01
El poder de
la exposición
La fama y la familiaridad en el arte,
la música y la política
Una lluviosa mañana de otoño, caminaba solo por la exposición impresionista de la Galería Nacional de Arte en Washington D. C. Parado ante una pared de cuadros muy famosos, me sobrevino una pregunta que supongo que muchas personas se hacen silenciosamente en un museo, aunque resulte grosero formularla en presencia de extraños: «¿Por qué esto es tan famoso?».
Era El puente japonés de Claude Monet, con ese puente azul arqueándose por encima de un estanque verde esmeralda que está embellecido con manchas de amarillo, rosa y verde, y los emblemáticos lirios de agua. Era imposible no reconocerlo. De niño, uno de mis libros preferidos sobre pintura incluía algunos nenúfares de Monet. También fue imposible de ignorar por culpa de varios chicos que peleaban por conseguir una visión más cercana a través de la multitud geriátrica. «¡Sí!», dijo una adolescente, sosteniendo su teléfono frente a su cara para tomar una fotografía. «¡Oh! —exclamó el chico más alto de pelo rizado detrás de ella—. ¡Es el famoso!». Otros estudiantes de secundaria escucharon sus gritos, y en segundos ya se habían agrupado alrededor del Monet.
Algunas salas más allá, la galería realizaba una exposición especial para otro pintor impresionista, Gustave Caillebotte. La sala era más silenciosa, más tranquila. Allí no había estudiantes ni exclamaciones extáticas de reconocimiento, tan solo un montón de murmullos y solemnes movimientos de cabeza. Caillebotte no es mundialmente famoso como Monet, Manet o Cézanne. El letrero en la entrada de su exposición en la Galería Nacional lo denominaba «quizás el menos conocido de los impresionistas franceses».
Pero las pinturas de Caillebotte son exquisitas. Su estilo es impresionista pero exigente, como si hubieran sido capturadas con la lente de una cámara un poco más enfocada. Con frecuencia, desde la vista de una ventana, representó la colorida geometría urbana del París del siglo XIX —bloques romboidales y amarillos, aceras blancas pálidas y el gris iridiscente de los bulevares pulidos por la lluvia—. Sus contemporáneos lo consideraban un prodigio a la altura de Monet y Renoir. Émile Zola, el gran escritor francés que destacó las «delicadas manchas de color» del impresionismo, señaló a Caillebotte como «uno de los más atrevidos del grupo». Ciento cuarenta años después, Monet es uno de los pintores más famosos de la historia, mientras que Caillebotte es relativamente desconocido.
Un misterio: dos pintores rebeldes mostraron su obra en la misma exposición impresionista en 1876. Son considerados de similar talento e igual de prometedores. Pero los nenúfares de uno se convirtieron en un éxito cultural global, consagrado en libros, estudiado por los historiadores del arte, admirado por los estudiantes de secundaria y destacado en cada recorrido por la Galería Nacional de Arte, mientras que el otro es poco conocido entre los aficionados informales del arte. ¿Por qué?
Durante muchos siglos, filósofos, artistas y psicólogos han estudiado el arte moderno para conocer la verdad sobre la belleza y la popularidad. Por razones comprensibles, muchos se enfocaron en las pinturas mismas. Pero estudiar los trazos de Monet y las pinceladas de Caillebotte no nos dirá por qué uno es famoso y el otro no. Tenemos que profundizar en sus historias. Las pinturas famosas, los éxitos de radio y los de taquilla que parecen flotar sin esfuerzo en la conciencia cultural tienen una génesis oculta. Incluso los nenúfares tienen raíces.
Cuando un equipo de investigadores de la Universidad de Cornell estudió la historia del canon impresionista, descubrieron que algo sorprendente distinguía a los pintores más famosos. No eran sus conexiones sociales o su renombre en el siglo XIX. Era una historia más sutil. Y todo empezó con Caillebotte.
