Una guía sobre el Arte de Perderse
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Una guía sobre el Arte de Perderse

Rebecca Solnit

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Una guía sobre el Arte de Perderse

Rebecca Solnit

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Escrito como una serie de ensayos autobiográficos, Una guía sobre el arte de perderse se basa en momentos y relaciones emblemáticos en la vida de Rebecca Solnit para explorar la incertidumbre, la confianza, la pérdida, la memoria, el deseo y los lugares.Si bien es profundamente personal, sus propias historias se vinculan con historias más grandes, desde narraciones en cautiverio de los primeros estadounidenses hasta el uso del color azul en la pintura renacentista, sin mencionar los encuentros con tortugas, monjes, punk rockers, montañas, desiertos y la película Vértigo.El resultado es un viaje de descubrimiento distintivo y estimulante. Bellamente escrito, este libro combina memorias, historia y filosofía, arrojando una nueva y brillante luz sobre la forma en que vivimos ahora.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412191370

Una casa,
una historia
Llevaba la tortuga sujeta con las dos manos, con los brazos estirados delante del cuerpo, como un monaguillo con su Biblia o un zahorí con su varita, e iba caminando alrededor de la habitación. Se distinguían claramente todos los escudos del caparazón de color rojizo. Le salía agua del cuerpo, más agua de la que era posible que almacenara un animal de ese tamaño. La tortuga era una fuente, un diluvio entre mis manos, y al despertarme me di cuenta de que la habitación por la que había ido andando era mi dormitorio de la infancia.
Había seguido vagando por aquella casa periódicamente desde que me había mudado de allí a los catorce años. Había pasado un cuarto de siglo y en mis sueños aún no había salido de allí. Era un chalé de las afueras de la ciudad del estilo típico de la época, de una sola planta, con forma de L. Las casas que dibujan los niños son como rostros en los que las ventanas de la planta superior son los ojos y la puerta es la boca. Poseen una solidez y una centralidad que las convierten en hogares, igual que la cabeza es nuestro hogar. Aquella casa, que tenía una serie de estancias comunes conectadas entre sí como si no fueran más que pasillos inflamados y unos dormitorios que parecían callejones sin salida similares a apéndices, carecía de centro, y sin embargo mi psique estaba atrapada en su interior. Las plantas que habían dejado alrededor los anteriores propietarios eran extrañas, exóticas: limpiatubos, madroños artificiales, un abeto del mismo azul claro que los pantalones de pana que llevaban los niños entonces, suculentas y otras especies sin nombre, inidentificables e incomestibles, con hojas brillantes o puntiagudas. En un estrecho terreno a un lado de la casa había una planta que siempre estaba a la sombra y de la que cada año brotaba un solo lirio gigantesco que parecía de cuero negro arrugado procedente de la fina piel de algún animal. Delante de cada uno de los dos dormitorios de niño que daban a la calle había un enebro retorcido, y de noche, con las luces de los faros de los coches, las sombras de las ramas revoloteaban por las paredes como pterodáctilos. Los toldos, los aleros del tejado y el techado del patio impedían que la luz del sol entrara directamente en aquel lugar de formica, azulejos y linóleo, cubierto por una moqueta verde oscuro con pelillo que parecía un bosque fotografiado desde el cielo. Todo en aquella casa parecía estar hecho con materiales fríos y extraños, y lo más raro de todo era la piscina.
No era climatizada y durante la mayor parte del año el agua estaba demasiado fría para unos niños flacuchos, pero siempre había que estar limpiándola y retirando la suciedad que caía en ella, y las herramientas para ello eran increíblemente largas, como los cubiertos de un gigante con la cabeza en las nubes. Era del típico color azul turquesa de las piscinas, con un bordillo de cemento rosa que te raspaba los pies descalzos y un agua que despedía un penetrante olor a cloro. Toda masa de agua tiene algo de estremecedora y de misteriosa; el agua turbia presagia cosas invisibles en sus invisibles profundidades, el agua clara te muestra lo lejos que está el fondo, como si pudieras caerte dentro, aunque después te mantiene a flote en ese extraño espacio que no es ni aire ni tierra. Aquella misteriosa masa de agua era como un cuerpo de nueve metros de largo y dos y medio de alto en su parte más honda, como un prisionero transparente en cuyas profundidades podías tirarte. La más mínima brisa dibujaba formas en la superficie, formas que el sol convertía en extrañas madejas de luz que se movían por el fondo, redes infinitas en un mar sin peces. Además de con la casa, después de vivir allí seguí soñando una y otra vez con la piscina. Era como si no encontrara la salida de la casa, como si siguiera perdida en su interior, aunque la piscina no era tanto parte del laberinto como su pozo sagrado.
