Quinta Sión
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Quinta Sión

Los judíos y la conformación del espacio urbano de Bogotá

  1. 428 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Quinta Sión

Los judíos y la conformación del espacio urbano de Bogotá

Descripción del libro

Enrique Martínez Ruiz hace una revisión de la presencia de los inmigrantes judíos que llegaron a Bogotá y su relación con la modernización de la urbe capitalina durante la primera mitad del siglo XX.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9789587811780
Categoría
Social Sciences
Categoría
Jewish Studies
“HACER AMÉRICA”... EN BOGOTÁ

EL NEGOCIO INMOBILIARIO A FINALES DEL SIGLO XIX EN BOGOTÁ

Aquí no está la conducción responsable del país hacia la transformación, ni el libro que da gloria a Colombia, ni la obra de arte que la enaltece. Está tan solo una empresa de trabajo, con la cual quiero, yo también, atestiguar mi condición de colombiano y la de todos los míos.
Moris Gutt, “La empresa La Palma. Nueva etapa industrial”*
La carta que Mendel Rubistein envió al jefe de la Sección de Catastro del Municipio de Bogotá en 1948 que citamos en la introducción de este libro es tan solo un ejemplo de cuán importantes fueron las inversiones inmobiliarias para los inmigrantes judíos y sus hijos colombianos desde los primeros años del siglo XX. Como bien lo deja ver la carta, a mediados de ese siglo, una gran parte de este grupo social estaba en la cresta de la ola de un largo proceso que había convertido al negocio inmobiliario en uno de los más rentables de la ciudad. El auge inmobiliario tiene raíces en el último cuarto del siglo XVIII, cuando la población de Bogotá empezó a crecer en proporciones nunca vistas, pero tomó cuerpo un siglo después, a finales del siglo XIX, cuando el espacio de la ciudad empezó a desbordar sus límites coloniales para transformarse a lo largo del siglo XX en la urbe gigante que hoy conocemos. Los inmigrantes judíos que llegaron entre finales del siglo XIX y principios del XX alcanzaron a subirse a la ola inmobiliaria y tomar provecho de ella desde muy temprano, como tantos otros colombianos no judíos que se beneficiaron de este lucrativo negocio. Otros inmigrantes judíos llegados tiempo después, sus hijos colombianos —y también los nietos y bisnietos de los que alguna vez fueron llamados criollos— se sumaron a lo largo del siglo XX al lucrativo negocio de, literalmente, “hacer ciudad”.

