
- 250 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Estación Berlín es una historia de segundas oportunidades, de superación. Un viaje de cinco días que lleva a Germán y Andrea, dos personas adultas viudas, en la mitad de sus vidas, cada una atravesando un duelo que les impide despegar, que los mantiene atrapados y agazapados en su propio dolor, por los lugares icónicos de la ciudad, atravesando la historia, el nazismo, el horror del holocausto, y también del socialismo y del muro que dividió una misma ciudad. Un viaje que cada uno emprende desde Buenos Aires queriendo emerger de la tristeza y volver a respirar, y que los remite, a cada paso, como un eco lejano, a su propia historia, y es atravesado por personajes peculiares, atrapantes, y por la literatura, que en manos de los protagonistas, le dan significado al presente y la fuerza para seguir adelante y animarse al futuro. Estación Berlín es una historia de amor. Un amor que nace en forma muy delicada y cuidada, pero que crece a cada paso, y que nos hace volver a vibrar mientras dos vidas amputadas peregrinan los rincones oscuros y luminosos de esa maravillosa ciudad.
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Información
Editorial
Muíños de ventoAño
2020ISBN del libro electrónico
9789878646114XVIII
Era un día precioso de verano. Cargaba dos sillas, sombrillas y un bolso. Y el sol en sus espaldas. Su mujer llevaba a su hija tomada de la mano y al bebé encajado en su cadera. Después de atravesar un pequeño médano llegaron a la playa por un serpenteante sendero hecho de tablas de madera. A su esposa no le agradaba bañarse en el mar. Ella era de sangre fría y aguas calientes. Eso hacía que se terminara ocupando de palas, baldes y comida. No lo veía como una injusta división de tareas; lo prefería, él consideraba al agua de mar un bálsamo sanador, un masaje envolvente e irresistible. A veces, cuando estaba en el agua, solía pensar en que había gente que seguía metiéndose en el mar hasta sus últimos días. Y hasta existían personas que en sus testamentos disponían, en un acto de última voluntad, que se esparcieran sus cenizas en el océano. Era como si la idea de terminar allí les diera paz ante la inminencia de la partida. Empezó a desplegar las sillas y la sombrilla cerca de la costa. Le agradaba sentir la arena fresca en los pies y la brisa marina en la cara. A escasos centímetros, una adolescente yacía boca abajo resplandeciendo bajo el sol como la bola luminosa de una adivina. Se hubiese quedado mirándola un rato más pero, vergonzoso, giró la vista y se encontró con los ojos de una señora mayor, casi anciana, recostada en una silla baja. Estaba a medio metro de distancia y había bajado a su regazo el libro que tenía abierto por la mitad. Parecía querer decirle con la mirada: ¿Tienen toda la playa y se vienen a instalar justo acá? Le esbozó una sonrisa y la señora volvió con gesto fastidioso a la lectura de su libro. Miró hacia el frente y vio el mar. Comenzaba con un tono pardusco en la orilla, mutaba enseguida a un verde botella y se iba transformando en azul profundo hasta perderse en un horizonte sólo interrumpido por una isla lejana y un barco carguero que parecía no moverse. Se quedó un rato mirando las olas quebrar esa secuencia de colores casi perfecta. Entró en una especie de trance, de calma espiritual causada por el solo hecho de mirar el mar. A lo lejos, un vendedor con un bronceado de todo el verano, se paseaba con un palo largo de donde colgaban decenas de prendas que ondeaban al viento como banderines. La calma se vio interrumpida por una repentina carrera desenfrenada de su hija hacia el mar. Parte de la arena que levantó en el trayecto fue a parar a la bikini blanca de la adolescente, que sólo lanzó una mirada despreocupada y siguió allí tendida, inmóvil, como una escultura de arena labrada por un artista. La anciana, en cambio, bajó nuevamente el libro mientras contraía los músculos de la cara y despedía fuego por los ojos en dirección a la niña. Antes de comenzar a correr detrás de su hija, miró de reojo a la vieja que volvía a la lectura y terminaba de cocinarse al sol como una hamburguesa. Salió