1. Introducción por la filosofía
En este sentido, fue sin duda el existencialismo sartreano el que diseñó un módulo de vasta influencia en el planteamiento de las relaciones entre teoría y política. Esta presencia de la filosofía existencialista hundía sus raíces en períodos anteriores, como que en el I Congreso Nacional de Filosofía, celebrado en 1948, le había sido dedicada una sesión plenaria con las exposiciones de Nicola Abbagnano, Hernán Benítez, Karl Löwith, Gabriel Marcel y Carlos Astrada. Antes, la revista Sur presentaba en 1939 al lector argentino la traducción de La chambre del entonces escasamente conocido filósofo francés, y de allí en más este medio daría cuenta del desarrollo de la obra de Sartre en sucesivas recensiones.
No obstante, ya fuere porque en la selección de los filósofos existencialistas efectuada desde aquellos campos resultaran privilegiadas las producciones de Jaspers o de Heidegger por sobre las del autor de El ser y la nada, o bien porque los mensajes provenientes del ámbito universitario estuvieran deslegitimados ante los ojos de los jóvenes intelectuales denuncialistas, lo cierto es que la influencia del sartrismo se verificará en especial desde los márgenes de los espacios académicos e institucionales, acentuando el proceso de decreciente gravitación del sector profesionalizado de la filosofía sobre un entorno cultural más amplio. Así, mientras en la década de 1930 Alejandro Korn aún hablaba –como antes José Ingenieros– desde la filosofía hacia la sociedad, progresivamente se percibe la tendencia de este discurso a quedar encerrado en los límites de la institución. Por el contrario, un rasgo relevante de la franja intelectual crítica es que en su misma autopercepción se halla explicitada la protesta contra la filosofía académica, identificada con una reflexión poco articulada con la realidad nacional, y esta desconexión será contemplada como la porción mistificadora de unas filosofías en las que hallaban ausente el aspecto concreto y comprometido que todo pensamiento debía contener para resultar validado. En una evocación actual de aquellos años, uno de los entonces jóvenes componentes de esa franja se contrapone a Eliseo Verón al recordar que entonces “Masotta y yo […] éramos como forasteros en la Facultad de Filosofía y Letras” (cit. en Correas, 1991: 63); pero no es menos cierto que aun ocupando espacios diversos y albergando distintos proyectos de identidad intelectual, el mismo Verón criticaba en 1962 que el espiritualismo dominara “enteramente el campo de nuestra filosofía académica” (Verón, 1962b: 15). Y mal podría no dársele la razón si se consideran como en verdad representativas las cuatro tendencias que Miguel Ángel Virasoro había puntualizado un año antes cubriendo a su entender el entero panorama nacional: una corriente fenomenológica proyectada en Francisco Romero mediante la recuperación de la temática scheleriana; otra compuesta por “pensadores personales” como Macedonio Fernández o Alberto Rougés; una tercera integrada por los católicos neotomistas Nimio de Anquín, Octavio Derisi o Ismael Quiles, y, por fin, la de quienes asimilaban críticamente las nuevas doctrinas –sobre todo el existencialismo espiritualista de Kierkegaard o Marcel–, como Ángel Vasallo, Vicente Fatone o Astrada (Virasoro, 1961: 276-280). Tanto en páginas dedicadas por Romero a homenajear a Alejandro Korn cuanto en unas reflexiones publicadas por Eugenio Pucciarelli en la revista Centro (órgano del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras que en otras páginas descalificaba a esa misma propuesta por academicista) es posible advertir con facilidad que las inspiraciones teóricas eran divergentes respecto de las privilegiadas por la franja denuncialista, y que también lo es la función asignada en cada caso a la figura del intelectual.
Como contrapartida, algunos intelectuales críticos identificarán la actividad universitaria con la esterilidad o, peor aún, con su puesta al servicio de intereses irremisiblemente antipopulares. Así, al escribir Moral burguesa y revolución (sobre la base de diálogos de prisioneros anticastristas capturados en la invasión a Cuba de 1961), León Rozitchner (1963a: 11) cuestionará “la actividad pseudofilosófica que se desarrolla oficialmente en las universidades de nuestro país, dedicada toda ella a ocultar, precisamente en nombre del conocimiento, aquel que se refiere a las situaciones más dramáticas que nos toca comprender en nuestro momento histórico”. Y en la solapa de ese mismo libro, Oscar Masotta extiende no sin vértigo ese paralelismo entre academia y despreocupación por los problemas reales a un amplísimo ámbito doctrinario, ya que para él “quien dice filosofía ajena al marxismo dice, en nuestro país, filosofía universitaria”, dibujando de paso con esa referencia a otro miembro de la franja crítica un movimiento de consagración horizontal típico de momentos de crisis de hegemonía del campo intelectual, y por el cual quienes ingresan al mismo rehúsan el reconocimiento desde la cúspide de los ya distinguidos y apelan por ende a autoconsagrarse entre sí.