LAS TRANSFORMACIONES

Desde 1820 hasta 1900, la época en la que el país buscó romper con el orden colonial y dar sus primeros pasos hacia la implantación de una economía capitalista, ocurrieron las transformaciones necesarias en Bogotá para que se pudiera conformar un dinámico y muy definido mercado inmobiliario que reguló la densificación y expansión de la ciudad hacia su periferia en el siglo XX. Citaremos las seis que nos parecen más relevantes.
La primera transformación estuvo relacionada con el aumento de la demanda habitacional. A todo lo largo del siglo XIX una gran cantidad de colombianos de las regiones llegaron a la capital colombiana. Aunque en su gran mayoría se trató de migrantes internos pobres, también es cierto que entre ellos se contaron acaudalados provincianos que también buscaban mejorar su nivel de vida en la capital colombiana. Así, la población de la ciudad pasó de 21 394 habitantes, en 1801, a 116 951, en 1912 (véase la figura 25), mientras que el espacio urbano se multiplicó por 1,81, es decir, algo más del 80 %, al pasar de 173 manzanas, en 1801, a 313, en 1912.1 Como queda claro, la población se multiplicó en más de cinco veces en un espacio que aún a inicios del siglo XX no había alcanzado a duplicar su área urbana.
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FIGURA 25. Crecimiento demográfico de Bogotá en los siglos XVIII y XIX
Fuente: Elaboración propia, con base en Julián Vargas Lesmes, Historia de Bogotá. Conquista y Colonia, tomo I (Bogotá: Villegas Editores y Fundación Misión Colombia, 1988) 303-305, y Mejía Pavony, Los años del cambio (tablas 8 y 15), 230 y 341.
La segunda transformación tuvo que ver con el papel de las inversiones inmobiliarias como sustituto y competencia del naciente y frágil sistema financiero. Durante todo el siglo XIX, e incluso durante las dos primeras décadas del siglo XX, las inversiones en tierras y edificios urbanos fueron los depósitos más seguros para los capitales que se estaban formando en medio de la inestabilidad política y económica que caracterizó la vida de la nueva república. El mejor ejemplo de esta situación lo encarnó José María Sierra Cadavid. El historiador Luis Fernando Molina dice que José María —don Pepe Sierra— se convirtió en un coleccionista de haciendas porque no le gustaba llevar su dinero a los bancos, a menos que fueran suyos,
porque a los bancos ajenos nunca les tuvo confianza. Tampoco prestó mucho a particulares si se compara con el capital que invirtió en tierra, o que dio a interés al Estado, porque éstos eran los únicos que le ofrecían garantías y seguridad a falta de industrias desarrolladas o un sistema financiero sólido y organizado.2
Sierra concentró la producción de sus fincas en productos de consumo interno que lo libraban de los vaivenes del comercio internacional. Por eso, como dice el historiador Juan Carrasquilla Botero, “Don Pepe Sierra no vendía ni urbanizaba”.3 Es decir, no vendía porque sus inversiones en inmuebles eran su seguro contra la desvalorización de los capitales que causaban las continuas crisis políticas y económicas, y no urbanizaba porque aún no estaban dadas las condiciones necesarias para que este negocio fuera más rentable que la agricultura en las tierras periurbanas. Fueron sus descendientes los que se lucraron del negocio de urbanizar las tierras de don Pepe en el siglo XX.
En tercer lugar, se incorporaron a la economía capitalista inmuebles urbanos y rurales congelados por el lastre de la legislación colonial. Una serie de actos jurídicos acabaron con las heredades de manos muertas de la Iglesia, la propiedad colectiva de las comunidades indígenas y, además, abarcaron un gran número de propiedades del Estado, dinamizando el mercado inmobiliario de la ciudad. Justo después de haberse tomado Bogotá, en 1861, el general, y en ese entonces presidente, Tomás Cipriano de Mosquera, expidió el famoso decreto de desamortización de bienes de manos muertas, por medio del cual expropió todos los bienes del clero católico en el país. En la ciudad, la Iglesia católica contaba con 1128 propiedades, que salieron a subasta pública en 1862. Se remataron ese año 352 casas y 515 tiendas. El resto permanecía aún sin vender en 1870.4 Según las fuentes de Jacques Aprile, los predios fueron adquiridos por 343 rematadores, 42,7 % de los cuales eran negociantes y comerciantes, quienes adquirieron el 61 % de los predios.5 A las propiedades de la Iglesia se sumaron las propiedades de colegios mayores, escuelas, hospitales y los ejidos municipales, que también fueron desamortizados y rematados.6 El mismo autor da cuenta de que la especulación con la finca raíz llegó incluso a tocar edificios públicos nacionales en el siglo XIX, y amenazó la propiedad de muchos particulares, a quienes se denunció de obstaculizar el crecimiento y progreso de la ciudad.
