Mi conversión
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De Union Square a Roma

  1. 176 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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De Union Square a Roma

Descripción del libro

Dorothy Day (1897-1980) crece en Chicago. Trabaja como periodista revolucionaria en publicaciones de la izquierda americana, defendiendo activamente los derechos de la mujer, el amor libre y el aborto. Ella misma aborta su primer hijo por temor a ser abandonada por su amante. Por su defensa de los pobres y de la justicia social es considerada por muchos - entre ellos, por Barack Obama- como una de las grandes reformadoras de la historia americana, que supo "oponerse a las lisonjas ideológicas de su tiempo para elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe (...). Dios la condujo a una adhesión consciente a la Iglesia, a una vida dedicada a los desheredados" (Benedicto XVI, 13 de febrero de 2013).
Su proceso de beatificación, ya iniciado, "podría recordar a muchas mujeres de hoy lo grande que es la misericordia de Dios (...). Ella estuvo al margen de la fe y supo descubrir el camino correcto para vivir en plena coherencia con la exigencia de la fe católica" (Cardenal John O'Connor). Este es su relato.

 

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Información

ISBN del libro electrónico
9788432144578
1.
POR QUÉ
Me resulta difícil sumergirme en el pasado, pero es algo que hay que hacer y que pesa sobre mí como una losa. San Pedro afirma que debemos dar razón de nuestra fe: lo que yo pretendo es ofrecerte esas razones.
Esto no es una autobiografía. Soy una mujer que ha cumplido cuarenta años y no tengo intención de dejar por escrito la historia de mi vida. Te ruego que lo tengas presente mientras lees esto. Aunque es cierto que muchas veces el temor que nos inspiran nuestros pecados nos hace volvernos a Dios, lo que me interesa exponer en este libro es la sucesión de acontecimientos que me llevaron a sus pies, los atisbos que fui recibiendo de Él durante muchos años y que me hicieron sentir la imperiosa necesidad de Dios y de la religión. Intentaré recorrer y te mostraré los pasos que me condujeron a abrazar la fe que creo que anidó siempre en mi corazón. Por eso, la mayor parte del tiempo hablaré de lo bueno que encontré en un entorno y entre una gente que se habían propuesto rechazar a Dios.
Lo característico del ateo consiste en el rechazo deliberado de Dios. Y como tú no rechazas a Dios ni abrazas el mal deliberadamente, no eres ateo. Puesto que juzgas y niegas con tus palabras lo que no niegan ni tu corazón ni tu mente, considérate un agnóstico.
A pesar de sentirme poderosa e irresistiblemente atraída hacia Dios, a veces también he elegido deliberadamente el mal. Es difícil decir hasta qué punto me indujeron a elegirlo. Aquí lo importante no es en qué medida influyeron en mi estilo de vida los profesores, los compañeros o las lecturas. El hecho es que hubo en ello mucho de elección deliberada. Generalmente lo hice siguiendo «los designios y deseos de mi propio corazón»; otras veces fue quizá esa idea baudeleriana de elegir «el camino que desciende hacia la salvación»; y otras intervino la libertad, ese libre albedrío cuya existencia es probable que yo negara en aquella época. Y por eso, por ser deliberado y por conocer su gravedad, fue un pecado mortal que ojalá Dios me perdone. Fueron la arrogancia y el sufrimiento de la juventud. Una simple excusa, patética, pobre y miserable.
Ese anhelo de estar con los pobres, los humildes y los abandonados ¿no iría mezclado con el torpe deseo de unirme a los disolutos? Mauriac se refiere a este orgullo y a esta hipocresía sutiles: «Existe una hipocresía peor que la de los fariseos: el cubrirse con el ejemplo de Cristo para ceder a la propia lujuria y buscar la compañía de los disolutos».
Digo esto porque a veces, mientras escribo, me asusta mi conjetura. Como me asusta también no contar o distorsionar la verdad. No puedo garantizar que no lo haga, pues escribo del pasado. Pero toda mi perspectiva ha cambiado y, cuando busco las causas de mi conversión, a veces me vienen a la mente unas cosas, y a veces otras distintas.
Por mucho que deseemos conocernos, lo cierto es que no nos conocemos. ¿De verdad queremos vernos como nos ve Dios, o como nos ve el resto de nuestros semejantes? Dada nuestra debilidad ¿podríamos asumirlo? Conoces ese sentimiento de alegría que a veces nos asalta, vestido —por así decirlo— bajo el ropaje de la satisfacción con el mundo y con nosotros mismos. Somos nosotros y no queremos ser ningún otro. Estamos contentos de que Dios nos haya hecho como somos y no deseamos parecernos a nadie más. La felicidad y la alegría de nuestro estado de ánimo, en función del tiempo o de la salud de que gocemos, son puramente animales. No queremos recibir esa nítida visión interior que nos descubra nuestros defectos más ocultos. Los salmos contienen esta oración: «De las faltas ocultas absuélveme». No sabemos cuánto orgullo y cuánto amor propio hay en nosotros hasta que alguien a quien respetamos y amamos se vuelve en nuestra contra. Entonces, esa afrenta, esa ofensa repentina que recibimos, nos descubre con deslumbrante claridad nuestro amor propio, y nos sentimos avergonzados...
