Antonio Fontán. Un héroe de la libertad
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Antonio Fontán. Un héroe de la libertad

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Antonio Fontán. Un héroe de la libertad

Descripción del libro

Héroe de la libertad, así designó el Instituto Internacional de la Prensa a Antonio Fontán, junto a otros grandes periodistas perseguidos en el siglo XX por defender la prensa libre. Su periódico -el diario Madrid- fue cerrado por el gobierno de Franco. El edificio fue dinamitado. Fontán fue protagonista de la Transición democrática, contribuyendo decisivamente a la sucesión del Rey. Fue Presidente del Senado y Ministro, pero sobre todo fue un humanista y un maestro de humanistas.

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Información

ISBN del libro electrónico
9788432142895
VIII. LA SAVIA
El estoicismo de Fontán
Se ha dicho, y se ha publicado que Antonio Fontán «vivió el estoicismo». Quien dijo eso —por las razones que sea, que a mí no me compete averiguar— se ha quedado a medio camino. Su serenidad y su temple humano a la hora de encajar golpes pueden haber dado la impresión de que se asistía a una reencarnación de Sócrates o más bien Séneca con el que, como afirma su alumna Conchita Alonso del Real, mantuvo un diálogo ininterrumpido a lo largo de su vida.
Pero hablar de estoicismo a la hora de buscar una explicación para su vida es quedarse corto. Es verdad que en el comportamiento ético de Séneca y hasta en el del maestro Epicteto es posible detectar actitudes, verdaderos puentes, que conducen al cristianismo. Eso ya lo vieron los antiguos cuando se inventaron una correspondencia entre el filósofo cordobés y san Pablo. Identificar ambas cosas, sin embargo, es un error.
Lo es ya no distinguir el punto de partida: mientras el estoicismo es una filosofía, el cristianismo es una religión. Y ahí comienzan dos sendas que son divergentes, inconfundibles. El estoico busca y encuentra una distancia a las cosas, a los sucesos y a los hombres, una actitud ante el mundo que en definitiva es una negación del mismo, porque desemboca necesariamente en una confesión de su caducidad. También el cristiano está convencido de esa imperfección y de la limitada importancia de lo terreno, pero al mismo tiempo todo, hasta lo más mínimo, tiene para él trascendencia, aunque sea relativa.
El estoico pretende dominar el sufrimiento, a base de exigirse a sí mismo una apatía que le ignore, incluso heroicamente. El cristiano por el contrario aprende a decir sí al dolor, a ver en él un modo de dar sentido a la vida, a aceptarlo en lo más íntimo del corazón y a dejarse purificar por él.
El cristianismo no prohíbe las lágrimas, porque es humano; no consuela con meros razonamientos, sino con la promesa de una alegría más elevada y unos bienes eternos y sobre todo con la referencia al modelo de sufrimiento y de muerte, que invita a los hombres a andar un camino arduo, en pos de la cruz, pero no al suicidio como hace la estoa, reconociendo así su incapacidad de abrir perspectivas y alentar esperanzas.
Lo que vivió Antonio fue clase, señorío, en primer lugar sobre sí mismo, una base necesaria para que sobre ella se asiente el verdadero fundamento inconmovible: la fe cristiana. Y la fe no es teoría, sino que se refleja y se traduce en la vida real. Mejor dicho, la fe vivifica, da vida. Solo gracias a ella se pueden aplicar al hombre aquellas palabras del salmo número uno que nos han servido de pauta al dar perfil a estas páginas:
«El varón justo será como árbol plantado a la vera del arroyo, que a su tiempo da sus frutos, cuyas hojas no se marchitan».
Ya en su sentido literal, como he pretendido mostrar hasta ahora, se pueden aplicar estas palabras a la vida de Antonio porque, plantado en el seno de una familia bien asentada en la corriente de la vida de su época, creció sano y vigoroso desarrollando poco a poco tallo y ramas de las que a su debido tiempo brotaron, primero hojas, y luego flores y frutos.
Pero ese verso, que con más o menos propiedad se puede aplicar a cada ser humano —varón es a la vez masculino y femenino en el lenguaje bíblico, porque del varón fue tomada la mujer y porque la palabra de Dios interpela al alma, que no tiene sexo— admite también una explicación alegórica, más real y profunda: ese árbol es el Espíritu, es precisamente la fe que da sentido y vida; sin ella, todo lo demás se queda en apariencia, parece que tiene fuerza pero no puede ser útil: ramas y hojas se agitan al viento, pero les falta fundamento. Son hojas que caen en cuanto el viento sopla, las que Jesús encontró en la higuera que no tenía fruto.