En aquella casa ocurrieron cosas terribles, aunque nada especialmente inusual o interesante; basta con decir que por algo los psicólogos reciben cuantiosas sumas de dinero por pasar una hora escuchando esa clase de historia. O quizá sí se debe decir una cosa, acerca del capitalismo del corazón, la creencia de que las esencias de la vida también se pueden adquirir en propiedad y acaparar, de que se puede crear un monopolio de autoestima, hacer una adquisición hostil de felicidad. Se basa en la economía de la escasez, en la idea (o quizá la sensación) de que no hay suficiente para todos, y consiste en creer que hay una cantidad determinada de esos fenómenos intangibles por la que tenemos que pelearnos y no que la única forma de hacer que aumenten es regalándolos. Una historia puede ser un regalo como el hilo de Ariadna o puede ser el laberinto, o el voraz Minotauro del laberinto; utilizamos las historias para orientarnos por el mundo, pero a veces solo escapamos cuando nos desprendemos de ellas.
Hace unos años soñé que mi madre había reformado la casa, aunque con la clase de reforma que se hace en un sueño, muy poco sutil: la piscina estaba rodeada de cristales rotos, en el baño había dos bañeras hundidas con forma de ataúd y en el pequeño cuarto que había sido mi dormitorio habían dado una brillante mano de pintura y habían dibujado una fila de esqueletos danzantes en una pared. De vez en cuando también soñaba con mi padre, y mucho después de su muerte, no mucho después de que el ermitaño me enseñara a disparar, hubo un periodo en el que le decía que no se acercara a mí porque iba armada. Tras esta serie de victorias, se volvió inofensivo. Estaba claro que con los años estaba haciendo progresos. Me apropié del dormitorio principal y decidí instalarme en él, expulsé a la familia de mi propia habitación y entonces tuve el sueño de la tortuga.
En los sueños no se pierde nada. Las casas de la infancia, los muertos, los juguetes que habían desaparecido: todo aparece con una nitidez que la mente es incapaz de alcanzar en la vigilia. Lo único que está perdido en los sueños eres tú mismo, que vas deambulando por un terreno donde incluso los lugares más familiares no acaban de ser ellos mismos y conducen a lo imposible. A la mañana siguiente de ir andando con la tortuga que soltaba agua, sin embargo, supe que ya no estaba atrapada en la casa. El peso de un sueño no es proporcional a su tamaño. Hay sueños que están hechos de niebla, sueños hechos de encaje, sueños hechos de plomo. Hay sueños que parecen hechos no tanto de los detritos habituales de la psique como de rayos de luz enviados desde el exterior.
Me pregunté de dónde había venido la tortuga. Recordé que con dos años me había subido a una tortuga gigante de las Galápagos en un zoo; recordé una tortuga caja que tuvo mi hermano mediano como mascota, así como las pequeñas tortugas de orejas rojas que decorábamos con pintura en la Pascua en los tiempos en que el maltrato animal se toleraba más alegremente; leí sobre el pueblo zuni y su creencia de que las tortugas son los espíritus de los muertos que regresan; me di cuenta de que las imágenes de tortugas de todo tipo ejercían cierta atracción sobre mí. Pasaron meses antes de que recordara un encuentro con una tortuga del desierto que se había producido casi diez años antes, estando de acampada en el Mojave con un grupo de mujeres. Vi a la tortuga, un ejemplar adulto, en medio de una carretera secundaria, cerca del valle de la Muerte, y paré la camioneta. Nos bajamos a mirarla y yo recité lo que sabía sobre esos animales: que no se les debe tocar, ya que sufren de estrés a causa de la transformación de su entorno, que son vulnerables a enfermedades e infecciones, especialmente a un trastorno respiratorio, y que tocarlos podría contagiarlos. En situaciones de crisis, a veces expulsan toda el agua que tienen almacenada, agua que han extraído lentamente de las hojas y bebido de los charcos que se forman tras las lluvias intensas (y que puede suponer hasta el cuarenta por ciento de su masa corporal), y perder el agua es una crisis en sí misma.
