Miami y el sitio de Chicago
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Miami y el sitio de Chicago

Norman Mailer

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  1. 250 páginas
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Miami y el sitio de Chicago

Norman Mailer

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En el verano de 1968, en plena Guerra de Vietnam y tras turbios sucesos como el asesinato de Martin Luther King o el de Bobby Kennedy, los republicanos se reunieron en Miami y eligieron como candidato al impopular Richard Nixon, mientras los demócratas apoyaban en Chicago la candidatura del ineficaz vicepresidente Hubert Humphrey. Televisiones de todo el país mostraron a manifestantes antibelicistas abarrotando las calles de Chicago y a la policía desbocada, golpeando y arrestando a manifestantes y delegados por igual. Una imagen de caos que probablemente sentenció las posibilidades de Humphrey en la campaña de otoño contra Nixon, en un año decisivo para la política estadounidense contemporánea, del que surgió el país amargamente dividido de nuestros días. Durante su cobertura en Chicago, el propio Mailer estuvo a punto de ser arrestado cuando a la policía del alcalde Daley se le fue la mano contra los yippies, los hippies y los medios de comunicación.Con su característico estilo descriptivo, Mailer narra las dos convenciones analizando con agudeza el perfil de los candidatos y su entorno: desde los republicanos Richard Nixon, Nelson Rockefeller y Ronald Reagan en Miami, hasta los demócratas Hubert Humphrey, Lyndon Johnson y Eugene McCarthy en Chicago.