Me he esforzado por reducir al mínimo esta introducción a un capítulo que para mí es la clave que da sentido a todo lo que hasta ahora he escrito, incluso me atrevo a decir a todo lo que se ha escrito sobre Antonio Fontán, hasta la fecha.
Y debo confesar que, aunque desde el principio fui consciente de que este era el código para comprender la vida de Antonio, jamás sospeché que fuera tan hondo, tan decisivo y tan articulado.
En las semanas de trabajo en Roma he encontrado una gran cantidad de material escrito que testimonia su trabajo en torno a los encargos que san Josemaría le hizo en el largo arco de treinta años que va de 1945 a 1975, a la vez que me ha proporcionado una nueva perspectiva, en buena parte insospechada, de su personalidad.
Esa perspectiva se obtiene sobre todo a través de su copiosa correspondencia con el Fundador. Convencido de su santidad, le profesó desde el primer momento una veneración que con los años se convirtió en reverencia y finalmente en la devoción que guiaba y daba sentido y peso a todo lo que emprendía.
Es en la correspondencia con él donde se nos muestra Antonio Fontán con más sencillez y riqueza, porque en ella expresa sus sentimientos más profundos, los móviles que le han llevado a lo largo de su vida a emprender tareas de servicio a la sociedad, en una medida muy superior a lo que habría sido normal en un hombre que podía haberse conformado con estar presente en uno solo de los múltiples campos en los que derrochó sus talentos.
Sería un error pensar que esta dimensión tan íntima no tuvo ninguna proyección en su actividad pública, como si fuera posible distinguir en la biografía de Antonio una esfera privada y otra oficial. Ambas están inseparablemente unidas y se apoyan mutuamente, dando como resultado una unidad coherente. Por poner solo un ejemplo, se me ocurre referirme a la actitud del católico Fontán, de una parte ante la actividad pública y de otra ante la jerarquía eclesiástica.
Gracias a su fe, entendió siempre esas tareas como un modo de servir al bien común. Y esa actitud, que procede directamente del venero cristiano de siempre y es tan sencilla como la idea de que para un cristiano el bien personal viene después del colectivo, encuentra una y otra vez una expresión clara en las cartas que tendremos oportunidad de reproducir y analizar en estas páginas. Esa actitud ejemplar llamaba la atención y tenía una eficacia apostólica sorprendente, incluso para él que, ya retirado de la tribuna pública, constataba en la Nochebuena de 1992, no sin rubor:
En este tramo de la vida, voy encontrándome amigos, de años de trato ya, que se acercan a «muchas cosas buenas». Y yo que no sabía que mi amistad, la relación mía con ellos, iba a influir en sus vidas y las encaminara a Dios, o que estaba influyendo...
Más delicada aún, pero no menos clara y eficaz, fue su actitud respecto a la jerarquía de la Iglesia, a la que prestó servicios desinteresados desde su actividad publicística. No puede ser más elegante la lanza que rompe a favor de la suprema autoridad de la Iglesia y la Conferencia episcopal española en la entrevista concedida a Santiago Casas, en el año 2006, respecto a la postura de ambas en el proceso de gestación de la Constitución de 1978.
No faltaban —declara— las corrientes antieclesiásticas de pensamiento entre las fuerzas democráticas del posfranquismo. Se trataba de una izquierda que no era anticlerical, como a lo largo del siglo XIX o en tiempos de la segunda República. Pero era —para utilizar sus propias palabras— de un laicismo militante, un «laicismo confesional» y a ser posible obligatorio. Esto se concretaba en dos puntos: uno el de las relaciones entre Iglesia y Estado, y otro el de la Iglesia —y los católicos— y la educación. Respecto de la cuestión Iglesia-Estado, yo creo que la figura principal que facilitó e hizo posible una armónica relación entonces fue el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, que tenía cierta fama de no ser un franquista. Los obispos eran simplemente obispos, pero algunos o muchos tenían simpatía por el régimen, con el que en determinadas cuestiones coincidían política e ideológicamente. (Y no hay que olvidar que durante la guerra civil fueron asesinados en la zona republicana trece obispos y unos miles de sacerdotes y religiosos).
Tarancón era un prelado antiguo ya, pero que, sobre todo después del Concilio Vaticano II, había adoptado una actitud bastante independiente del régimen. Junto a ello es preciso señalar unas posturas inteligentes de la Santa Sede, que hay que atribuir a Pablo VI. Se llegó a la sustitución del Concordato, que estaba obsoleto, por unos Acuerdos, que siguen estando vigentes treinta años después. Creo que esto fue una operación de Adolfo Suárez, muy competentemente instrumentada por Marcelino Oreja y Landelino Lavilla.
