Por qué Beethoven tiró el estofado
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Por qué Beethoven tiró el estofado

Y muchas más historias acerca de las vidas de grandes compositores

Steven Isserlis, Adam Stower, Javier Alfaya McShane

  1. 166 páginas
  2. Spanish
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Por qué Beethoven tiró el estofado

Y muchas más historias acerca de las vidas de grandes compositores

Steven Isserlis, Adam Stower, Javier Alfaya McShane

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"Por qué Beethoven tiró el estofado" es un apasionante recorrido por la vida y la obra de seis compositores geniales, Johann Sebastián Bach, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Robert Schumann, Johannes Brahms e Igor Stravinsky, por los cuales el gran violonchelista siente una especial admiración. Con un tono humorístico y en apariencia despreocupado, Isserlis nos introduce en el mundo mágico y fascinante de seis autores que, cada uno en su época, dieron un giro a la historia de la música clásica y la hicieron llegar a millones de personas.

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Información

Igor Stravisnky
1882-1971

Vale, lo reconozco, no me entusiasman demasiado los huevos duros. La verdad es que me gusta el sabor, pero no sé si realmente merece la pena el engorro que supone cocinarlos. Para empezar, normalmente lo dejo todo hecho un asco al cascar el huevo y se me pegan incómodos trozos de cáscara en la clara. Luego (con lo huevos pasados por agua), me gusta mojar la tostada hasta el fondo pero cuando lo hago, la yema se vierte y gotea por el borde, por lo que debo limpiarla antes de que se endurezca. ¡Vaya! Pero aun así siempre me agrada ver un huevo duro mientras espero el desayuno, sin descascarillar, sobre todo porque me recuerda a la cabeza de Igor Stravinsky. Tiene gracia, de verdad, porque nunca estuvo completamente calvo, y los huevos, por lo general, no tienen enormes orejas, una nariz inmensa, gafas (sobre todo gafas que lleva sobre la calva) o un bigote, pero sin duda hay cierto parecido. Quizá sea porque Stravinsky tenía tanto una cabeza de huevo (enormemente inteligente*) como, en cierto modo, un carácter duro, que, de vez en cuando, se merecía que le dieran un coscorrón…
Bajo esa cabeza de huevo, el cuerpo de Stravinsky guardaba más parecido con un insecto que con la forma del huevo. Era diminuto y tan delgado que parecía tener muy poco cuerpo. En cierta ocasión vi una repulsiva película de terror sobre un bebé monstruoso que estaba envuelto en una venda enorme. Su padre, que era humano, o algo por el estilo, quiso ver lo que había bajo el vendaje, así es que se lo quitó. Fue ya demasiado tarde cuando descubrió que la venda era el cuerpo del monstruo, ¡que él mismo le acababa de quitar! Algo bastante repulsivo, pero me recuerda un poco a Stravinsky, especialmente cuando andaba por ahí con su diminuto cuerpecillo envuelto en bufandas, jerséis, abrigos y una boina que a veces se ponía ¡hasta en la cama! (a Stravinsky le aterraba la idea de coger un resfriado).
No solo se parecía a un insecto de patas largas, muy pulcro y ordenado –¿quizá más a una hormiga que a un insecto?–, sino que también se comportaba de modo muy parecido en muchos sentidos. Todo lo que tenía (y eran muchas cosas), había que clasificarlo en montones bien ordenados. Detestaba el desorden o el abandono (o la gente que chillaba al hablar). Donde quiera que fuese –y en vida residió en muchos lugares durante periodos muy diversos, viajando por todo el mundo, dirigiendo orquestas y tocando el piano– exigía orden.
Su rincón favorito siempre fue su estudio, a prueba de sonido para componer al piano (al que le puso sordina para que apenas hiciese ruido) sin que nadie pudiese escucharle a escondidas. En este lugar se rodeaba de sus objetos de valor: regalos, recuerdos, fotos y demás. El piano también estaba cubierto de cosas. Sobre el atril había un tablero donde grapaba los bocetos de las piezas que componía y, a un lado, estaban los utensilios con los que escribía, que brillaban como los instrumentos de un cirujano. Estilográficas, lapiceros, gomas de borrar, sacapuntas, metrónomos, cronómetros. Todo en su sitio, todo a la vista tal y como le gustaba a él.