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Información

Año
2014
ISBN
9788494287862
1.
Nixon en Miami
Del 5 al 9 de agosto
1.1
Cortaron la cinta, quitaron el tapón y en 1915 Miami Beach nació. Un pueblo modesto al que llamaron ciudad, con nueve décimas partes selváticas. Una isla. Se extendía sobre una costa frente a la bahía Biscayne, frente a la joven Miami: puede decirse que, cuando en 1868 Henry Lum, buscador de oro en California, la vio por vez primera desde un barco, la isla no era más que una jungla con cocoteros en las playas, marismas con mangles y matas de palmito a apenas tres metros del agua. Pero ya en 1915 la veta se explotaba. John S. Collins, dueño de un vivero de Nueva Jersey (en homenaje al cual lleva su nombre la avenida Collins), plantó allí judías y aguacates; un señor llamado Carl G. Fisher, nacido en Indiana —creador de Prestolite, millonario— le compró las tierras a Collins, trasladó un cargamento grande de maquinaria, trabajadores, e incluso dos elefantes, y limpió la jungla, se volvieron a llenar los pantanos, se levantaron islas como residencias con el barro del lecho de la bahía, dragado y trasladado a otro lugar, se ampliaron islas naturales cercanas a las de la costa, se asfaltaron calles y se construyeron aceras, además de otras comodidades, de tal forma que en 1968, cien años después de que Lum divisara la playa, grandes zonas de la costa original se encontraban totalmente cubiertas de macadán, edificios de blancos apartamentos, hoteles blancos de lujo y moteles de mala muerte de estuco blanco. Cubrieron cientos y posteriormente miles de hectáreas de jungla con aceras blancas, calles blancas y edificios blancos. ¿No es parecido a taparse el triste vello púbico con un esparadrapo durante cincuenta años? Los recuerdos del vegetal arrancado hundían Miami Beach en una fuente de miasmas. Fantasmas de flora extirpada, los sordos aullidos de la vegetación aplastada bajo el asfalto nacían como una maldición tropical, un sudor húmedo y pesado, ecuatorial, que recorría el asfalto horneado y viciaba el aire caliente que se metía en los pulmones como una mano en un guante de goma.
La temperatura no estaba tan mal. Permanecía fija en los 30º C día tras día, y de noche descendía a los 27º C y regresaba a los 30º C por la mañana —según la oficina de información de Miami Beach, en 1967 la temperatura había sobrepasado los 32º C tan solo cuatro veces (algo bien lejos de la realidad de Nueva York)—. Aunque en Miami Beach no era necesario que la temperatura subiera demasiado, dado que la humedad llegaba al 87%, así que durante todos los días de la convención republicana de 1968, fue una de las ciudades más calurosas del mundo. El cronista no era experto en calores tropicales. Había tenido que enfrentarse, habría de admitir, al calor de la isla de Luzon durante la Segunda Guerra Mundial, se había entrenado en los bosques de Forth Bragg, Carolina del Norte, en agosto; había pasado una semana en Las Vegas en julio con temperaturas de 45º C; había cruzado de día el desierto de Mojave, y estaba familiarizado con el metro de Nueva York en hora punta en los días más calurosos del año. Todos estos retos eran importantes inmersiones —uno no necesita irse al Congo para saber cómo debe de ser un invernadero en el infierno—, pero esos 32º C permanentes día tras día competían contra otro tipo de encuentros sulfúricos. Cuando uno recorría las calles entre el tráfico a las cinco de la tarde, con camisa, corbata y chaqueta —uniforme formal y tácitamente exigido a los periodistas— tras haber tenido la fortuna de encontrar un taxi viejo sin aire acondicionado, la sensación al respirar, y por tanto al vivir, no difería mucho de la de verse forzado a hacer el amor con una mujer de ciento cincuenta kilos a quien le gusta ponerse arriba. ¿Me entienden? No se podía dominar nada. Aquella jungla extirpada parecía gritar desde abajo.
Por supuesto que podía uno utilizar el aire acondicionado: clima natural transformado por tecnología climática. Dicen que en Miami Beach se lleva a tal punto el aire acondicionado que las mujeres pueden usar abrigos de piel encima de sus diamantes pese a estar en el trópico. A lo largo de dieciséis kilómetros, desde el Diplomat hasta el Di Lido, por encima de Hallandale Beach Boulevar hasta el Lincoln Mall, se podían ver refrigeradores blancos unos encima de otros en edificios de seis, ocho o doce plantas, de veinte, como terrones de azúcar en cubiteras, como mezquitas y palacios diseñados como equipaje blanco a juego y radios portátiles, altavoces, discos de plástico y anillos de plástico, castillos moros con forma de molde para hacer gofres, de placa deflectora de radiadores eléctricos de plástico blanco, cilindros similares a licuadoras Waring, edificios que asemejan enormes pinturas op art y pop art, y pesados pasteles de boda, algodones kitsch y cantidades de yeso de algodón sucio, sí, todo en dieciséis kilómetros, los hoteles de los delegados estaban junto a la plata de la avenida Collins: el Eden Roc y el Fontainebleau (cuartel general de la prensa), el Di Lido y el De Lano, el Ivanhoe, el Deauville, el Sherry Frontenac y el Monte Carlo, el Cadillac, el Caribbean y el Balmoral, el Lucerne, el Hilton Plaza, el Doral Beach, el Sorrento, el Marco Polo, el Casablanca y el Atlantis, el Hilyard Mannor, el Sans Souci, el Algiers, el Carillon, el Seville, el Gaylord, el Shore Club, el Nautilus, el Montmartre y el Promenade, el Bal Harbour en North Bay Causeway y el Twelve Caesars, el Regency y el Americana, el Diplomat, el Versailles, el Coronado, el