En el verano de 1978 no había tenido ningún empacho en manifestar ante el pleno del Senado que presidía, sentimientos de duelo, emoción y respeto con ocasión de la muerte del papa Pablo VI.
Y en la Nueva Revista se hizo eco en repetidas ocasiones de los hechos y el magisterio de los Sumos Pontífices. No fueron pocos, al contrario, los números en los que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI fueron protagonistas de reportajes y artículos de opinión. Lo hizo por primera vez, según los documentos que he podido consultar —carta de 10 de enero de 2001 a monseñor Asenjo Pelegrina, a la sazón Secretario General de la conferencia episcopal española, y contestación de este el 23— con un artículo del entonces cardenal Ratzinger aparecido en el n. 73. Y en 2005, el número 99 de mayo—junio está dedicado de un modo casi monográfico a ambos personajes. Desde el comentario «El pontificado del hombre» a cargo de Jan Kienewicz hasta la reseña biográfica «De Joseph Ratzinger a Benedicto XVI» de Aurelio Fernández, pasando por los artículos «Juan Pablo II en la historia de la Iglesia universal» de José Orlandis y «El papa Wojtyla, actor después de muerto», firmado por Miguel Ángel Agea. También en este caso él en persona se ocupó de hacer llegar un ejemplar de ese número a todos los obispos españoles.
Pero aquí, insisto, nos concentramos en su vocación y las consecuencias que su respuesta afirmativa a ella trajo consigo para configurar su vida. La primera a mi juicio fue, como digo, su relación directa con las sucesivas cabezas de la Obra, lo cual no impidió —al contrario, enriqueció— las que mantuvo con sus hermanos, siempre llenas de afecto, sin sentimentalismos que no van con el espíritu viril y sobrio del Opus Dei.
Resulta conmovedor leer cómo le afecta la muerte de algunos de los que tuvieron una relación más estrecha con él por razones de edad, de trabajo o de residencia. Y emociona ver el detalle de finura que tiene con quienes estuvieron más cerca de él en sus primeros años de vocación y habían ya fallecido cuando llegó el día de la beatificación del Fundador.
Prepárese el lector por tanto a encontrar en las páginas que siguen un nuevo Antonio Fontán, inédito hasta ahora por el recato con que celaba su intimidad, y al mismo tiempo sorprendente por su delicadeza interior.
La vocación
Ante nosotros tenemos a un muchacho sevillano, de familia cristiana —más aún, piadosa—, alumno brillante de los jesuitas, príncipe del colegio de la Orden en Sevilla, que llega a Madrid con apenas diecinueve años.
Busca sus contactos naturales en los salones de la Congregación Mariana de los Luises, trata a su subdirector el padre Llanos y menos al Secretario de la Confederación nacional de esas instituciones, padre Carrillo de Albornoz, ambos miembros de la Compañía de Jesús.
Y de repente un buen día encuentra a un joven sacerdote y basta una conversación con él para que apenas pasadas unas semanas, después de que su amigo Vicente Rodríguez Casado le explicara a fondo la vocación a la Obra, se dirija a él por escrito y le pida la admisión en el Opus Dei, una decisión que mantendría y marcaría para siempre su vida. Estamos ante un verdadero coup de fôudre, una auténtica revolución interior que solo Dios puede provocar con su gracia.
Debió de ser también, en buena parte, el aplomo de san Josemaría y el poder de atracción de su mensaje lo que produjo esa reacción en el joven universitario. Los hombres somos normalmente más reservados en exteriorizar nuestros sentimientos y yo al menos nunca le oí hablar de ese terremoto interior. Pero existen testimonios de mujeres, de ordinario más expresivas o, al menos, menos reservadas que los varones, y que por aquellos años experimentaron el mismo fenómeno.
Nisa Guzmán, una de las mujeres de la Obra que conoció al Fundador en agosto de 1940, dice de su primer encuentro con él:
Nuestro Padre encarnaba el espíritu de la Obra y lo transmitía con tal fe y abandono en Dios, que arrastraba: hablaba en presente de lo que no tardé en ver hecho realidad palpable... Me despedí de él cambiada, aunque no le comenté nada en aquel momento... Desde aquel día... noté que la llamada del Señor había sonado, aunque tardé un tiempo en responder.
Algo análogo ocurrió a Encarnita Ortega un año más tarde. Le bastó asistir a unos días de retiro espiritual para chicas jóvenes, predicado por don Josemaría en Valencia, para comprender la grandeza de su misión y senti...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATÓRIA
  5. ÍNDICE
  6. PRESENTACIÓN
  7. I. LAS RAÍCES
  8. II. EL TALLO
  9. III. LAS RAMAS
  10. IV. LAS HOJAS
  11. V. UNA TORMENTA
  12. VI. LOS FRUTOS
  13. VII. LAS FLORES
  14. VIII. LA SAVIA
  15. APÉNDICES
  16. GALERÍA FOTOGRÁFICA