Fuese o no un insecto con cabeza de huevo, era muy presumido. Pasaba horas frente al espejo y si tenía un grano en la nariz es muy probable que decidiera no salir de casa. También se negaba a ir a ningún lado, o en su defecto a permanecer en una habitación, si temía entrar en contacto con gérmenes. Si alguien estornudaba o tosía, lo normal era que Stravinsky, el cabeza de huevo, se apartase claramente porque reaccionaba con vehemencia ante cualquier situación. Lo cierto es que no eran infrecuentes las reacciones extremas por su parte. Era muy fácil irritar a Stravinsky. Se podía conseguir criticando su música, aunque fuera solo un poquito. También se enfurecía con cualquier intérprete que ignorara sus indicaciones musicales (o, puestos así, que ganaba más interpretando determinada obra suya que él componiéndola). Los impuestos también le encolerizaban. Stravinsky amaba y adoraba el dinero, y solo pensar que alguien se lo iba a quitar era suficiente para que le saliese espuma por la boca. Ahorraba dinero de todos los modos posibles. Por ejemplo, si se daba cuenta de que una carta llevaba un sello sin la marca de la oficina de correos, lo despegaba y volvía a utilizarlo. (Esa práctica le llevó a estropear algunas cartas de gente famosa, ¡correspondencia que tenía un valor cientos de veces mayor que el de los sellos!) Empleaba un tiempo valiosísimo copiando la música él mismo en vez de pagar por ello y se devanaba los sesos pensando en el modo de escribir un telegrama que transmitiese toda la información posible con la menor cantidad de palabras, porque se pagaba una tarifa adicional si se escribían palabras de más. Cuando alguien le encargaba una obra, o dar un concierto, Stravinsky se ponía manos a la obra, moviendo sus patas en el aire (en sentido metafórico, debo añadir), para ganar la mayor cantidad de dinero posible. Hmmm, y es que el dinero lo volvía loco. (A decir verdad, hubo momentos en los que lo necesitaba desesperadamente, sobre todo durante y después de la Primera Guerra Mundial, cuando le confiscaron sus posesiones en su primitiva Rusia y no solo tuvo que dar de comer a su esposa, Catherine, y a sus cuatro hijos, sino también a la hermana de ella y al resto de sus familiares –¡muchas bocas y estómagos que alimentar!–.)
Y hablando de esposas, la segunda mujer de Stravinsky, Vera, fue otro de los grandes amores de su vida. Era encantadora, bella, alegre, una pintora de talento, y sabía manejar las salidas de tono de Stravinsky. Era todo lo contrario de la seria y beata Catherine, quien probablemente tenía pánico a su marido. Mientras que Catherine le escribía cartas reprendiéndole tímidamente por descuidar sus compromisos religiosos, Vera le escribía preguntándole por el último cotilleo de turno: «cuéntame quién te resultó divertido y quién era un idiota». Estoy seguro de que Stravisnky también adoraba a Catherine y a los niños, pero tenía un modo muy raro de demostrarlo. Catherine era su prima carnal y Stravinsky se crió con ella. Se casaron muy jóvenes, mucho antes de que Stravinsky alcanzase la fama. Tras lograr el éxito, y todavía casado con Catherine, Stravinsky tuvo varios asuntos amorosos de los que se enteró todo el mundo, el más célebre de los cuales fue el de Vera (quien también estaba casada cuando se enamoraron). Dado que Stravinsky era esencialmente un hombre muy religioso, devoto de la Iglesia ortodoxa rusa, creía firmemente tanto en Dios como en el Diablo, y se santiguaba constantemente, es probable que le remordiese la conciencia tener tantas amantes. La pobre Catherine pasó enferma una gran parte de su vida y fue internada en un sanatorio durante largos periodos de tiempo. Mientras tanto, Stravinsky solía estar de gira dando conciertos, o conferencias, y con frecuencia se llevaba a Vera consigo. ¡A veces Catherine tenía que confiar en Vera para obtener noticias de su propio marido! También ocurría que a veces Catherine apenas tenía dinero para vivir, mientras Stravinsky andaba por ahí pasándoselo en grande con Vera. ¡Catherine tenía que escribir cartas suplicando a ambos el envío de dinero a casa! Como poco, era una situación curiosa y lo más raro es que ambas mujeres parecían aceptar la situación sin quejarse mucho y hasta fueron amigas (al menos en apariencia). Qué cosa más rara, pero es que Stravinsky tenía un talento extraordinario para conseguir que los que le rodeaban hiciesen exactamente lo que él quería. Cuando Ernest Ansermet, el maestro que dirigió muchas de las primeras obras de Stravinsky, le escribió a finales de 1929 felicitándole por sus muy productivos doce meses anteriores, Stravinsky le respondió mostrándose de acuerdo en que había compuesto una música maravillosa, y añadió: «¿Qué otra cosa podría desearle (en el Año Nuevo), por egoísta que parezca, sino que continúe su soberbia actividad de promoción de mi música?». Hmmmm…, otros le habrían deseado buena salud, felicidades, éxitos profesionales, etc., pero no Stravinsky. Bueno, por lo menos sabía que era un egoísta.