Es evidente pues que el deseo de una filosofía comprometida y eficaz en su relación con la política no hallaba en el terreno académico una satisfacción a demandas que se enunciaban desde un especial malestar en la cultura generado por la crisis de valores de la segunda posguerra (para referirse al cual el mismo Sartre tomará alguna vez la expresión unamuniana de “sentimiento trágico de la vida”), y que en las circunstancias argentinas resultaba particularizado por la situación de estos intelectuales en el período peronista. Esos afanes a la vez innovadores en el ámbito filosófico y exigentes de una teoría articulable con la realidad nacional buscaron y encontraron dicha inspiración en teorías que pretendían el rescate de la especificidad de cada coyuntura. Del primer número de Cuestiones de Filosofía (en cuyas páginas transcurre buena parte del laboratorio filosófico crítico de entonces) puede extraerse una afirmación que resume este espíritu y enmarca un perfil de intelectual:
Si no somos religiosos, tampoco somos empiristas lógicos, y lo que proponemos es una filosofía siempre enraizada en la situación humana concreta del hombre que filosofa […]. Y es precisamente esta la razón por la que acusamos de mala fe al intelectual de derecha, comprendidos, claro está, Jaspers y los redactores de Sur. Porque ellos hablan de un hombre y una libertad absolutas, incondicionadas, en una palabra, ahistóricos (Galmarini, 1962: 62).
Esta pesquisa por detectar el punto donde se anudan una subjetividad y el núcleo duro de la realidad pudo cobijarse bajo diversos referentes ideológicos, y con seguridad muchos podrían haber experimentado la misma fascinación que Sartre confesó como propia y de su generación por el libro Hacia lo concreto de Jean Wahl, en cuyo título encontraron depositado todo un programa que los intelectuales críticos franceses recorrerían durante los años de la segunda guerra y posteriormente. Entre nosotros, que la verdad es siempre concreta era lo que también proclamaba Carlos Astrada (1956: 91) desde la creciente influencia del hegelianismo, mientras ese mismo sesgo era retomado en un intento por fusionar psicología con marxismo (Bleger, 1958: 36; Aricó, 1988: 69), así como ha podido remarcarse idéntica voluntad en el sintagma “la búsqueda de la realidad” con el que Juan Carlos Portantiero decidía titular uno de los capítulos de su estudio dedicado a la literatura argentina.
En todos los casos, esta pasión por lo concreto se comunicará con la atracción por una práctica que permitiera el pasaje hacia el otro lado de un espejo que sólo les devolvía la imagen de una realidad falsificada de la que querían hurtarse. Dentro del conjunto de prácticas posibles, las que parecían garantizar aquel acceso más inmediato a lo real fueron localizadas en el trabajo o la lucha política. Justamente, el desprestigio de Heidegger entre los intelectuales críticos bien podría haberse fundado en el “funesto error” de 1933 –ese eufemismo para aludir a las relaciones del filósofo de Freiburg con el régimen nazi–, pero en los aspectos puramente teóricos su propuesta pudo ser considerada estimulante cuando se encontró cierto privilegio por de la praxis contenido en El ser y el tiempo, y por el contrario fueron descalificadas sus reflexiones posteriores en las que el hombre no es la fuerza transformadora de su realidad y de la historia sino un ser obediente de esa totalidad que ofuscaría su voluntad.
Cerrando un círculo, esta concepción haría de su ahincada tematización de las cuestiones político-sociales una suerte de programa alternativo dentro de la disciplina filosófica, y si es en nombre del espíritu como se ha pretendido enmascarar la realidad y eludir esa piedra de toque de la política, en alguna de sus derivaciones –como la ejemplarmente representada por el grupo de la revista Contorno– se diseñará una ideología que en su rechazo del espiritualismo liberal construyó una concepción corporalista (con una oposición análoga hacia lo que Sartre en un difundido artículo había llamado “la maloliente salmuera del Espíritu”) y al mismo tiempo fuertemente historizada, así como encuadrada –al igual que en la propia producción sartreana– en una visión de la política que la torna atendible cuando a través de ella se generan situaciones existenciales que confrontan a los individuos con los límites de conductas fuertemente moralizadas. Dentro de otro registro que compatibilizaba estas creencias con las provenientes del nacional-populismo y de una lectura economicista del marxismo, Hernández Arregui (1973 [1960]: 34 y 444) resolverá asimismo las crisis del espíritu en las del imperialismo, y a la misma moral en la política, que es la que en rigor trata con esas realidades primeras que tienen que ver no con etéreos sentimientos sino con contundentes procesos económicos, pugnas internacionales y enfrentamientos de clases.