disparado hacia la orilla y la alcanzó con el agua por las rodillas. Su esposa observaba la escena sentada en una de las reposeras con el bebé dormido en brazos. Más adentro el agua estaba más fría, con lo que la niña se frenó en seco, como si un semáforo hubiera cambiado a rojo súbitamente. La tomó de las manos y la impulsó un poco más. Las pequeñas olas orilleras que rompían en sus piernas impactaban en la barriga de su hija que, en un acto reflejo, lanzó un grito estridente, como si un perro rabioso detrás de una reja o la oscuridad sobreviniente la hubiese asustado. Sintió cómo los brazos de su pequeña de repente se aflojaron y su cuerpo se entregó a ser llevado dentro del mar. Halló un punto donde, agachándose un poco y sosteniéndola por la cintura quedaban los dos con la cabeza a la misma altura. De esa forma tenían la sensación de estar con el agua hasta el pecho, acompañando el movimiento del mar. De cara a las olas, que venían una detrás de otra, flexionó las rodillas y saltó exclamando: ¡Uuuh! La niña rió como si estuviesen jugando. Mientras se mecían en la corriente marina, pensó en que ese mar era el mismo de años atrás, cuando conoció a su mujer y la niña que tenía abrazada era un mero deseo. Sentía que el agua salada le aliviaba los pies, la piel, la cara. La siguiente ola se formó a una distancia que no pudo calcular. Apoyó su cabeza en la de su hija y aspiró el olor dulzón de su pelo mezclado con la sal del mar. Vio la ola elevarse y la saltó. El mar apareció inmenso delante. A sus espaldas, el sol empezaba a esconderse detrás de las edificaciones alineadas al borde de la rambla y las sombras que se proyectaban sobre la playa se asemejaban a oscuras ánimas invadiendo el mundo de los vivos. Una nueva ola los levantó y siguió su viaje hacia la playa. Se dio vuelta y la vio perderse. Allá lejos, donde antes un hormiguero humano iba y venía, ya no había nadie. Sólo una silla vacía y un bebé sentado sobre la arena mirando hacia el mar…
Germán se despertó sobresaltado, transpirado, sin recordar bien dónde se encontraba. Miró a su alrededor. Estaba oscuro, su mente se reactivó y comenzó a distinguir el tamaño y las formas del cuarto del hotel donde se alojaba. Recordó que había llegado allí a las seis de la tarde del día anterior y se había pasado unas horas en la computadora mirando videos de un recital de “Hagan Juego, No Va Más” en el Luna Park de Buenos Aires. Le había impresionado el contraste del Pablo con quién había charlado en el tren y el cantante que había visto en Youtube, enloquecido, gritando y saltando como si estuviera en un aquelarre.
Se acordó también de que había hablado con su hija por Skype y le había contado acerca de la visita al campo de concentración y de los músicos que había conocido. Recordó también que, al igual que en la primera llamada, Marcos se había mantenido detrás de su hermana mirando y escuchando, sin casi intervenir. La conversación había durado más de media hora y había omitido nombrar a Andrea. En un momento dado se había tentado de mencionarle algo al pasar, información genérica sin mayores detalles; pero conocía bien a su hija, ella empezaría un inmediato interrogatorio, y no estaba de ánimo para pasar por una situación así, sobretodo porque él tampoco sabía bien dónde se encontraba parado. Se refregó los ojos para mirar el reloj. Eran las siete de la mañana. Ahora que lo pensaba, se daba cuenta de que le agradaba Andrea. Pero desconocía si sería una sensación pasajera, parecida al recuerdo de la bikini blanca de la adolescente de su sueño. Con lo que se convenció de que lo mejor sería guardárselo para sí por el momento.
Se recostó un rato luego de la charla telefónica. La excursión a Sachsenhausen había durado ocho horas y no se había dado cuenta de lo extenuado que lo había dejado el paseo. Recordó que se había sacado las zapatillas y tirado en la cama temeroso de quedarse dormido y que se le pasase la hora de cenar. Con lo que había decidido hacer un pedido de room service y comer en solitario. La bandeja plateada sin restos del sabroso club sándwich que le habían traído fue el último recuerdo de la noche anterior.