Otra de las pasiones de Stravinsky era el alcohol, en especial el whisky. En cuanto se le presentaba la más mínima oportunidad lo bebía en grandes cantidades en cualquier hora y lugar, y como él decía de sí mismo: «¡Debería llamarme Strawhisky!». Ya muy anciano, a veces el alcohol le ayudaba más que cualquier medicamento, pero hubo otras muchas veces que ocurrió más bien lo contrario. Por ejemplo, en cierta ocasión iban a presentarle a un gran pintor llamado Marc Chagall para tratar con él de una posible colaboración. Desgraciadamente, antes de la reunión, Stravinsky salió a almorzar y bebió tanto que cuando llegó la hora de la cita con Chagall estaba profundamente dormido y nadie pudo despertarlo. ¡Mirad por dónde no llegaron a colaborar nunca! En otra ocasión, el gobierno de EE.UU. concedió a Stravinsky el grandísimo honor de cenar en la Casa Blanca, con el entonces presidente, John F. Kennedy. Stravinsky se agarró la gran borrachera y el presidente le ayudó a llegar hasta los retretes de caballeros y se lo llevaron pronto a casa, una espantosa desgracia, según Vera. Sin embargo, a ella le consoló saber que su marido no llevó a un rincón al presidente de los EE.UU. para consultarle acerca de cómo evitar pagar impuestos, como pensaba hacer, y es que ¡Stravinsky podía llegar a ser de lo más impertinente! Lo cierto es que, no mucho después, cuando asesinaron a J. F. K., Stravinsky escribió un telegrama de condolencia a su viuda, pero quiso enviarlo de noche para aprovecharse de las tarifas nocturnas, que eran más baratas. ¡Tampoco esta vez a Vera le extrañó nada!
Otra de las obsesiones de Stravinsky era su propia salud, a pesar de su pasión por el alcohol, las comidas exquisitas y el tabaco. (Hmm…, he caído en la cuenta de que todos los compositores que figuran en este libro sentían pasión por el alcohol, el tabaco y el café, ¡no me extraña que se hayan muerto!) Solía guardar diarios médicos detallados que informaban acerca de los medicamentos que tomaba constantemente y de los síntomas de las enfermedades. Como él era quien era, creía que todos los que le rodeaban debían de interesarse tanto por su salud como él mismo; hasta con Catherine moribunda escribió largas cartas quejándose de sus problemas de salud. Es cierto que cuando era joven hubo momentos en los que enfermó de gravedad, tuvo tuberculosis y otros males, pero también es verdad que era un hipocondríaco. Por ejemplo, en cierta ocasión un periodista le llamó inesperadamente pidiendo una entrevista con él en un momento en el que no le apetecía concederla. Improvisadamente pretextó no poder hablar debido a un resfriado y, tras olvidar que acababa de inventar la historia, se tiró el resto del día compadeciéndose, convencido de que en realidad ¡tenía un resfriado!
Pero de todas sus amantes, sus pasiones y obsesiones, la más importante fue la música. Ya muy anciano, una enfermera le preguntó si deseaba algo y Stravinsky respondió que quería trabajar (componer) y que si no podía hacerlo prefería morirse. No creo que exista otro compositor que se haya tomado su música tan en serio como Stravinsky la suya (a pesar de haber escrito muchas piezas ligeras y llenas de humor). Estaba convencido de la importancia de la práctica totalidad de sus obras y cuando se le preguntaba cuál de ellas recomendaría, respondía que TODAS. Su vida entera giró en torno a la composición. La interpretación de su obra, primero como pianista y luego, cada vez más, como director, también era vital para él, lo que le supondría viajar por el mundo, y esto le llevaba muchísimo tiempo. Pero la razón fundamental por la que empleó tanto tiempo en esas actividades fue porque le reportaban más dinero que la composición (yo pienso que debería ser al contrario, pero así son las cosas) y porque le permitían mostrar sus obras del modo en que quería que se interpretasen. No era fácil que escuchara una de sus piezas ejecutada por