Gustave Caillebotte nació en una familia adinerada parisina en 1848. De joven, pasó del Derecho a la Ingeniería y al Ejército francés durante la guerra franco-prusiana. Pero a los veinte años descubrió una pasión y un inmenso talento para la pintura.
En 1875 presentó Los acuchilladores de parqué a la Academia de Bellas Artes de París. En la pintura, una luz blanca entra por una ventana e ilumina la desnuda espalda blanca de varios hombres que trabajan sobre sus rodillas, raspando el suelo marrón oscuro de una habitación vacía, mientras los rizos de la madera pelada forman espirales al lado de sus piernas. Pero la pintura fue rechazada. Más tarde, un crítico resumió la desdeñosa respuesta al decir: «Haz desnudos, sí; pero haz desnudos hermosos o no los hagas en absoluto».
Los impresionistas (o, como Caillebotte también los llamaba, «los intransigentes») no estuvieron de acuerdo. A varios de ellos (Auguste Renoir, entre otros) les gustaba su enfoque cotidiano en Los acuchilladores de parqué y pidieron a Caillebotte exponer junto a sus compañeros rebeldes. El pintor trabó amistad con algunos de los artistas jóvenes más polémicos de la época, como Monet y Degas, y compró docenas de sus obras en un tiempo en que a pocos europeos ricos les interesaban.
Los autorretratos de Caillebotte lo muestran en la mediana edad con el pelo corto y el rostro como una punta de flecha, angular y afilado, con una austera barba gris. Un semblante de aspecto grave reflejaba su vida interior. Convencido de que moriría joven, Caillebotte escribió un testamento instando al Estado francés a aceptar su colección de arte y colgar sus casi setenta pinturas impresionistas en un museo nacional.
Sus temores eran premonitorios. Caillebotte murió de un derrame cerebral en 1894, a la edad de cuarenta y cinco años. Su legado incluye por lo menos dieciséis lienzos de Monet, ocho de Renoir, ocho de Degas, cinco de Cézanne y cuatro de Manet, junto con dieciocho de Pissarro y nueve de Sisley. No es inconcebible que sus paredes fuesen valoradas en varios miles de millones de dólares en una subasta de Christie’s en el siglo XXI.
Pero en su tiempo su colección fue mucho menos codiciada. En su testamento, Caillebotte había estipulado que las pinturas colgaran en el Museo de Luxemburgo en París. Pero incluso con Renoir como ejecutor, el Gobierno francés inicialmente se negó a aceptar las obras de arte.
La élite francesa, que incluía a los críticos conservadores e incluso a políticos prominentes, consideró presuntuoso el legado, si no francamente ridículo. ¿Quién era este sinvergüenza para pensar que después de su muerte podría forzar al Gobierno francés a colgar decenas de manchas atroces en sus propias paredes? Varios profesores de arte amenazaron con dimitir de la Escuela de Bellas Artes si el Estado aceptaba las pinturas impresionistas. Jean-Léon Gérôme, uno de los más famosos artistas académicos de su tiempo, criticó así la donación: «Para que el Gobierno acepte tal inmundicia, tendría que haber un gran relajamiento de la moral».
Pero ¿qué es la historia del arte sino un gran relajamiento tras otro? Después de luchar durante años contra el Estado francés y contra la propia familia de Caillebotte para que respetaran la donación, Renoir persuadió al Gobierno para que aceptara casi la mitad de la colección. De acuerdo con un registro, las pinturas aceptadas incluyen ocho obras de Monet, siete de Degas, siete de Pissarro, seis de Renoir, seis de Sisley, dos de Manet y dos de Cézanne.
Cuando las obras fueron finalmente exhibidas, en 1897, en una nueva ala en el Museo de Luxemburgo, fue la primera exposición nacional de arte impresionista de Francia o de cualquier país europeo. El público abarrotó el museo para ver arte que previamente había atacado o simplemente ignorado. La larga batalla en torno a la herencia de Caillebotte (la prensa lo llamó «el affaire Caillebotte») tuvo el efecto que él habría deseado: atrajo una atenci...