Se levantó de la cama y buscó los vouchers en su mochila. Efectivamente tenía contratada la excursión “Tercer Reich”. Se calzó los anteojos para leer la letra chica. Debajo del título leyó que se trataba de “un paseo guiado por todos los centros de poder del nazismo en Berlín” y que el punto de encuentro sería a las diez de la mañana en el mismo lugar que el día anterior, el McDonald´s frente al Zoo.
Esta vez se pudo tomar un taxi sin sobresaltos. Fueron por una ruta diferente a la del día anterior, circulando por anchas avenidas. El tráfico del lunes a la mañana había transformado el paisaje de la ciudad. Las calles vacías del domingo eran invadidas por automóviles y buses; el contraste entre los dos días recordaba un estadio vacío que se iba colmando hasta quedar completamente abarrotado. A pesar de eso, el taxi avanzaba sin detenerse, a una velocidad que no lo hacía temer llegar a la cita a destiempo. Por la ventanilla, Germán pudo observar una Berlín de trabajo, de ejecutivos de traje y corbata y mujeres enfundadas en tailleurs de oficina, la mayoría de una estatura superior al promedio, y caminaban erguidos por amplias veredas atestadas de basureros repletos de cadáveres plásticos de la maratón del día anterior.
Llegó con cinco minutos de antelación a la hora fijada. Se alegró de ver a Leticia con el mismo cartel con la bandera de España. También a Pablo, Gerardo y sus amigas, que aguardaban callados, mirando hacia la nada, todos con anteojos oscuros y caras pálidas de pocas horas de sueño.
-Hoy seré yo quién os guiaré - le dio la bienvenida Leticia luego de un saludo de dos besos.
Vestía un sobretodo negro largo, atado a la cintura. Era una jornada más fría que la que les había tocado el día anterior. El sol apenas calentaba a través de un cielo algo nublado. Los llevó en autobús hasta la Columna de la Victoria, un obelisco de cincuenta metros de altura o más, coronado por una estatua dorada en su cima, emplazado en una plazoleta circular, que hace las veces de rotonda, en el extremo de una gran avenida que delimita el gran parque central de Berlín.
Germán ya había pasado por ese lugar fugazmente el primer día que había estado en la ciudad. Lo había hecho a bordo del triciclo del “egipcio”. En ese momento sospechó que quizás estuviera viendo uno de los monumentos más importantes, y recordaba haberle preguntado al guía de qué se trataba. Pero éste no ayudó demasiado a encontrar la respuesta. Ni siquiera le había entendido la palabra “victoria” en inglés, suponiendo que la había dicho (seguramente lo había hecho). Pero allí parado, mientras escuchaba hablar a Leticia, le pareció oír, como si fuera un sonido proveniente de un oscuro rincón del espacio, un eco lejano de aquella voz gutural.
Las voces se fueron apagando como el final de una melodía y la voz de Leticia, de marcado acento, resabio de su lengua madre catalana, emergió relatando la historia de la columna. Les contó que conmemora las tres grandes victorias bélicas del pueblo alemán en el siglo XVIII, y que era uno de los pocos monumentos que había quedado en pie tras la destrucción de Berlín al final de la Segunda Guerra Mundial.
-Aunque los guarros de los franceses tuvieron la intención de dinamitarlo, por suerte los ingleses lo impidieron -concluyó con la vista fija en la diosa Niké de oro que corona el monumento.
-Jajá, ¡la pica entre ustedes y los franceses! -se alcanzó a escuchar la voz pastosa de Gerardo.
-Qué va, tío… qué va, nosotros nada de nada. Nos da igual -le contestó de inmediato Leticia.