otra persona y no se enfureciese. (Si acudía a un concierto podía ser que se viese obligado a escuchar música de otro compositor contemporáneo, lo que normalmente aborrecía. Se lo montaba bastante bien evitando ver u oír música de otros. Una vez, un desdichado joven fue tan torpe que le pidió que echase un vistazo a una sinfonía que acababa de componer. Stravinsky le dijo que acudiese a verle a su hotel al día siguiente. El compositor acudió puntualmente a su cita, sinfonía en mano. «Oh, en este momento estoy demasiado ocupado», dijo Stravinsky. «¿Entonces cuándo podré mostrarle mi sinfonía?» Stravinsky consultó su agenda y respondió: «Mañana, no. La semana que viene, tampoco». Le dio un buen repaso a su agenda, y luego la cerró a cal y canto. «¿Qué tal nunca, le va bien?». Hmmm…, no es precisamente una historia de lo más bonita.)
De modo que la música, es decir, su música (y, hasta cierto punto, otras artes: Stravinsky sabía mucho de pintura y la valoraba, era un artista de talento tanto en la literatura como en el teatro y la danza) era el centro de su vida. Quien buscase su amistad debía ser consciente de que su música sería también para él el centro de su vida o si no lo ignoraría. Ejem…, otro rasgo suyo más bien poco amable. ¿No os está dando muy buena impresión el personaje? Bueno, es cierto que Stravinsky no fue siempre muy simpático y pienso que era un insecto brillante, quebradizo y con una picadura bastante mortal, pero por otro lado resultaba fascinante, tremendamente vivaz e inteligente, con una cabeza por la que siempre rondaban ideas apasionantes, con frecuencia tenía
mucho sentido del humor, a veces era sorprendentemente generoso y, especialmente a medida que envejecía, sospecho que se convirtió en alguien curiosa e irresistiblemente encantador.
De los seis compositores de este libro, es, por supuesto, el único que podemos ver en viejos documentos televisivos, escuchar sus muchas grabaciones y del que podemos oír relatos de primera mano de gente que aún vive. De modo que no resultará difícil imaginar lo que suponía visitarlo en su casa de Hollywood, digamos que en 1947, cuando Stravinsky contaba unos alegres sesenta y cuatro años y Vera unos efervescentes cincuenta y nueve. No se nos ocurriría visitarle a no ser que Vera nos hubiese invitado antes. Si Stravinsky no nos quisiese ver sería muy capaz de abrirnos la puerta él mismo y ¡decirnos que había salido! Pero siempre y cuando nos esperasen, seríamos bastante bien recibidos por los Stravinsky, en su pequeña y repleta casa. Si hubiéramos llegado muy pronto quizá nos hubiera sorprendido la visión de los pies de Stravinsky asomando por encima del bordillo del balcón. Cada día se dedicaba a enérgicos ejercicios que practicaba regularmente. «Cada mañana rezo durante quince minutos, hago ejercicio durante otros quince y empleo otros quince minutos en afeitarme» (¡le dedicaba lo suyo a esto último!). Claro que puede que ni le viésemos si cuando llegásemos estuviera trabajando en su estudio con la puerta cerrada, y es que en ese caso, ¡pobre del que se le ocurriese abrir esa puerta! Si tuviésemos que rondar por ahí esperando a que saliese de su cubil, podríamos encontrar una nota de Vera recordándole las actividades a las que debería dedicarse durante el día, y en su parte superior encontraríamos garabateado un «primero tendrás que besarme», de Stravinsky. A la hora de comer, Vera se dirigiría al vestíbulo de debajo del estudio, dando palmadas en señal de que el almuerzo estaba listo. Suponiendo que él también estuviese a punto, Stravinsky daría también palmas en señal de respuesta y saldría de la madriguera. «¿Cómo está usted, señor Stravinsky?», preguntaríamos; «Tirando», sería probablemente su respuesta, pronunciada con un fuerte acento ruso. Luego nos sentaríamos a tomar un almuerzo, regado con una buena cantidad de alcohol. (Me parece que no tomaríais ni una copa, ¿no es así?). Durante la comida, la conversación podría oscilar entre una diatriba acerca de la música o las artes en general, hasta una descripción innecesariamente gráfica de las más novedosas actividades de Stravinsky en el baño, lo que desde luego no debía de ser el tema ideal de una conversación con nosotros, los invitados, durante el almuerzo, aunque quizá él pensase que estaríamos interesados en el asunto. Posiblemente se produci...

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