
- 224 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Breve historia de las persecuciones contra la Iglesia
Descripción del libro
Jesucristo anunció persecución: "Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros". Y así ha sido desde el mismo origen de su Iglesia. La Roma pagana martirizó a los primeros cristianos, y desde entonces hasta nuestros días es difícil encontrar períodos de calma.
El autor recorre la historia y el planeta, ofreciéndonos una síntesis y también unos motivos, que contribuyen a entender el sentido y la potencia de aquel mensaje.
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Información
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Historia del mundo1.
DE LA DESCONFIANZA AL ODIO
Unos años después de la marcha al cielo de Jesucristo, sus discípulos, movidos por el Espíritu Santo, habían realizado la expansión de la Iglesia a través de las rutas marítimas del Mediterráneo y de las calzadas romanas por todo el mundo conocido. El contagio de la fe se realizó con una gran velocidad y, en pocos años, pudieron afirmar: «Somos de ayer y lo llenamos todo».
Pero enseguida los primeros seguidores de Jesús comenzaron a ser perseguidos, primero por las autoridades judías y después por las romanas. Es un hecho histórico probado que los primeros cristianos fueron perseguidos y que muchos de ellos alcanzaron la gloria mediante el martirio. De hecho, san Pedro y san Pablo murieron en Roma durante la persecución desatada por el emperador romano Nerón en el año 60 del siglo primero, y en esa ciudad se conservan sus restos.
La memoria de los mártires fue conservada en la liturgia cristiana y en la memoria de la Iglesia. Pasados los siglos, es lógico que nos preguntemos cuáles fueron las causas de esas persecuciones y qué nos dicen las vidas de esos mártires a los hombres del siglo XXI.
1. Santa Blandina y los mártires de Lyon
En la Galia narbonense, en la ciudad romana de Lugdunum, la actual Lyon, en Francia, una ciudad fundada por César en el año 43 a. de C., se encontraba la guarnición que defendía el imperio romano entre Roma y el Rhin.
En ella se reunía habitualmente el Consejo de las Tres Galias que gobernaba más de setenta cantones circundantes. El cristianismo llegó hasta aquel lugar estratégico en el año 150 de la mano de comerciantes provenientes de la lejana Asia Menor.
Pocos años llevaba de vida aquella floreciente comunidad cristiana cuando, en el año 177 y bajo el imperio de Marco Aurelio, les llegó la hora de la prueba de la fe. En pocos días la serena tranquilidad de esos cristianos se vio turbada por una durísima persecución, que dejó a su paso un buen número de mártires.
El primero en ser arrastrado al martirio fue Potino, su anciano obispo, que contaba noventa años. Murió en la cárcel poco después de ser arrestado, debido a los malos tratos recibidos durante el camino de manos del populacho y de los soldados que lo capturaron.
Tras él fueron martirizados hombres, mujeres y niños: Epagato, Santo, Maturo, Atalo, Blandina, Biblis, Póntico, Alejandro... Las narraciones de los momentos finales de esos mártires de la Iglesia han llegado hasta nosotros gracias a las cartas que los testigos presenciales enviaron a los cristianos del Asia Menor y que fueron incorporadas por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica.
Fue muy grande el asombro de aquellos cristianos por la violencia de la persecución: insultos y vejaciones del pueblo, confiscaciones de bienes, lapidaciones y cárceles. Así lo reflejaba Eusebio: «Nadie podía explicar, ni nosotros describir, la grandeza de las tribulaciones que los bienaventurados mártires han padecido, ni la rabia y furor de los gentiles contra los santos. Nuestro adversario reunió todas sus fuerzas contra nosotros, y en sus designios de perdernos, ha ido con cautela haciéndonos sentir al principio algunas señales de odio. No dejó piedra por remover, sugiriendo a sus seguidores toda clase de medios contra los siervos del Señor; llegó a tal extremo que ni en las casas, ni en los baños, ni aun en el foro, se toleraba nuestra presencia; en ningún lugar nos podíamos presentar» (Eusebio, 2002: 267).
Una vez desatada la furia del pueblo, las autoridades de la ciudad enseguida decidieron dar comienzo a los juicios y poner a los prisioneros en la tesitura de dar culto a los dioses o ser ajusticiados: «Los primeros mártires confesaron su fe con todo denuedo y alegría de ánimo. Entonces también se conocieron los que no estaban tan fuertes y preparados para tan furioso ataque. De estos, diez apostataron, lo que nos produjo gran pena, y fue causa de abundantes lágrimas, porque con su conducta atemorizaron a otros muchos, que todavía no habían sido arrestados, los cuales, a pesar de innumerables peligros, permanecieron con los que habían confesado su fe y no los abandonaron» (Eusebio, 2002: 269).
