De acuerdo,
me has convencido:
¿ahora yo qué hago?
Ahora que hemos llegado hasta aquí, te voy a hacer una confesión, si me lo permites: yo no pensaba escribir este libro. Tenía en la cabeza un manual ordenado y limpísimo sobre qué hacer para frenar el cambio climático. Cada uno de nosotros, desde su pequeña parcela. Sí, por supuesto, hablaría de contradicciones y de excusas, de acción colectiva y del espacio común para la lucha, de que lo verdaderamente importante es cambiar estructuras. Sin embargo, el corazón del texto sería una guía con deberes climáticos, a la manera de una caja de herramientas para construir nuestra propia estantería de buenas acciones por el clima. En parte iba a hacerlo, lo admito, porque es lo que durante años me han preguntado por mensajes de móvil, en entrevistas, y también al acabar cualquier conferencia o coloquio. «Oye, eso que has dicho está muy bien, pero… ¿qué puedo hacer yo?». El título de este libro es muy poco original, porque son muchas las personas que me lo han repetido de forma literal los últimos años. El interés genuino y sincero existe, y te aseguro que es maravilloso percibirlo con tanta intensidad, porque es el mejor antídoto para la desesperanza.
Pensaba que iba a ser capaz de ofrecer una respuesta satisfactoria a una pregunta recurrente y pertinente. Sabía que no quería escribir un libro sobre el Green New Deal, ni sobre la transición energética, ni sobre el cambio de modelo agroalimentario, ni sobre la economía del cambio climático. No solo porque ya haya excelentes volúmenes al respecto, sino porque de lo que me había percatado es que, aun siendo conscientes de lo disfuncional del marco individual para la acción climática, somos muchos quienes queremos colaborar, actuar, hacer. Hay algo que nos impele, en mitad de una catástrofe, a ponernos a disposición de quien sea, aunque no seamos culpables de ella en absoluto. Ante una inundación o un incendio, centenares de ciudadanos salen a ayudar a otras personas o a los servicios de emergencias, rozando muchas veces la temeridad. Necesitan hacer algo. Sin embargo, al carecer de indicaciones, es habitual que acaben entorpeciendo las labores de extinción o de salvamento.
Durante el proceso de escritura, y tratando de ordenar las acciones y jerarquizarlas, empecé a sentir un cierto desasosiego. Algo no marchaba bien. Borraba frases, las reescribía, tachaba de nuevo. Pensaba en diagramas e infografías y al rato los veía como accesorios de nula utilidad, confusos. Un día, mirando un esquema del manuscrito en la pizarra de mi despacho, decidí que aquello no funcionaba. Sí necesitaba la primera parte, para explicar qué es la emergencia climática, y también la segunda, para examinar nuestra parálisis. Pero el renovado manual del buen ciudadano verde que tenía en mente me resultaba farragoso, nada atractivo, poco útil. Un embrollo.
Para empezar, porque la vida no está hecha para contar gramos de CO2, parafraseando un famoso anuncio de productos light que rezaba: «La vida no está hecha para contar calorías». La analogía, además, es pertinente. Tanto las calorías como las emisiones de gases de efecto invernadero constituyen el reverso oscuro e indeseable de actividades que nos gusta hacer: comer una tostada, viajar, hornear un pastel, darnos un baño caliente. Obsesionarnos con lo que comemos, al igual que por lo que emitimos, no ha producido nunca resultados positivos y duraderos, y sí por el contrario una sensación de culpa constante y peligrosos efectos rebote.
Así que tenemos que pensar de otra forma. De una que tenga en cuenta de dónde venimos, por qué aún estamos parados. Empecemos de nuevo. Borremos la pizarra. Vámonos a la playa.
* * *
Imagínate en un día soleado en la playa. Tienes tiempo, y decides que es una buena idea hacer un castillo de arena cerca de la orilla. Poco a poco, con la ayuda de una pala y un pozal, construyes una fortificación de aspecto algo indefinido pero robusto. Te sientas a su lado, a leer mientras cae la tarde. Casi te podrías dormir, porque apenas se escucha algún ruido lejano a tu alrededor, y la suave brisa consigue que llegues a tu punto justo de confort térmico.
De repente, notas algo en los pies. ¡La marea! El agua está ya rozando el foso alrededor del castillo, y también tus dedos. Retiras rápidamente tu toalla un par de metros hacia atrás, y mientras lo haces, ves cómo se derrumban las paredes de arena. Una tras otra, hasta que en unos minutos el mar ha deshecho por completo el castillo. Al cabo de un rato recoges y vuelves a casa.
