Pueblos portátiles, colonias móviles:
El traslado de expósitos a la Alta California
Fronteras y colonización
Recordemos aquel delirante párrafo en el que el clérigo Antonio Bilvao sintetizaba los usos potenciales de los expósitos, echando mano de un juego de palabras para identificar su denominación, ya no como víctimas del infortunio de la exposición, sino como objetos de un designio vital: el de “estar expuestos para todo lo que se quiera de ellos”. El corolario del citado fragmento es una frase lapidaria, que abre paso a lo que aquí pretendo explorar; la condición transferible de la materia infantil (como si de una sustancia inanimada se tratara): “¡Qué gloria Dios mío, vuelvo a decir para un Rey, pueblos portátiles, colonias móviles en sus mismos Estados para colocarlas donde convengan y a su gusto!”
Pero antes de volver a centrarnos en la figura del expósito, es imprescindible hacer una pausa y examinar lo que significó para los funcionarios borbónicos la idea de colonización. Se trata de un concepto en el que convergen de forma inevitable las dos principales preocupaciones del Estado moderno español: el incremento de la población útil y la consolidación y protección de los territorios que se encuentran bajo su dominio. La incorporación misma de la palabra “colonia” y sus derivaciones en el vocabulario político de la época revela mucho de la relación que la dinastía borbónica establecerá con la vastísima extensión territorial heredada de los Austrias y distribuida en cuatro continentes.
La llegada de la dinastía borbónica al trono implicó el fin de un sistema de gobierno, al que el hispanista John Elliott ha definido como “monarquía compuesta”, y que caracterizó el proyecto político castellano-aragonés, desde el periodo final de la reconquista cristiana en el siglo XV, hasta el reinado del último de los Austrias en el ocaso del siglo XVII. Es decir, un régimen basado en el establecimiento de redes clientelares que aseguraban al monarca la lealtad de las élites locales, a cambio de su relativa autonomía. Frente a esta tradición heredada –a la que denunciaron de inmediato como caótica y decadente–, los Borbones se presentaban como restauradores del orden y la unidad de la patria española (concepto que abarcaba exclusivamente el ámbito metropolitano), la cual buscarían afianzar a través de una reforma profunda de la legislación y las instituciones, aplicada sobre todos los territorios ocupados. Siguiendo a Ricardo García Cárcel, Elliott explica que la transición dinástica implicó “el triunfo de la España vertical sobre la España horizontal de los Austrias”. La España metropolitana buscaría a partir de entonces convertirse en “un estado uniforme y centralizado, donde no hubiera barreras institucionales, legales o eclesiásticas para el ejercicio de la voluntad soberana del rey y donde la lealtad a las patrias individuales iba a estar encajada dentro de la lealtad inclusiva a España como estado-nación”.
Esta nueva concepción de la monarquía se hizo desde luego extensiva a América española, hasta entonces controlada por una élite criolla que concebía a los funcionarios del rey como mediadores en su negociación con el monarca, antes que como figuras de autoridad efectiva. Siguiendo el ejemplo británico, los ministros de Carlos III comenzaron a emplear la palabra “colonias” para referirse a los reinos americanos (o virreinatos), expresando con ello un cambio sustancial de paradigma imperial y asumiendo el propósito de imponer un nuevo pacto de sujeción, a fin de obtener el mayor provecho político y económico para la España metropolitana. Esa fue sin lugar a dudas la intención esencial del programa de reformas que se aplicó rigurosamente sobre los territorios americanos desde mediados del siglo XVIII.
Una de las disposiciones reales de mayor impacto fue la reorganización política del imperio, que distribuyó a los territorios españoles en “intendencias”, empezando por la propia metrópoli. Con este cambio, no solamente se introdujo la figura del “intendente” (que fungía básicamente como representante directo del rey, gozando de amplias facultades), sino que se estableció una nueva estructura jurisdiccional que estaba lejos de coincidir con la división tradicional por reinos que hundía sus raíces hasta la baja Edad Media. Este reordenamiento centralizado en la capital castellana respondió, cuando menos, a tres objetivos que competían en importancia. Primero, el de romper las inercias clientelares establecidas durante el gobierno de los Austrias, a partir de la intervención de nuevos funcionarios entrenados en los preceptos del despotismo ilustrado; segundo, el de optimizar la explotación económica de las regiones, racionalizando su estructura administrativa; tercero, el de proteger sus fronteras ultramarinas frente al agresivo avance de las otras potencias europeas, particularmente Inglaterra, Francia y Rusia.
Se ha dicho con frecuencia que la América española fue el laboratorio donde los funcionarios borbónicos ensayaron sus proyectos reformistas. Sin embargo, esto no puede establecerse como una regla general, puesto que hubo casos en los que dichos proyectos se ejecutaron primero en la propia península ibérica para repetirse después (con buena o mala fortuna) en el ámbito americano. Uno de los ejemplos más notables de esto último fue la estrategia de poblar zonas deshabitadas mediante la captación de colonos “útiles”. Aunque es cierto que se concibió originalmente para ser ejecutado en territorio indiano, este plan terminó por desarrollarse primeramente en la metrópoli, durante el reinado de Carlos III (Imagen 8). La colonización de la Sierra Morena fue proyectada por Pedro Rodríguez de Campomanes y Pablo de Olavide, fiscal del Consejo de Castilla el primero, e intendente de Sevilla el segundo. Con esta empresa, emprendida en 1767, se buscaba mantener la seguridad en los caminos reales que comunicaban a la capital con las ciudades principales de Sevilla y Cádiz –vías desoladas e inhóspitas, donde se refugiaban numerosas bandas de salteadores–, y establecer una población trabajadora (cuidadosamente seleccionada) a las regiones desérticas al sur de la península.
Hay que decir que, más allá de estos empeños prácticos, el objetivo esencial del proyecto consistió en la construcción de una sociedad modelo que fuera imitada después por el resto del país. Una comunidad conformada por pequeños propietarios agrícolas –individuos útiles, devotos de la religión católica y al rey–, donde no habría cabida para la ociosidad y la vagancia. “En la experiencia de Sierra Morena –apunta Vázquez García– cristalizan todos los supuestos que habían conformado la herencia de la biopolítica española desde los arbitristas del siglo XVII hasta los reformadores de las Luces: la población (la vida) y las subsistencias (la producción) como instancias internas al propio Estado”.
Más que adaptarse a las características físicas del espacio geográfico, este modelo de asentamiento atiende al establecimiento uniforme de núcleos de población habitados por labradores en condiciones de igualdad. Las “Nuevas poblaciones” se establecieron sobre la ladera sur de la Sierra Morena (en las actuales provincias de Jaén, Córdoba y Sevilla), separadas entre sí por menos de un kilómetro, contando con la asistencia religiosa de párrocos, pertenecientes al clero secular. La preocupación poblacionista determinó que se optara por atraer a un contingente de seis mil colonos extranjeros, provenientes del centro de Europa (alemanes, suizos y flamencos), cuyo traslado aumentaría la población neta del país. Se puso especial esmero en su selección, calculando la más provechosa proporción entre hombres, mujeres y niños, y tomando en cuenta sus edades, constitución física y habilidades, así como por supuesto su profesión religiosa. Dicho modelo de ocupación territorial fue aplicado y adaptado poco después en las colonias americanas en el último tercio del siglo XVIII, con las nuevas poblaciones de Chile, Río de la Plata, la Patagonia y la Alta California.
En el caso de la Nueva España fue el visitador José de Gálvez quien entre 1767 y 1769 concibió un plan de expansión al noroeste novohispano, preocupado por las frecuentes incursiones inglesas, francesas y rusas en Norte...