Así pues, la dureza de la persecución y de la prueba mostraron quiénes eran débiles en su fe, por el poco arraigo en sus vidas y por el lógico miedo a la muerte. Asimismo, se puso a prueba la caridad cristiana: como muestra el texto citado, los encarcelados no fueron abandonados a su suerte, sino que estaban acompañados por los demás fieles cristianos que asumían el riesgo de ser también ellos apresados.
Por otra parte, con el transcurso de los días, se ponía a prueba la confianza en Dios de los que todavía estaban libres: «Por aquellos días todos éramos presa de un gran temor y sobresalto por la incertidumbre acerca de su confesión, no temiendo el castigo inminente, sino que por temor a los tormentos alguien se echara atrás. Cada día nuevos arrestos venían a llenar los vacíos dejados por las defecciones, y muy pronto los más preclaros de los miembros de las dos iglesias, sus fundadores, fueron encarcelados» (Eusebio, 2002: 270).
Asimismo, se propalaban calumnias contra los cristianos, que alimentaban la sed de sangre de los paganos y los más bajos instintos de odio y animadversión. Algunas procedían de los siervos de las familias cristianas: «También lo fueron algunos siervos nuestros, aunque eran gentiles, porque la orden de arresto del procónsul nos englobaba a todos. Estos desgraciados, incitados por el demonio, aterrorizados por los tormentos que veían padecer a los fieles, y movidos a ello por los soldados, declararon que infanticidios, banquetes de carne humana, incestos y otros crímenes, que no se pueden nombrar, ni aun imaginar, ni es posible que jamás hombre alguno haya cometido, eran cometidos por nosotros los cristianos. Estas calumnias esparcidas entre el vulgo, conmovieron de tal manera los ánimos contra nosotros, que aun aquellos que hasta entonces, por razones de parentesco, se habían mostrado moderados, se enardecían contra nosotros. Entonces se cumplió lo que dijo el Señor: “Llegará un día en que aquellos que os quiten la vida creerán hacer un servicio a Dios” (Io 16, 2). Desde aquellos días los mártires santísimos sufrieron tales torturas, que ni explicarse pueden, con las cuales Satán pretendía hacerles confesarse reos de los crímenes de que se los acusaba» (Eusebio, 2002: 270).
En la persecución que estamos narrando, las miradas de todos se concentraban especialmente en santa Blandina, una joven cristiana que llevaba pocos años convertida y que fue encarcelada junto con su señora y los miembros de su casa: «Todos teníamos, y en particular su señora (también se encontraba entre los mártires), que aquel cuerpo tan diminuto y débil no podría confesar la fe hasta el fin; pero fue tal la fortaleza de Blandina, que los verdugos que se relevaban unos a otros desde la mañana hasta la noche, después de aplicarle todos los tormentos, tuvieron que desistir, rendidos de fatiga. Agotados todos sus recursos, quedó el cuerpo desgarrado y deshecho por los tormentos, llegando a confesar que una sola de las torturas hubiera bastado para causarle la muerte, cuánto más todas ellas. A pesar de todo, ella, como una fuerte atleta, renovaba sus fuerzas confesando la fe. Y pronunciando estas palabras: “Soy cristiana y nosotros no hacemos maldad alguna”, parecía descansar y cobrar nuevos ánimos olvidándose del dolor presente» (Eusebio, 2002: 271).
Al no poder doblegar la voluntad de Blandina, que estaba sostenida por la oración, decidieron llevarla ante el pueblo mientras se celebraban los juegos de los gladiadores: «Blandina fue expuesta a la fieras suspendida en un poste. Atada a él en forma de cruz, constantemente estuvo haciendo oración a Dios, con lo cual esforzaba el valor de los demás mártires, los cuales, en la persona de la hermana, veían con sus propios ojos la imagen de aquel que murió en la cruz crucificado por su salvación, y para demostrar a los que creyeran en Él que todo aquel que padeciera por la gloria de Cristo había de ser partícipe con Dios. No atacando ninguna fiera el cuerpo de la mártir, fue depuesta del madero y encerrada en la cárcel, y reservada para un nuevo combate. Vencido el enemigo en todas estas escaramuzas, la derrota de la tortuosa serpiente sería inevitable y segura, y con su ejemplo estimularía el valor de los hermanos. Puesto que, aunque de por sí era delicada y despreciable, revestida de la fortaleza del invicto atleta Cristo, triunfaría repetidas veces del enemigo y conseguiría, en glorioso combate, una corona inmarcesible» (Eusebio, 2002: 278-279).