Pero también tienen tendencia a ser atropelladas por coches y todoterrenos en todo el territorio en el que habitan, que abarca el desierto de Mojave y la zona occidental del desierto del Colorado. Nos quedamos observando a la tortuga, que se había detenido al vernos parar, vimos unos cuantos coches que se aproximaban a lo lejos, y entonces saqué un trapo limpio, lo puse entre mis manos y el caparazón y la levanté del suelo. Tenía la cabeza y las extremidades retraídas, así que fui cargando con una pesada cúpula de color tierra con líneas concéntricas grabadas en cada escudo, un mosaico de mandalas. Sujetándola delante del cuerpo, me adentré en el desierto salpicado de arbustos y, al cabo de unos quince metros, la dejé en el suelo, con el cuerpo orientado hacia la misma dirección en la que había ido andando por la carretera. Una vez en el suelo, empezó a andar de nuevo, moviéndose con una extraña inclinación del cuerpo y sacudiendo ligeramente el caparazón con cada paso. Uno de los cuentos budistas más conocidos es sobre dos monjes que han hecho el juramento de no tener contacto físico de ningún tipo con mujeres. Un día llegan a la orilla de un turbulento río y se encuentran con una mujer que les ruega que la ayuden a cruzarlo (las antiguas fábulas siempre andan escasas de mujeres atléticas), así que uno de ellos la levanta y cruza el río con ella en brazos. Cuando los dos monjes llevan un rato caminando por la otra orilla, el segundo monje le reprocha al primero que haya incumplido sus votos y este le contesta: «¿Por qué tú sigues llevándola en brazos? Yo la he dejado en el suelo al llegar a la orilla». Años después de aquel breve encuentro en el desierto, yo aún seguía llevando en brazos a la tortuga, pero se había convertido en una brújula, un visado, un amuleto.
La tortuga del desierto se encuentra en peligro de extinción (el Servicio Federal de Pesca y Vida Silvestre de Estados Unidos le asignó oficialmente el estatus de «amenazada» en 1990) debido a las invasiones humanas de su territorio. Las causas de la disminución del número de ejemplares son múltiples. Las plantas exóticas han afectado a su dieta, y los animales de pastoreo, los perros, el tráfico rodado, la construcción y las bases militares han tenido su impacto, al igual que la extendida costumbre de llevárselas a casa como mascotas. El aumento del número de vertederos en el desierto ha dado lugar a un crecimiento inmenso de la población de cuervos, que se alimentan de las crías de tortuga durante el periodo de unos cinco años en que sus caparazones aún no son lo suficientemente duros para protegerlas. (Una vez el ermitaño se encontró una cría de tortuga con graves heridas de picotazos en el caparazón. Se la llevó a casa y llamó a una veterinaria de un zoo a la que conocía para intentar salvarle la vida con cirugía casera. Yo estaba de viaje y él me estuvo dando partes telefónicos sobre «la señorita Tortuga» durante unos días, y al final me dijo que «la señorita Tortuga no había salido adelante»). La tortuga del desierto puede pasar más de un año sin comer ni beber, hiberna durante varios meses al año en la zona norte de su hábitat, donde hace más frío, pasa la época más calurosa del verano al frescor de su madriguera, rara vez se aleja más de un par de kilómetros de su guarida, anda despacio, vive despacio y alcanza edades prodigiosas, de más de cien años. Llevan existiendo unos sesenta millones de años. El plan para salvar la especie está diseñado para que dentro de quinientos años tengan un cincuenta por ciento de probabilidades de seguir existiendo. El Gobierno no está dispuesto a dedicar más recursos o restringir más actividades que los que dan a la especie la misma probabilidad de sobrevivir que de extinguirse.
