Aprendiz de cronista
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Aprendiz de cronista

Periodismo narrativo universitario en Colombia 1999 - 2013

  1. 482 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Aprendiz de cronista

Periodismo narrativo universitario en Colombia 1999 - 2013

Descripción del libro

Muestra el camino que el periodismo narrativo universitario ha recorrido para llegar al lugar en el que hoy se le reconoce con legitimidad e, incluso, autoridad; Carlos Mario Correa Soto, el autor, señala y comenta cuáles han sido las influencias, las dificultades y los méritos de dicho proceso, en una prosa transparente y precisa, resultado de una investigación madura, paciente y exhaustiva.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9789587202403
Categoría
Filología
Categoría
Periodismo
Aprendiz-de-Cronista

Pobres viejecitos

Wilber Alberto Rico
El jueves 24 las autoridades dieron a conocer la noticia que ya presentían los vecinos: en la habitación 305 fueron hallados los cadáveres descompuestos de una pareja de ancianos, quienes llevaban entre ocho y diez días muertos, en medio de una miseria absoluta. Aparentemente un golpe accidental en la parte posterior de la cabeza le ocasionó la muerte al anciano. La señora, quien por ser semiparalítica, no pudo o no quiso hacer nada, acompañó el cadáver durante cuatro días, hasta que a ella también le llegó la muerte.
Por esos días en el piso tercero, donde se encuentra el apartamento 305, el ambiente era más frío, húmedo y resbaloso de lo acostumbra­do. Los vecinos notaron la ausencia de sus moradores, sobre todo la del ancia­no, pues de su acompañante poco o nada se sabía. También sabían que desde la llegada de la pareja en 1993, por los mismos días de septiembre, nunca nadie los había visitado.
El 23 de septiembre de 1998 a eso de las siete de la mañana, la seño-­ra Rosmira de Saldarriaga, vecina del 304, bajó e indagó al portero por el señor Guidoni, a lo que este respondió que hacía por lo menos diez días no lo veía. “Conocí al señor Guidoni hace dieciséis meses. Todos los días sa­lía a hacer sus compras. Cuando la señora Rosmira me avisó de los olores desagradables en el piso tercero, de inmediato llamé a la administradora del edificio y ella avisó a las autoridades”, comentó el portero Jorge Eliécer García. Cinco días antes el mismo Jorge Eliécer había repartido correspondencia avisándole sobre la asamblea. Guidoni nunca la recogió. Dos días después lo llamó insistentemente por el citófono para anunciarle lo mismo, pero jamás le respondió.
A las ocho de la mañana del mismo 23 de septiembre, la puerta del apartamento 305 fue forzada y abierta por las autoridades de la Fiscalía. El aire era pesado y nauseabundo. A pesar del día radiante, en el lugar reinaba la oscuridad. Los pocos muebles estaban cubiertos por sábanas amarillentas. El lugar era amplio. Un salón grande recibía al visitante al lado izquierdo y seguía uno menos amplio, al lado derecho. Predominaba el desorden en los pocos enseres sumidos en medio de la mugre y el polvo de muchos días. Por el corredor central se llegaba a una habitación desocupada y a la cocina con muy pocos utensilios viejos y raídos, una antigua nevera totalmente desocupada, un fogón pequeño y una que otra olla. Abundaban las botellas de licor vacías en medio de periódicos viejos. Al final, tras una cortina de plástico medio abierta, estaba la habitación de la pareja de ancianos, cuyas ventanas estaban cubiertas con periódicos viejos, de por lo menos cuatro años de haber sido publicados.
El cuerpo de Guidoni fue encontrado en el suelo, sobre un piso de cerámica fina, encajado perfectamente entre el closet y la cama doble a su derecha, en posición opuesta al espaldar. Sus pies rígidos tocaban la mesita de noche; su brazo izquierdo se extendía formando un ángulo recto señalando la única entrada a la habitación. Los ojos de Guidoni estaban cubiertos y aún con su color natural, mirando firmes al techo como si buscara el infinito. Un golpe fuerte en la región occipital de su cabeza, producto de una caída accidental, lo hizo dejar atrás este mundo ante la mirada impotente de su esposa Rosana.