Por otro lado, el proceso de desmembramiento de los resguardos indígenas, iniciado en la Colonia, no se detuvo con el advenimiento del nuevo orden. Por el contrario, inmediatamente Colombia se separó de España, el nuevo Gobierno empezó a legislar en este sentido. Aunque la primera decisión sobre los resguardos fue la Ley 11 de 1821, aprobada en el Congreso de Cúcuta, su curso fue más bien lento. Incluso se tomaron otras decisiones más que dilataron su realización.7 Sin embargo, el gobierno liberal de José Hilario López aceleró el ritmo. Por medio de la Ley 3 de 1850 se delegó a las Cámaras de Provincia la función de “arreglar la medida, repartimiento, adjudicación y libre enajenación de los Resguardos de indígenas, pudiendo, en consecuencia, autorizar a éstos para disponer de sus propiedades del mismo modo y por los propios títulos que los demás granadinos”.8 Así, todos los resguardos de la sabana de Bogotá fueron repartidos en pequeñas parcelas entre los indígenas, quienes, a su vez, las fueron vendiendo a los terratenientes que conformaron grandes haciendas dedicadas principalmente a la ganadería extensiva y, en menor medida, a la agricultura. Este proceso se aceleró con los años en los territorios alrededor de Bogotá. Para 1847 ya se había repartido el resguardo de Facatativá y se habían tomado decisiones para hacer lo mismo con los de Nemocón, Fúquene, Fómeque, Zipacón, Tabio y Tocancipá. En 1849 se había repartido el resguardo de Suba. Para 1851, los resguardos de Nemocón y Fómeque estaban ya repartidos, y entre 1856 y 1858 se hizo lo propio con los resguardos de Bosa, Engativá, Soacha, Fontibón, Cota y Zipacón.9 Así, antiguos dueños se vieron desposeídos, grandes haciendas se fragmentaron por ventas o herencias prolijas, otras haciendas pequeñas fueron agregadas para conformar nuevas concentraciones de tierra y, finalmente, terrenos municipales periurbanos estratégicamente ubicados pasaron a manos de privados.
El cuarto elemento que dinamizó el mercado inmobiliario fue la implementación de nuevas tecnologías de transporte, que permitieron el trasladado permanentemente entre las residencias de los bogotanos y las tierras periféricas de la ciudad. Entre 1881 y 1903 se construyeron tres líneas férreas y dos tranvías, que comunicaron a Bogotá con su periferia norte, sur y occidental. Particularmente, aceleraron el tráfico de personas y mercancías entre Bogotá y Chapinero, lo que promovió su anexión a la ciudad en 1885.10 Por primera vez en su historia, la ciudad acogió como área urbana un conjunto de manzanas muy alejadas de su núcleo fundacional, creando un atractivo y rentable vacío urbano entre Bogotá y su nuevo barrio. Como lo señala Ricardo Montezuma, en el caso colombiano no se han realizado investigaciones sobre el impacto de la implementación de los ferrocarriles sobre el desarrollo de las áreas urbanas. Sin embargo, sí es posible decir que el conjunto de estaciones ferroviarias que se formó desde finales del siglo XIX al occidente del antiguo barrio de San Victorino generó una nueva tensión hacia este sector que promovió su urbanización. Como lo afirma Montezuma,
esta área no fue utilizada durante mucho tiempo, ya que el río San Francisco la mantenía aislada de la ciudad y la inundaba constantemente. Pero esto no fue obstáculo para la urbanización de una parte de los barrios San Victorino y Voto Nacional, los cuales se desarrollaron en esta ciudad después de la instalación de Terminal ferroviario.11
Por otro lado, la red de trenes que se empezó a organizar desde finales del XIX hasta la primera mitad del siglo XX unió a Bogotá con Facatativá y Girardot, Chapinero, Usaquén, Cajicá y Zipaquirá, Soacha y Sibaté, con lo cual creó un “sistema regional a pequeña escala”.12 Este sistema promovió la movilidad y los intercambios de los pueblos de la sabana, Bogotá y el río Magdalena, cuya ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. Contenido
  6. Lista de figuras
  7. Lista de tablas
  8. Introducción
  9. Ocultos, Asimilados y Visibles
  10. “Hacer Améric a”… en Bo Gotá
  11. Epílogo: Haciéndose con La Ciudad
  12. Bibliografía
  13. Anexos
  14. Contracubierta