En 1919, una joven etnógrafa se enamoró de un herrero de la tribu chemehuevi, cuyo enorme territorio es el núcleo del hábitat de la tortuga del desierto. El herrero, George Laird, ya tenía cuarenta y ocho años, y de niño había aprendido muchos saberes que se estaban olvidando, perdiendo y diluyendo. El invierno en que tenía dieciséis años, alrededor de 1888, estuvo cuidando en sus últimos días a un enfermo de sífilis agonizante, que le enseñó una forma más pura de su lengua y «llenó las largas noches en vela con cuentos sobre los Inmortales, los Animales Que Eran Personas de la época prehumana, narrados con gran estilo y elegancia». Durante los veintiún años en que el hombre chemehuevi y la etnógrafa, Carobeth Laird, fueron inseparables, ella aprendió la lengua, las canciones y las historias que conocía él, y mucho después de su muerte, cuando ella también había alcanzado la vejez, escribió un libro de etnografía a partir de sus notas y sus recuerdos. Sobre la tortuga, dejó escrito: «Este reptil era deseado por su carne, pero también poseía un extraño halo de sacralidad. Simbolizaba, y sigue simbolizando hoy en día, el espíritu de los seres primigenios. “El corazón de un chemehuevi es duro, igual que el de la tortuga”. Esta “dureza de corazón” representa la voluntad y la capacidad de aguantar y de sobrevivir». Pero la tortuga no nos está sobreviviendo muy bien.
Lo natural es que las cosas se pierdan, no al contrario. Pensemos en los pocos sueños que se han salvado del compost del tiempo (de entre los cientos de miles de millones que se han tenido desde que surgió el lenguaje para describirlos), en los pocos nombres, los pocos deseos, incluso las pocas lenguas, pensemos en que ignoramos qué idiomas hablaban quienes erigieron los monumentos megalíticos de Gran Bretaña e Irlanda o qué significado tenían esas piedras, en que no sabemos mucho sobre la lengua de los gabrielanos de Los Ángeles o de los miwoks de Marin, en que desconocemos cómo o por qué se dibujaron las enormes figuras en el suelo del desierto de Nazca, en Perú, en que no sabemos gran cosa ni siquiera sobre Shakespeare o Li Po. Es como si convirtiéramos la excepción en la norma y creyéramos que las cosas se van a conservar y no que mayormente se van a perder. Que deberíamos poder encontrar el camino de vuelta siguiendo el rastro de los objetos que hemos ido dejando por el camino, como Hansel y Gretel en el bosque, que los objetos nos llevarán hacia atrás en el tiempo e iremos deshaciendo todas las pérdidas por un sendero de objetos perdidos que empieza con las gafas y termina con los juguetes y los dientes de leche. La realidad, en cambio, es que la mayoría de los objetos se encuentran en las constelaciones secretas del pasado irrecuperable y solo regresan en los sueños, donde lo único que está perdido es la persona que sueña. Tienen que seguir existiendo en algún lugar (no es que los caballos de plástico y las navajas se descompongan precisamente), pero ¿quién sabe adónde los llevan las grandes corrientes de objetos que se desplazan por nuestro mundo?
Una vez me encontré un medallón que tenía una media luna y una estrella hechas con diamantes de imitación en una cara, unas elaboradas iniciales ilegibles en la otra y dos fotografías antiguas en el interior. Alguien debió de echarlo muchísimo en falta, pero nadie lo reclamó y yo todavía lo conservo. En otra ocasión, viajando por un río en uno de los últimos reductos de naturaleza virgen que quedan, un lugar del tamaño de Portugal por el que no pasa ni una carretera, perdí un calcetín al principio del viaje y unas gafas de sol más tarde, y me imagino esos objetos ensuciando aquella naturaleza virgen tan vacía de esa clase de desperdicios, todavía allí tirados o en manos de alguien que se los encontró y que quizá sintió la misma curiosidad que sentí yo por la dueña del medallón. En aquel viaje me pasé horas asomada desde el borde de la balsa,...

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