Sonaba enfadada. Pero no por el comentario de Gerardo, que se quedó estático, con una media sonrisa congelada y dudando entre decir algo o quedarse callado, cosa que instintivamente hizo. A Germán no le quedaba del todo claro si había habido un cambio en ella. En su humor, en su aspecto. Le había parecido más bonita la Leticia del día anterior. Ahora se la veía con el rostro pálido, las facciones inmóviles, igual que esas mujeres que pierden la flexibilidad de los rasgos después de una cirugía facial. O quizá fuera el sobretodo el que ayudaba a darle ese aura oscura. Mientras dejaban atrás la Columna de la Victoria y caminaban a lo largo de la gran avenida, Germán concluyó que, a diferencia de Gerardo, a él no le había hecho gracia el comentario. No porque ella no tuviera la libertad de decir lo que pensaba de los franceses. Le había llamado la atención, tratándose de una guía de turismo, lo descalificador del mismo.
Completaron el recorrido de unos seiscientos metros a lo largo de la ancha avenida que une la Columna de la Victoria con la Puerta de Brandemburgo y llegaron a la escalinata de granito que da acceso al monumento al Soldado Soviético Desconocido. Germán también había estado allí el primer día, y de hecho por los alrededores del memorial había contratado al “egipcio” y su triciclo. Leticia los juntó en la base del monumento. Mirando hacia arriba, la figura de hierro, de proporciones gigantescas, portando un fusil en el hombro izquierdo y la mano izquierda extendida, impresionaba. El casco generaba el efecto de ocultar los ojos del soldado, con lo que sobresalía su ancha mandíbula y la boca apretada. Germán pensó en el escultor, en su habilidad de representar la fiereza, la bravura, el coraje. Allí arriba, el soldado inanimado parecía no temerle a nada ni a nadie. Podría pasar por un súper héroe, un especie de Hulk soviético. En ese momento en que observaba la perspectiva gigantesca del combatiente desde el llano, fue cuando Leticia les dijo que al soldado desconocido, en algún momento, entre los occidentales, se lo había rebautizado el “violador desconocido”, porque en una Berlín totalmente destruida y ocupada después de la guerra los soldados rusos hicieron valer su victoria a cuanta mujer alemana se les cruzara por delante.
-No dejaron ni una en pie -se explayó la guía.
Sin sacarle la vista al rostro de la estatua, Germán trató de imaginar cómo sería el relato de un guía ruso. Cómo describirían la historia y el significado del monumento a un grupo de turistas de su país, por ejemplo. Y pensó en lo diferente que puede ser la historia dependiendo de quién la cuente. Cada cual con su libro tratando de imponer “su” verdad, “su” historia, una mirada unidireccional, una ley que obliga a mirar las cosas desde un solo ángulo, y no se pudiera dar toda la vuelta para verlas desde los cuatro costados.
Leticia lo sacó de sus elucubraciones diciéndoles que el monumento había quedado en la parte de la ciudad que le fuera adjudicada a los aliados, más precisamente a los británicos, porque había sido erigido por los soviéticos inmediatamente después de que ocuparan la ciudad, antes de que se dividiera. Cuando se hizo el reparto final de Berlín, fue imposible trasladarlo al sector comunista. Con lo que en el acta de adjudicación de la ciudad los rusos pusieron como condición que el monumento se conservara y que se les permitiera realizar un desfile militar conmemorativo todos los años.
-Es cuando vienen de a miles a emborracharse con vodka -dijo la guía.
-¡En esas fechas es que hay que venir! -se le animó nuevamente Gerardo.
-¡Vale! Pues falta menos de un mes, ¡te puedes quedar!
Todos rieron. La mañana avanzaba y el grupo despertaba de su letargo inicial. Bajaron las escaleras de piedra y siguieron andando por la avenida principal, por la que pasaban los triciclos con turistas. Germán a cado rato espiaba de reojo, por si llegaba a reconocer a su viejo amigo, aunque difícilmente eso sucedería. Sería casi la misma casualidad que encontrarse con la misma persona en la calle dos días seguidos, y eso nunca en su vida le había pasado.
Se desviaron por un sendero interno del parque hasta llegar a un gran claro de césped inmaculado donde se detuvieron. La guía los invitó a sentarse.