A la mañana siguiente regresas a la playa. Empiezas a construir el castillo de nuevo, pero esta vez con tres murallas y dos fosos. Por algún motivo, necesitas que tu construcción sobreviva a la marea. Lo has convertido en un asunto de honor, como en las películas del medievo. No quieres ser el Calatrava de los castillos de arena, así que pones todo tu empeño en reforzar la estructura. Una vez terminado, aguardas pacientemente a que suba la marea, y entonces lo inevitable sucede: aun de forma un poco más lenta y con cierta resistencia, tu fortaleza se rinde a los elementos y se transforma, otra vez, en un montón de arena.
Te quedas mirándola, pensando. Al cabo de un rato, tras el paso de un par más de olas, ya no queda rastro ni traza del castillo en la arena. Y de repente se enciende una luz.
Por más muros que pongamos en nuestro castillo de arena, el mar siempre lo acabará devorando. Bien pausadamente, por el lento ascenso de la marea, bien de forma violenta y hambrienta, en mitad de una tormenta. Y se te ocurre que solo hay una forma de evitar que el agua salada engulla tu construcción: cambiarla de emplazamiento.
La forma en la que estamos actuando frente al cambio climático, y en la que funcionan muchos de los manuales para conseguir una vida más «verde», es mediante fortificaciones que tratan de preservar nuestro modo de vida. Las fortificaciones pueden ser engaños o excusas, como hemos visto antes, o también cambios cosméticos, con el fin de no modificar lo esencial. La miríada de cálculos de huellas de carbono asociadas a los bienes y servicios que consumimos responde básicamente a una cuestión fundamental: cómo encajo mi huella de carbono para seguir haciendo lo que me gusta hacer.
De ahí que proliferen los productos y servicios llamados eco. Seamos sinceros: no queremos dejar de viajar, comprar ropa o conducir, como tampoco queremos dejar de comer mermeladas o refrescos, y optamos por la versión light. La clave está, sin embargo, en que una alimentación saludable no contiene productos light; se compone de productos diferentes.
Y cuando renunciamos a algo, inmediatamente buscamos en qué invertir el sobrante. Una amiga me preguntó, en el transcurso de la escritura de este libro: «Oye, yo, que no voy a tener hijos, ¿cuántos vuelos transatlánticos puedo coger?».
En la respuesta a esa pregunta yace todo cuanto necesitamos saber para afrontar la crisis climática.
«Mind the gap»
Quizá te suene el famoso «Mind the gap» del Metro de Londres. Es una advertencia sobre el hueco que suele quedar entre el vagón y el andén, y resulta muy útil si nunca antes has transitado por sus estaciones; hay que ir con cierto cuidado, o se nos puede quedar atrapado el pie.
Los huecos son peligrosos, especialmente los que implican al conocimiento. En 2017, Seth Wynes y Kimberly Nicholas publicaron un artículo en la revista científica Environmental Research Letters, «The climate mitigation gap: education and government recommendations miss the most effective individual actions» (La brecha en la mitigación climática: las recomendaciones educativas y gubernamentales omiten las acciones individuales más efectivas). En él exponían cómo los Gobiernos e instituciones educativas se focalizaban en algunas acciones frente al cambio climático, como separar la basura o cambiar las luces de casa, que eran mucho menos efectivas que otras de las cuales apenas se hablaba, como una disminución drástica del consumo de carne en la dieta o una reducción de los vuelos transoceánicos.
Este artículo ha tenido, desde su publicación, un impacto notable en la comunicación de las medidas individuales dirigidas a reducir nuestra huella de carbono. En 2015, en plena oleada mediática climática a raíz del Acuerdo de París, apenas se ponía el foco sobre la dieta o la forma de viajar. En 2020, sin embargo, la «vergüenza de volar» es ya un fenómeno relativamente común —especialmente, en determinados países nórdicos—, y muchas dietas se examinan no solo desde su vertiente nutricional, sino también por su impacto en el clima.
Esto es, sin duda, positivo, pero también ha conducido a una inevitable confusión ante la panoplia de datos que ahora debe manejar el ciudadano de a pie. ¿Qué es mejor: bolsa de tela o de plástico, pero reutilizándola muchas veces? ¿Secarse las manos con papel reciclado o con un secador de aire que funcione con energía renovable? ¿Comprar naranjas de proximidad o nara...