Empezaré escribiendo cómo descubrí la Biblia y la impresión que produjo en mí. Debía de leerla con frecuencia, porque en mi juventud me acompañaron numerosos pasajes que me inquietaban y perseguían. ¿Conoces los salmos? Fueron mi principal lectura mientras estuve en la prisión de Occoquan. Los leía con la sensación de estar recuperando algo que había perdido. Hallaban un eco en mi corazón. ¿Cómo puede haber alguien que conozca la aflicción y la felicidad humanas y no reaccione ante estas palabras?
«Desde lo más profundo, Te invoco, Señor.
Señor, escucha mi clamor;
estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.
Si llevas cuenta de las culpas, Señor, Señor mío, ¿quién podrá quedar en pie?
Pero en Ti está el perdón,
y así mantenemos tu temor.
Espero en Ti, Señor.
Mi alma espera en su palabra;
mi alma espera en el Señor
más que los centinelas la aurora.
Los centinelas esperan la aurora,
pero tú, Israel, espera en el Señor;
pues en el Señor está la misericordia,
en Él, la redención abundante.
Él redimirá a Israel
de todas sus culpas».
«Señor, escucha mi oración,
por tu fidelidad presta oídos a mi súplica;
por tu justicia escúchame.
No entres en juicio con tu siervo,
pues ante ti ningún viviente es justo.
El enemigo persigue mi alma,
aplasta mi vida contra el suelo,
me hace habitar en las tinieblas
como los que están muertos para siempre.
Mi espíritu desfallece;
desolado está mi corazón dentro de mí.
Recuerdo los días antiguos,
medito en todas tus hazañas,
considero las obras de tus manos.
Extiendo mis manos hacia Ti,
mi alma está ante Ti como tierra reseca.
Date prisa en responderme, Señor,
se me acaba el aliento.
No me escondas tu rostro,
y sea como los que bajan a la fosa.
De mañana hazme sentir tu misericordia,
porque confío en Ti.
Muéstrame el camino que debo seguir,
que a Ti levanto mi alma».
Durante aquellos tediosos primeros días de aislamiento en la cárcel, los únicos pensamientos que aportaban consuelo a mi alma eran esos versículos de los salmos que expresaban el temor y la miseria del hombre sumido repentinamente en la aflicción y el abandono. La soledad, el hambre y el hastío agudizaban mi sensibilidad hasta tal punto que, además de mi propio dolor, sufría también el de quienes me rodeaban. Dejé de ser yo: era el hombre. Dejé de ser una joven radical que perseguía la justicia para los oprimidos: era el oprimido. Era esa drogadicta que gritaba y se revolvía en su celda, golpeándose la cabeza contra el muro. Era esa ratera cuya rebelión le había valido el aislamiento. Era esa mujer que había acabado con la vida de sus hijos y asesinado a su amante.
Me rodeaban las tinieblas del infierno. Me envolvía todo el dolor del mundo. Como quien ha caído en un foso. La esperanza me había abandonado. Era esa madre a cuya hija habían violado y asesinado; era la madre que había dado a luz al monstruo culpable de ese crimen; era incluso ese monstruo y en mi corazón estaba contenida toda aberración.
Cuando releo esto, me parece una visión desproporcionada y demasiado apasionada de las reacciones de una joven reclusa. Pero, si vives mucho tiempo en los suburbios de las ciudades, si te codeas permanentemente con el pecado y el sufrimiento, es difícil percibirlo con tanta evidencia. Muchas veces pienso que la gente tiene un instinto de protección que le impide acercarse demasiado al sufrimiento de los demás. Se apartan de él y se acostumbran. Los periódicos y su modo de presentar los crímenes atestiguan la repugnante verdad de que leer sobre el sufrimiento ajeno provoca una excitación y un placer secretos. Podría decirse que constatar la tragedia de las vidas ajenas produce una sensación superficial. Pero quien ha aceptado la necesidad y la pobreza como el camino por el que transitar en esta vida, no blinda su sensibilidad ante el dolor ajeno.
Y si el Espíritu Santo no hubiera estado ahí para confortarme ¿cómo podría haber hallado consuelo, cómo podría haber resistido, cómo podría haber conservado la esperanza?
La imitación de Cristo es un libro que me ha acompañado toda la vida. Nunca he dejado de tropezarme con algún ejemplar y su lectura siempre me ha consolado. En el trasfondo de mi vida he percibido una fuerza latente que acabaría elevándome.
Más tarde conocí el poema de Francis Thompson, El sabueso del cielo, y me conmovió su fuerza. Fue Eugene O’Neill quien me lo recitó por primera vez en el cuarto interior de una taberna de Sixth Avenue donde solían reunirse actores y autores de la Princetown[1] después de sus representaciones:
«Le huía noche y día
a través de los arcos de los años,
y le huía a porfía
por entre los tortuosos aledaños
de mi alma, y me cubría
con la niebla del llanto».
A lo largo de mi vida diaria, en quienes trataba, en aquello que leía y oía, percibía esa sensación de ser perseguida y deseada; una sensación esperanzada y expectante.
En aquella época leí todas las novelas de Dostoievski, lo que supuso —como dice Berdyaev[2]— una profunda experiencia espiritual. La escena de Crimen y castigo en la que la joven prostituta lee a Raskolnikov el Nuevo Testamento, sintiendo el pecado que pesaba sobre él con más intensidad que el propio; el relato El ladrón honrado; pasajes de Los hermanos Karamazov como las palabras del padre Zosima, la conversión de Mitia en la cárcel, la leyenda del Gran Inquisi...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. PRÓLOGO
  7. INTRODUCCIÓN
  8. 1. POR QUÉ
  9. 2. INFANCIA
  10. 3. PRIMEROS AÑOS
  11. 4. UNIVERSIDAD
  12. 5. RAYNA PROHME
  13. 6. NUEVA YORK
  14. 7. PERIODISMO
  15. 8. UNA VIDA DISCIPLINADA
  16. 9. CHICAGO
  17. 10. PAZ
  18. 11. UNA NUEVA VIDA
  19. 12. EL TRIGO Y LA CIZAÑA
  20. 13. TUS TRES OBJECIONES
  21. EPÍLOGO