano, que sirve de mediación con el continuo social. Este proceso de interiorización de lo existente también implica la apropiación de la alienación en la que se encuentra inmerso aquel entorno contiguo. De hecho, Heller proclama que en las sociedades contemporáneas la vida cotidiana se encuentra particularmente alienada ya que los individuos, alejados de una visión integral de lo social, se repliegan sobre la conservación de una existencia orientada a la posesión.
Volviendo a las observaciones fundacionales de Lefebvre, la posibilidad de regenerar la contemplación filosófica en la observación de lo cotidiano, operación que reivindica del legado de la filosofía materialista como también lo hace Heller, sería posible porque justamente es en la vida ordinaria donde verdaderamente se encuentra el “núcleo racional”, el centro real de la praxis. Lefebvre escinde el término “vida cotidiana” (vie quotidienne) del de “cotidianeidad” (quotidienneté).2 La primera noción se configura como una zona rica de indiferenciación originaria en la que las prácticas cotidianas perviven como residuos de un mundo aún no totalmente especializado en el que lo cotidiano y lo no cotidiano se encuentran entrelazados como efecto de totalidad de la producción social. El segundo término, “cotidianeidad”, es la degradación del primer ámbito donde se instaura definitivamente la alienación, en tanto división del mundo de la mercancía propiciado por el capitalismo. En esta degradación de lo cotidiano en lo moderno, el producto comercializado pone en entredicho la noción de obra que antes poseían los objetos y las instituciones. Este movimiento atenta contra el estilo de vida pensado como la producción poiética integral que en el “reino de la cotidianeidad” se reduce y abstrae en la esfera de la “cultura”. En palabras de Lefebvre ([1967] 1972: 52): “El estilo confería un sentido a los menores objetos, a los actos y actividades, a los gestos: un sentido sensible y no abstracto (cultural) aprehendido directamente en un simbolismo”.
Más recientemente, según Lefebvre, la fertilidad de este sustrato se vería fuertemente afectada por la constitución del “neocapitalismo” desplegado desde la década del 60 en los países desarrollados. En este nuevo escenario se instaura la “sociedad burocrática de consumo dirigido” marcada por la programación de las conductas. Ahora el terreno común e indiviso de lo cotidiano, antes terreno baldío y fecundo, espacio de circulación de residuos anacrónicos de antiguas sociabilidades, se coloca bajo la potestad de diversos subsistemas de planificación. Este panorama determina, en primer lugar, la aceleración de los actos de consumo que retroalimentan el sistema productivo en un “culto de lo efímero”; en segundo término, la creciente incapacidad por parte de los usuarios de apropiarse de los objetos y prácticas que les son impuestos produciéndose un predominio de la coacción en todos los órdenes de la vida; finalmente, el establecimiento del consumo como una actividad eminentemente semiótica, un “consumo de signos”, donde el objeto se constituye en significante de lo que imaginariamente se adquiere. En esta tercera postulación, paradójicamente, reingresa la dimensión simbólica y onírica en la vida cotidiana,3 puesta en acto por la circulación de una serie de “mitos” mediáticos que articulan una doble existencia material e imaginaria. Estas tres premisas del diagnóstico lefebvriano serán paradigmáticas, no sólo cuando fueron formuladas, sino en una serie de discursos más recientes que aún exhiben sus huellas.
La primera premisa, el “culto de lo efímero”, ha servido para caracterizar críticamente la vida cotidiana en la modernidad tardía, modernidad líquida o posmodernidad. Desde la perspectiva de Zygmunt Bauman ([2000] 2003), antes del advenimiento del “mundo líquido”, el tiempo de la alta modernidad estaba marcado por una racionalidad instrumental que pretendía eliminar el tiempo ocioso e improductivo de los procesos de producción y del campo del conocimiento en general. La conquista del tiempo implicaba subsumirlo en el orden del cómputo y así interrumpir su dinámica interna, en otras palabras: homogeneizar el tiempo. A su vez, el pasado y el futuro se encontraban vinculados por el despliegue de este vector temporal uniforme. Desde una óptica similar, David Harvey ([1989] 1998) indica que esta construcción temporal moderna se centraba en la mensurabilidad del tiempo, y su simétrica extensión al pasado y al futuro, para definir un orden epistémico que sostenía la conquista del tiempo y el espacio. En esta sociedad de productores, así lo señala Bauman ([2007] 2008), se depositaba la seguridad –entendida como una promesa direccionada al futuro– en un horizonte confiable, ordenado, regular y transparente, por lo tanto perdurable. La satisfacción de los deseos debía ser postergada en favor de la seguridad, privilegiando así el largo plazo en detrimento del bienestar instantáneo.