Según el reporte de Medicina Legal, Eduardo José Guidoni Isola permaneció en ese estado durante ciento setenta horas. Rosana fue hallada en su cama. Su frágil cuerpo descansaba boca arriba sobre un desorden de sábanas y mantas sucias. Tan solo llevaba puesto un buzo de color vino tinto, el resto de su cuerpo estaba desnudo. Sus piernas exageradamente delgadas dejaban ver su desnutrición avanzada y una inactividad de mucho tiempo atrás. Su rostro de pómulos sobresalientes mostraba un descanso eterno después de una vida agobiada por el sufrimiento y la soledad. Las pruebas realizadas por los investigadores demostraron que murió cuatro días después de su esposo. La agonía fue lenta y dura y al final el hambre le ganó la batalla. Fue una lucha de ochenta y ocho años que le dejó dos matrimonios. En ambos fue viuda. A Guidoni le guardó un luto de cuatro días mientras contemplaba su cuerpo a su lado.
Durante esos cinco largos años, don Eduardo José Guidoni, el del 305, de procedencia argentina, demarcó bien las relaciones con sus vecinos. La conducta huidiza del viejo encajaba perfectamente con sus rasgos toscos y sus gestos malhumorados. Era un hombre de temple firme y porte atlético a pesar de sus ochenta años, con brazos fuertes y manos cui­dadas terminadas en dedos largos y finos, y una estatura que bordeaba los 1,80 metros. Era blanco, de ojos verdosos, nariz rígida y cabello ligeramente canoso sobre una cabeza voluminosa, de frente amplia y notables arrugas octogenarias. Modestamente vestido, el señor Guidoni mostraba huellas de la vida solitaria al lado de su esposa, que optó llevar a su modo desde cuando, hace quince años, a la edad de setenta y tres, la señora Rosana Gaviria viuda de Ochoa le diera el sí definitivo al que para ella era su segundo vínculo matrimonial. De él poco se sabía.
Eso ocurrió en 1983, cuando la señora Rosana ya no gozaba de muy buena salud. Su misteriosa incapacidad para procrear le destinó una vejez huraña y sin otra compañía que su devoción religiosa. Su soledad se acentuó a raíz de la muerte de su primer esposo del que solo se sabe el apellido, Ochoa. De figura delgada, conservaba aún el talante de una mujer distinguida con el cuidado y la delicadeza en sus maneras. De escasos 1,55 altura, que parecían ser menos debido a su leve dificultad para caminar, doña Rosana se dirigía diariamente a su encuentro con Dios. El camino le tomaba media hora entre su casa situada en el barrio San Joaquín, al centro-occidente de la ciudad, y la iglesia del mismo nombre. A doña Rosana pocas veces le gustaba departir con los vecinos a su al­rededor sobre los menesteres de su disciplinada vida parroquiana. Ocasionalmente lo hacía con la única amiga de aquella época, la señora Rosa de Mondragón, con quien compartía el mismo drama: ambas habían enviudado y se participaban de la soledad con la misma resignación.
La señora de Mondragón ha vivido cuarenta y seis de sus setenta años en ese sector de la ciudad, que aún conserva la contextura arquitectónica antigua de las casas a pesar del embate del desarrollo urbano. En esta parte las viviendas, situadas de forma oblicua, una tras de otra, conforman una especie de zigzag del que solo se conservan las puntas de las casas. En una de estas, la ubicada en el centro de la hilera, con el número 70-90, habitaba Rosana. Dos casas más arriba, vivía doña Rosa, su compañera de iglesia.