-Veis allí -dijo señalando un edificio moderno de dimensiones gigantescas.
El grupo miró en la dirección que señalaba.
-Es la Cancillería, allí trabaja la Merkel.
Se trataba de una construcción de módulos rectangulares enormes de concreto blanco y vidrio, con una parte de dos pisos de considerable altura. A Germán le costó imaginarse el tamaño, probablemente fuera el edificio más grande de todos los que había visto en la ciudad.
-Aunque ella no vive allí sino en un departamento bastante corriente en el centro de Berlín, sobre el río Spree -les completó la información.
-¿Y dónde está el antiguo edificio de la Cancillería, donde se suicidó el Adolfo? -preguntó Yamila.
-Él y varios nazis. Pues no existe más. De hecho no sé si hay algo allí ahora. Todavía puedes ver solares libres sin construir en toda la ciudad. Sitios donde antes de la guerra se erigían edificios enteros.
-¿Y eso de allí? -preguntó la otra chica.
Era la primera vez que decía una palabra. Apuntaba con su dedo índice un edificio extraño, un cubo rectangular parte viejo, parte moderno.
-Eso es la embajada suiza. Es una de las pocas construcciones que quedaron en pie después de la guerra. Los aliados evitaron destruirlo, dicen que quizá porque allí se encontraba el dinero y el oro nazi.
Se levantaron del lugar donde estaban y fueron caminando a través del parque hasta el Parlamento. Germán había visto las fotos tomadas al finalizar la guerra y recordaba cómo había quedado. Lo habían bombardeado e incendiado, y sólo había permanecido la estructura en pie con la cúpula totalmente destruida, un esqueleto con la cabeza incinerada. En la reconstrucción, le habían insertado una cúpula casi idéntica a la anterior, de hierro y vidrio, que hacía las veces de mirador, y era una de las principales atracciones turísticas de la ciudad.
-No vamos a subir a la cúpula porque la espera debe estar imposible, chicos. Pero os lo recomiendo, la vista de la ciudad desde allí es fenomenal -les explicó la guía.
Se quedaron unos minutos en la zona del Parlamento. Luego Leticia los convocó a que siguieran andando. Se adentraron en el parque por caminos sinuosos de ripio que atravesaban un césped y una vegetación inmaculados. Caminaron en silencio hasta llegar a un claro. En el medio, un monumento de piedra blanca y ornamentos dorados, y los rostros de Beethoven, Schubert y Mozart. A un costado, se exhibía una fotografía tomada desde ese mismo lugar justo después de la rendición alemana. Una panorámica de época, se veía todo despojado, tierra completamente arrasada, excepto por la estructura quemada del Parlamento. Nada había quedado en pie. Ni un árbol, ni una planta. El parque inmaculado en que se encontraban parecía un páramo, uno de esos potreros que se pueden ver en el conurbano, tierra de nadie donde se arroja basura y deambulan caballos viejos que son dejados allí para pastar hambre, hasta morir.
Salieron del parque y anduvieron unos cuantos metros por una zona de embajadas y edificios públicos y llegaron al “Museo del Horror”, que fuera erigido en el lugar donde funcionaba la Gestapo y las fuerzas policiales del régimen nazi. Leticia los hizo entrar y caminaron hasta una especie de auditorio donde pasaron una película que contaba la historia del museo y cómo funcionaba. Una vez finalizada, la guía los reunió en el amplio hall.
-Bueno, os dejo aquí. No dejéis de recorrer toda la muestra, es súper interesante -les dijo.
Germán se quedó con la sensación de que Leticia, con quien había podido dialogar de varios temas personales, sobre su vida en la ciudad...
Índice
- I
- II
- III
- IV
- V
- VI
- VII
- VIII
- IX
- X
- XI
- XII
- XIII
- XIV
- XV
- XVI
- XVII
- XVIII
- XIX
- XX
- XXI
- XXII
- XXIII
- XXIV
- XXV
- XXVI
- Agradecimientos