En cambio, para la modernidad líquida la figura central de la estabilidad se convierte en un límite estructural para el propio sistema; en esto están de acuerdo Bauman y Harvey. La paulatina aceleración en el horizonte de los procesos productivos estimula la celeridad de los actos de consumo que retroalimentan el circuito mercantil. Esta premisa ya era sostenida por Lefebvre a fines de los años 60. Estas aceleraciones interconectadas promueven la valorización de la instantaneidad. Si en la modernidad sólida el paradigma productivo todavía permitía que los sujetos pudiesen inventar, construir, usar y controlar, en el modelo contemporáneo, signado por la instantaneidad, el tiempo deviene insustancial y sin consecuencias. La crítica de Bauman concluye: la “vida ahorista” lleva a adquirir y acumular para eliminar y reemplazar, así el consumismo se constituye como una economía del engaño donde el mercado apuesta a la irracionalidad de los consumidores, apuesta a despertar la “emoción consumista”. La emoción consumista devendrá en insatisfacción cotidiana.
Las otras proposiciones de la descripción de Lefebvre, el consumo como “consumo de signos” y la incapacidad de ejercer la apropiación sobre los objetos y los saberes, también se encuentran entrelazadas con otras reflexiones precedentes y posteriores. El carácter “mitológico” de los discursos que guían los actos de consumo alude a la influyente noción de mito formulada por Roland Barthes ([1957] 2004) una década antes. El término, aplicado fundamentalmente a los discursos mediáticos, se encuentra fuertemente asociado a la evaluación alienante de lo cotidiano. Como es sabido, el nivel mítico se superpone al signo de la lengua saussureana, adicionando otro nivel de significación, en una operación que empobrece cualitativamente y produce un saber confuso, estructurado por asociaciones débiles. Su poder se cifra en la capacidad de repetición virtualmente ilimitada mientras que reduce la complejidad y contradicción de los discursos sobre los que opera. El mito es una palabra “robada y devuelta” que parasita configuraciones semióticas existentes sustrayéndolas para luego poner en su lugar un “constructo deformante”. Se trata de una imagen pobre, deliberadamente interpelante, que pretende ser consumida de manera naturalizada y despolitizada, generando un efecto de comprobación instantánea que niega su propia historicidad y su aspecto fatalmente intencional.
En este escenario, las construcciones discursivas mediáticas, particularmente la producción de imágenes, son sistemas que modelizan la experiencia de lo cotidiano. En este escenario hace su entrada la célebre formulación de La sociedad del espectáculo de Guy Debord ([1967] 2008), figura muy cercana a los planteos lefebvrianos. El espectáculo se monta sobre la preeminencia de la representación sobre la realidad estableciendo así un orden basado en la alienación, en la separación: “La separación misma forma parte de la unidad del mundo, de la praxis social global que se ha escindido en realidad e imagen” (§ 7). El espectáculo supone la instauración de un espacio de mera contemplación e inactividad que se encuentra atenazado por el sistema productivo. Ese orden de la separación se funda sobre un centro emisor de imágenes que reúne a los espectadores en tanto átomos de un conjunto social desgarrado, congrega en tanto y en cuanto dispersa. Este vector de coacción se basa en un orden visual: el consumidor-espectador, “cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de necesidad, menos comprende su propia existencia y sus propios deseos” (§ 39); retomando a Lefebvre, en este orden se acorrala el deseo.
Un ejemplo paradigmático del consumo como una actividad mitológica y espectacularizada, desde la perspectiva de Lefebvre ([1967] 1972: 130), es el de los discursos sobre el automóvil: “En él todo es sueño y simbolismo: comodidad, poder, prestigio, velocidad. Al uso práctico se superpone el consumo de signos. El objeto se hace mágico. Entra en el sueño”. El consumo toma el lugar prominente de la fiesta, al articular lo cotidiano y lo no cotidiano, al servir de pasaje entre la vigilia y el sueño, al poner en juego la dimensión del exceso con la racionalidad de la producción. Este enfoque es particularmente retomado por Jean Baudrillard en la trilogía que conforman sus primeros libros.4 Si bien define el consumo como una actividad, en oposición a Lefebvre y a Debord, su potencial se encuentra capturado por una operación que, al hacer devenir el objeto en signo, imposibilita que este objeto sea soporte de la experiencia, mediador de una “situación vivida”. El consumo contemporáneo se basa en el goce concreto y contingente de los consumidores que se racionaliza en una serie de necesidades a las cuales el sistema impone coherencia. Simultáneamente, señala que el consumo no es un modo pasivo de absorción opuesto a la actividad del ámbito productivo, ya que “es un modo activo de relación (no sólo con los objetos, sino con la colectividad y el mundo), un modo de actividad sistemática y de respuesta global en el cual se funda todo nuestro sistema cultural” (Baudrillard [1968] 2007: 223).
El autor de Cultura y simulacro alude a la noción de gasto improductivo.5 El acto de consumo se instaura sobre el impulso de gasto en tanto aparición de una riqueza manifestada, y una destrucción manifiesta d...
Índice
- Cubierta
- Acerca de este libro
- Portada
- Agradecimientos
- Introducción
- 1. Lo cotidiano
- 2. Contar
- 3. Usar
- 4. Recorrer
- 5. Arte y vida (cotidiana)
- A modo de conclusión
- Bibliografía
- Créditos