Recuerda la señora de Mondragón que cierto día de aquel 1983, en una de sus acostumbradas caminatas rumbo a la iglesia, su amiga Ro­sana la sorprendió con una noticia. Había decidido casarse de nuevo. Para doña Rosa la sorpresa fue doblemente total pues a la edad de su amiga generalmente no se opta por el matrimonio, y mucho menos con un desconocido. Aunque existía entre ellas cierta confianza, jamás le había escuchado hablar de algún pretendiente. Pero las sorpresas no para­ron ahí. Al parecer, según escuchó de los propios labios de Rosana, se casaría con un extranjero con el que había tenido contacto a través del correo. “Cuando efectivamente se casó, nunca la volví a ver. A pesar de que vivían ahí, ella se dedicó al encierro”, comenta doña Rosa con el buen hablar, el ritmo y la entonación de las damas antioqueñas de antaño, refinada en sus modales y de fragancias juveniles. La vecina de Rosana recuerda cuando, motivada por la curiosidad del nuevo esposo, lo observó a través de su ventana en el segundo piso de su casa. “Caminaba lento y con la mirada clavada en el piso. Siempre llevaba un periódico bajo su brazo, parecía un mensajero de tanto entrar y salir de su casa. Siempre solo, saludaba con un leve ‘Dios lo bendiga’ ”, asegura.
Los años fueron pasando y la vieja Rosana no tuvo más contacto con el mundo exterior. En cierta ocasión, por el año de 1985, las vecinas de la parroquia de San Joaquín circularon la imagen de la Virgen María entre las diferentes casas con el único propósito de que cada familia la tuviera por una semana. Rosana apareció sigilosamente tras la cortina de su casa. Con cierto temor y resguardo, en tres o cuatro palabras, dijo que su esposo le impedía tener contacto con los demás. Los vecinos se extrañaron de tales circunstancias pero nunca tomaron parte de ese asunto como lo asegura Amparo Silva, bacterióloga de profesión y dedicada hoy a otras actividades.
Ella también conoció, aunque no muy de cerca, a los dos ancianos, por cuestión de negocios. Alguna vez quiso comprarles el segundo piso de su vivienda, de la que era arrendataria. De eso hace diez años aproximadamente. El negocio estuvo en manos del señor Guidoni, al igual que la puesta en regla de todos los documentos que demanda una transacción de bienes raíces. “Era un señor alto, de buenos modales y con acento argentino. Él personalmente firmó todos los papeles y se hizo cargo del negocio, eso fue por el año de 1989”, recuerda ella.
La señora Silva nunca se relacionó directamente con los ancianos a pesar de su cercanía. No obstante, ella oía que él la regañaba mucho y por aquella época había un constante maltrato verbal del viejo hacia su esposa. En cierta oportunidad, comenta la señora, le pareció escuchar un diálogo a altas horas de la noche, un diálogo que fue aumentando de tono hasta convertirse en un literal alegato. Los indicios continuaron por muchas noches más, hasta que la vecina pudo confirmar que las conver­saciones nocturnas no eran precisamente entre dos personas. Según ella, el viejo en estado de embriaguez hablaba con el perro. De doña Rosana no guarda muchos recuerdos dado que, según sus palabras, la señora permanecía encerrada. Doña Rosana ni siquiera se despidió de su estimada amiga Rosa de Mondragón antes de perderse para siempre en su habitación.
A pesar del comportamiento esquivo del viejo Guidoni, nadie se atrevía a señalarlo como alguien que tuviera problemas síquicos o de al­coholismo. Muy por el contrario, la lucidez hacía parte de la personalidad y entereza de alguien que, como Guidoni, guardaba muy bien las distancias. Entre 1988 y 1993 la pareja desapareció completamente del sector de San Joaquín. Algunas personas manifestaron haber observado al viejo Guidoni caminando por el sector de Suramericana, en uno de cuyos edificios la pareja de ancianos vio pasar otros cinco de sus míseros años. Allí se repitieron las mismas costumbres y la misma tendencia escurridiza. Para ese tiempo la señora Rosana ya manifestaba dolencias avanzadas en ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Agradecimientos
  5. La crónica
  6. Antología
  7. Directorio de revistas y periódicos universitarios: pregrados de Comunicación Social y/o Periodismo de Colombia
  8. Notas