Sovereign, el Waldman, el Beau Rivage, el Crown Hotel e incluso el Holiday Inn, todos como oasis para el hombre tecnológico. Aire acondicionado a máximo rendimiento que descendía la temperatura a los 20º C, palacios de hielo para enfriar las mentes febriles, cuando el aire acondicionado funcionaba. Y los muebles eran de un materialismo monumental. No todos: los más baratos del centro, como el Di Lido y el Nautilus, eran cutres y míseros, con fundas de vinilo en los sofás y el plástico brillante en las alfombras, mesas y azulejos, hoteles baratos de colores marrón claro y crema o gris pálido, aunque en los más prestigiosos como el Fontainebleau y el Eden Roc, el Doral Beach, el Hilton Plaza (cuartel general de Nixon), el Deauville (cuartel general de Reagan) o el Americana —terreno propio de Rockefeller y la delegación del estado de Nueva York— abundaban los entrecruzamientos, curvas, bóvedas y muebles enmarañados como serpientes en las raíces de un árbol en un manglar. Los ríos del peor gusto iban a parar al delta de los vestíbulos de todos los hoteles de Miami Beach, y eran pocas las habitaciones principales que no parecían de palacios de película, imitación de las imitaciones de tardorrenacentistas de estatuas griegas y romanas, imitaciones del barroco, el rococó, el burdel victoriano, el modernismo y la Bauhaus con uvas doradas y cornucopias soldadas a modernos tubos de bronce del sillón, molduras doradas que pasaban de una habitación a otra, complejos candelabros como la armadura de una dinamo y escalones curvilíneos en forma de amebas y de paletas para pintar, barras de bar rosa oscuro y decorados de yeso de tubos de algodón de azúcar retrepados en la bóveda. Allí estaban todos los colores iridiscentes en un arcoíris de vulgaridad, aureolas de gusto exquisito, fumaderos de opio de una clase media codiciosa y materialista como la carne, el sudor y los cigarros. Dicen que los más materialistas son los nacidos bajo los signos de Tauro y Capricornio. Fijémonos en una muestra de los habitantes que aparecen en el censo de Miami Beach. ¿Están los Tauro por encima de la media que les corresponde de uno de cada doce? Seguro que es así, o si no la astrología no tiene nada que decir, pues los republicanos, miembros del gran viejo partido que más que un programa atesora una filosofía, habían escogido para su convención la que podía considerarse la capital materialista del mundo. Las Vegas estaría a la par, pero Las Vegas era materialista al servicio de la electricidad: se podían perder fortunas jugando a los dados. Miami era materialismo tostándose al sol para regresar posteriormente a las cavernas de aire acondicionado donde el hielo podía recostarse entre pieles. Ésta era la primera de un centenar de curiosidades: la de que en un año en el que la república se tambaleaba al borde de la revolución y el nihilismo, con policías apostados siguiendo la línea del horizonte y amenazas de próximos Vietnam en nuestras ciudades, el partido del conservadurismo y los principios, del éxito empresarial y la austeridad personal, el partido de la limpieza, la higiene y el presupuesto equilibrado, se daba a un estilo de sultán.
Era la primera de un centenar de curiosidades, pero había también misterios. El cronista se había paseado por la convención sigilosamente, lo más anónimamente que pudo, trasnochado, deprimido, perturbado. Algo profundamente inclasificable estaba ocurriendo entre los republicanos y no sabía si se trataba de algo presumiblemente bueno o del ocultamiento de algo malo, ya que por primera vez un fenómeno social relevante como una convención lo dejaba tan aturdido. Había cubierto ya otras con anterioridad. La convención demócrata de 1960 en Los Ángeles que nominó a John F. Kennedy, y la republicana de San Francisco en 1964 que eligió a Barry Goldwater, le habían empujado a escribir algunas de sus mejores páginas. Se sentía dichoso por haber comprendido aquellas convenciones. Pero la asamblea republicana en Miami Beach de 1968 era otro asunto; uno no podía asegurar que estuvieran pasando cosas extraordinarias o, por el contrario, pocas salían a la superficie aunque, por debajo, todo estuviera transformándose. Por eso le deprimía conversar con otros periodistas, había consenso en la queja de estar ante la convención menos interesante de la que se tuviera recuerdo. Las quejas lo alejaban de la reflexión serena que deseaba realizar sobre los enigmas del conservadurismo y/o del republicanismo, y de la esperanza de encontrar una perspectiva clarificadora. El país atravesaba un momento dramático, una suerte de frenesí escatológico. Tras el asesinato de Robert F. Kennedy, John Updike había anotado que quizás Dios había retirado su bendición a Estados Unidos. Era un pensamiento inolvidable, pues permitía diseccionar las intenciones del diablo y de sus tentáculos políticos: los demonios de la izquierda, blancos y negros, se afanaban en inflamar el corazón conservador de América, en tanto los diablos de la derecha exacerbaban a los negros y conducían a la nueva izquierda y a la clase media liberal a una pose de orgullo sin esperanza. Y el país rugía como un toro herido, tosía como unos pulmones enfermos en una atmósfera insana, y se revolvía en la cama ante el ruido de las motocicletas, temblando por la necesidad de nuevas falanges del orden. ¿Dónde se encontraban las nuevas falanges del orden en las que poder confiar? El cronista había visto demasiados rostros de policías como para dormir mejor con el descanso que éstos prometían. Incluso el alcohol sabía mal en la fiebre y el frío de Miami.