Empero, por haberse labrado a lo largo de una historia de dominaciones, las marcas que esta materialidad enajenante ha inscripto sobre el cuerpo de los hombres pueden ser levantadas por el hombre mismo invirtiendo el sentido de dicha historia, y con esta otra categoría se completaba la estructura ideológica del humanismo historicista que será uno de los rasgos centrales de la cultura de la década. El marxismo constituirá en este aspecto una especie del género humanismo, y era esta impronta la que permitía un tránsito más fluido desde el existencialismo hacia el materialismo histórico, posibilitando que en Cuestiones de Filosofía este último fuera presentado como la teoría más totalizadora y por ende más válida al poner “como centro de su preocupación al hombre que se transforma a sí mismo a través de su práctica”. ¿Y acaso el propio Sartre (1967a: 334) no había proclamado que el existencialismo era precisamente un humanismo, y que habían sido necesarios dos siglos de crisis de la fe y de la ciencia para que el hombre recuperara esa libertad creadora que Descartes había colocado en Dios y para que se abriera paso la evidencia de que el hombre es el ser cuya aparición hace que un mundo exista?
Este humanismo existencialista estaba no obstante atravesado por esa carencia constitutiva del hombre que lo convertía en “una pasión inútil”, aunque una observación más precisa de la curva de ese movimiento entre nosotros permite mostrar que se produce una oscilación por la cual el encuentro con la noción de revolución va marcando el pasaje desde este humanismo de signo trágico hacia otro confiadamente optimista en la capacidad de transformación de las estructuras despóticas que pesan sobre los hombres, y en las derivaciones de este deslizamiento será posible detectar asimismo una variación desde el intelectual del compromiso hacia otro más confiado en dicha posibilidad revolucionaria y más demandante de un lugar orgánico en sus relaciones con las clases subalternas.
El manto de escepticismo que la primera versión podía cobijar es el que puede hallarse sobre todo en algunos ensayos y narraciones de los primeros años de la franja denuncialista; posteriormente esta entonación va a ser en buena medida abandonada no sin alegría en manos de quienes como H. A. Murena proseguirán desde Sur el ensañamiento con los males metafísicos y por lo tanto ilevantables que un desgraciado destino ontológico habría señalado para estas latitudes, mientras la franja crítica llegará a sentirse aliada del huracán de la historia para poder proclamar: “Nada de pecados originales, pues, sino la imprescindible historización de los fenómenos” (David Viñas, 1982 [1964]: 76). Y si un clima análogo al de aquel pesimismo existencialista, ahora centrado en el tema de la “incomunicación”, es el que circulaba en la filmografía de Ingmar Bergman y que permitió comparar su película El silencio con el drama sartreano Huis-clos, al igual que en La noia, la novela de Moravia traducida como El aburrimiento por Losada con un indudable éxito de ventas, ya en 1963 la revista Primera Plana al comentar el film local Los inconstantes de Rodolfo Kuhn había organizado una argumentación compartida con la izquierda cultural argentina: la desesperanza y la noia pertenecen al mundo vaciado de sentido de los sectores medios y altos de la sociedad burguesa, con lo cual la ausencia de comunicación dejaba de ser una falla esencial de las relaciones entre los seres humanos y pasaba a constituir un atributo histórico-social que había nacido con las sociedades divididas en clases y que con ellas moriría (Sebreli, 1986 [1960]: 103).
Esta convicción humanocéntrica y optimista será vertebrada desde diversas posiciones de izquierda, y está diáfanamente expresada en una entrega de la Gaceta Literaria que enuncia la confianza de que son “los hombres los que pueden liberarse de una vez y para siempre de la maldad y de la ignorancia en que han yacido hasta este tiempo” (Seiguerman y Orgambide, 1958: 9). De pronto, toda la producción de significados se reabsorbe en el hacer humano, y el rescate del hombre como sujeto soberano hallará su ámbito privilegiado de realización en una práctica eficaz. Por ello el marxismo podía y debía revisarse a sí mismo para desembarazarse de sus lastres positivistas, y con la condición de mantener sólidamente aferrada la unidad teórico-práctica, ya que “una auténtica crítica marxista del marxismo debe integrarse, en cualquier plano, detectando las carencias objetivas y negándolas con vistas a las posibilidades reales de una praxis inmediata” (Terán, 1965: 3).
Estos vaivenes de los saberes dentro del campo intelectual requieren la atención del historiador de la cultura del período en la medida en que se articularon con núcleos influyentes de las ideologías más difundidas dentro de la intelectualidad crítica. Si ello fue posible no se debió al puro poder de convicción que aquellos ideologemas pudieron contener, sino a que coincidieron de hecho con acontecimientos históricos y con mandatos más extendidos que alimentaron el voluntarismo político destinado a transformar las estructuras económicas y sociales. En síntesis, que si la generación de Sartre se abocó en Francia a la conformación de una filosofía que eludiera el espiritualismo hasta entonces dominante, en la Argentina una preocupación análoga nació en una franja crítica de la cultura nacional, y ese grupo de intelectuales atraídos con vigor por las cuestiones sociales y políticas encontró en aquellos desarrollos filosóficos franceses un refer...