El último día de los espectáculos de los gladiadores, y después de los martirios de Atalo y Alejandro, le tocó a Blandina con el joven de quince años Póntico. Sucedió después de haberles obligado a contemplar el espectáculo y de haber sido requeridos para que apostataran sin lograrlo.
Enseguida Póntico, el compañero de nuestra protagonista, falleció: «Ya solo quedaba Blandina, que, como la madre de los macabeos, había animado a sus hijos al combate y había hecho que todos la precedieran vencedores delante del rey, siguiéndoles ella a todos por el sangriento sendero que habían trazado, gozosa de su próximo triunfo, como quien ha sido convidado a un banquete nupcial, no como un condenado a las bestias. Después de tolerar los azotes, después de ser arrastrada por la fieras, después de las parrillas ardientes, fue envuelta en una red y expuesta a un toro bravo, el cual la lanzó repetidas veces por los aires. Pero ella no sintió nada, tan abstraída estaba en la esperanza de los bienes futuros y en su íntima unión con Cristo. Al fin la degollaron. Los mismos gentiles llegaron a confesar que nunca entre ellos se había visto a una mujer padecer tantos tormentos» (Eusebio, 2002: 282-283).
2. El origen de las persecuciones
Una vez recordados los hechos de la persecución de Lyon y el martirio de la joven santa Blandina, podemos preguntarnos por el origen de los edictos romanos de persecución de los cristianos.
En primer lugar, hay que recordar que, como tantas veces señalaron los Padres de la Iglesia en sus escritos, esta había nacido del costado abierto de Cristo en la cruz y, por tanto, la muerte de los cristianos por defender su fe terminó por convertirse en una verdadera semilla de nuevos cristianos (cfr. Tertuliano, 1996: 1.13).
Además, como hemos recordado, Jesús les había anunciado que serían perseguidos a causa de su nombre: «Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero quien persevere hasta el fin, ese será salvo. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra; en verdad os digo que no acabaréis las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del Hombre» (Mt 10, 16-23). Por tanto, los primeros cristianos no solo contaban con esa prueba, sino que los mártires terminaron por dar credibilidad al mensaje que deseaban transmitir.
Respecto a la actitud de los emperadores romanos, hay que recordar que Marco Aurelio publicó un rescripto en los años 176-177 en el que prohibía los nuevos cultos pues, a su modo de ver, ponían en peligro la religión del Estado. De la aplicación de ese decreto se desataron las persecuciones de Roma, donde falleció san Justino, el famoso apologeta, y los mártires de Lyon.
La debilidad de la solución adoptada por Marco Aurelio se descubrió enseguida, pues precisamente eran los cristianos quienes mejor vivían los valores tradicionales de Roma: moral austera, fidelidad en el matrimonio y, en general, honradez cívica.
El imperio romano se sustentaba en el derecho. De ahí que Tertuliano acusara al Estado de proceder, en su persecución contra los cristianos, sin una base jurídica y de un modo incoherente. El cristianismo fue considerado una religión ilícita, y como tal fue tratada jurídicamente desde la persecución del emperador Nerón en el siglo I. Así lo resumía Tertuliano: «Se dispersaron por el orbe, obedeciendo al precepto del Maestro, después de haber también padecido de los judíos perseguidores. Fiados de la verdad, terminaron por sembrar con júbilo la sangre cristiana en Roma cuando la persecución de Nerón» (Tertuliano 1996: 21.53).
Los cristianos eran conscientes de que solo podían dar culto a Dios, al Dios verdadero, en Jesucristo. Por tanto, la negación a participar en el culto estatal provocó la pobre base jurídica de religión ilícita. La actitud del Estado, que toleraba a los judíos pero no a los cristianos, se fue incrementando según fueron creciendo los discípulos de Jesús y extendiéndose por las diversas tierras, razas y niveles social...
Índice
- Portada
- Introducción
- 1. De la desconfianza al odio
- 2. El alimento eucarístico
- 3. Los pensadores paganos
- 4. San Atanasio y los arrianos
- 5. La lucha por las imágenes
- 6. Los voluntarios mozárabes
- 7. La confesión
- 8. Los mártires americanos
- 9. Mártires ingleses
- 10. La caridad, puerta del Oriente
- 11. La Revolución francesa
- 12. El anticlericalismo del siglo XIX
- 13. El celibato sacerdotal
- 14. Misiones en África
- 15. Los cristeros
- 16. La Guerra Civil española
- 17. La persecución comunista
- 18. Edith Stein y el nazismo
- 19. La persecución en la actualidad
- Conclusiones
- Bibliografía