1.2
El cronista pasó su primera tarde en Miami Beach en el salón de la convención. Subió al podio para ver qué se sentía allí, miró furtivamente en la humilde estancia detrás del podio donde los intervinientes esperarían su turno cuando comenzara la convención, y donde estaba vetado el acceso de la prensa. Una habitación de una dejadez sin parangón. Sofacamas y sofás de un verde apagado, una anodina alfombra azul pólvora, las paredes sin revestir, del color de la madera de construcción, sillas de eskay marrón tostado y un triste mantel puesto sobre una mesa. Los colores suaves colisionaban unos con otros; era el tipo de estancia que bien podría haberse utilizado para alojar a los jugadores de bridge de algún campamento de verano para ancianos de algún estado del interior. En esta estancia, preparándose para sus discursos, esperarían algunos de los hombres más ambiciosos de Estados Unidos, y algunos de los más famosos. Se podría ver leyendo sus papeles a John Wayne, Barry Goldwater, John Lindsay, Thomas E. Dewey, Ronald Reagan, al gobernador Rockefeller, George Romney, al propio Richard Nixon —por no hablar de Billy Graham—, todos ellos pasando por el esplendor de esta antecámara tan profundamente americana. Completada la inspección, el cronista decidió de repente ir al aeropuerto para dar la bienvenida a la cría de elefante que estaba a punto de llegar en un avión de carga de la compañía Delta, regalo de los habitantes de Anaheim, California, a Richard Nixon. Le parecía una forma adecuada de comenzar su crónica sobre la convención.
1.3
A menos que se le conozca bien, o que haya un ingente trabajo preparatorio, es prácticamente inútil entrevistar a un político. Su mente está acostumbrada a responder preguntas políticas. Cuando ha decidido por fin postularse a la presidencia, probablemente ya haya contestado un millón. O eso es lo que habrá hecho si ha estado en política veinte años y ha respondido a una media de ciento cincuenta preguntas de esta clase por día, una cifra nada inverosímil. Sorprender a un político bregado con una pregunta es casi tan difícil como propinar un gancho a un boxeador profesional. De modo que es imposible sacar demasiado de las entrevistas con los candidatos. Sus dientes estarán bien blanqueados, sus ademanes suaves y agradables, su porte atractivo, y será tan explícita en el movimiento de sus mandíbulas su habilidad para eludir la pregunta y contestar lo que quiera como la habilidad de masticar un pedazo de carne. Entrevistar a un candidato es algo casi tan íntimo como verlo por la televisión. De modo que es más fácil captar la esencia de su campaña estudiando sus actividades más anecdóticas. De esta manera, el cronista fue a recibir al elefante.
Como era previsible, fue una ceremonia modesta en un rincón apartado del Aeropuerto Internacional de Miami. No fueron más de diez periodistas y una decena de fotógrafos; una banda de música y un coro de nixonettes vestidos de azul y ataviados con sombreros blancos de paja con una inscripción que rezaba «NIXON ES NUESTRO HOMBRE». Distribuyeron un panfleto a la prensa que informaba de que la bestia se llamaba Ana, por Anaheim, California, que medía 1,30 metros, tenía dos años y medio, pesaba 573 kilos y que era el regalo que los habitantes de la ciudad le hacían a Nixon. ¡Ana!
Ana llegó en un Lockheed 100, un elefantiásico cuatrimotor de cuatro hélices. La puerta de la bodega estaba en la parte trasera, y cuando los músicos, Don Goldie y su Dixieland Band, músicos blancos del Hilton de Miami —acordeón, tuba, trombón, tambor, clarinete, banjo y trompeta— comenzaron a tocar, y las seis nixonettes empezaron a moverse (parecían estudiantes de instituto), y el avión comenzó a descargar, las nubes negras que se veían en el horizonte se apostaron encima y comenzaron también a descargar una densa lluvia tropical, tan intensa que incluso los fotógrafos se tuvieron que resguardar, y, primero parte de la banda, y tras ellos el resto, las nixonettes, los camarógrafos, los fotógrafos y los encargados del transporte del animal, se apretujaron en un pequeño remolque Hertz de 2 x 2,50 que posteriormente se utilizaría para llevar al elefante. Con aquel vapor que inundaba la estancia el día adquirió proporciones surrealistas y elegantes; dos docenas de personas, curiosos y profesionales, movilizados para cubrir la llegada de una cría de elefante (se rumoreaba que llegaría con su tutú), igualados en todos los ámbitos según la lógica de una convención política. Cuando tras cinco minutos cesó la lluvia y descargaron con el montacargas la caja en la que iba el elefante, lo acercaron al remolque y lo abrieron, todo el mundo vitoreó a Ana, que salió de su jaula nerviosa, aunque con plena noción de estilo. Echó un rápido vistazo a los fotógrafos que la rodeaban, y a las cámaras de televisión a través de las que sin duda la estarían viendo bastantes seres humanos, pisó la pista, aún húmeda y caliente, lanzó con sus ojos rojizos una burlona mirada a su cuidador, dejó un zurullo para marcar el lugar de su liberación de la jaula (y como señal por si luego quisiera volverse), después hizo un digno saludo republicano, con el garbo de un meñique que sobresale al agarrar una taza. El grupo de periodistas, bien adiestrado, respondió con gestos aprobatorios, las nixonettes clamaron, la banda de Don Goldie tocó «Dixieland», las cámaras de foto se dispararon, las de vídeo comenzaron a rodar, los policías de Dade sonrieron desde sus posiciones, a un lado de la pista (cuatro hombres, los cuat...

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