Historia secreta mapuche 2
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Historia secreta mapuche 2

Pedro Cayuqueo

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Historia secreta mapuche 2

Pedro Cayuqueo

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Corre el año 1883 en Chile. La guerra de invasión del país mapuche quedó atrás. Silenciados los cañones y quebradas las últimas lanzas, miles de colonos arriban a la estación ferroviaria de Angol siguiendo la huella de las tropas del ejército.Pronto, el puerto de Talcahuano se verá abarrotado de inmigrantes enganchados en Europa por las agencias de colonización. Caravanas interminables de carretas surcan de mar a cordillera los caminos de la Araucanía. Son los pioneers tras la epopeya.Chilenos, suizos, italianos, españoles, franceses y alemanes, todos llegarán a territorio mapuche de posguerra buscando su tajada. La llamada California chilena es un hervidero de gente, lenguas y negocios con las tierras, la mayoría de ellos bastante poco santos.Junto con la fundación de pueblos y el avance del ferrocarril hacia el sur, a la vieja Frontera, llegan también veteranos de guerra, prófugos de la justicia, bandoleros, tinterillos y estafadores de la más diversa calaña.En las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del siglo XX, ellos transformarán Wallmapu en un violento y peligroso Far West. De todo ello nos cuenta el periodista Pedro Cayuqueo en la continuación de su exitosa saga histórica.

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Información

Año
2020
ISBN
9789563247879

– DE BURDEOS A WALLMAPU –

LA CALIFORNIA CHILENA

A2
“Un grupo tan respetable de extranjeros no se dejaría imponer por la indiada”, escribió a fines del siglo XIX Vicente Pérez Rosales, uno de los artífices de la inmigración alemana en el sur de Chile. Aparece en su libro Recuerdos del pasado (1882), obra publicada como folletín en el diario La Época cuatro años antes de su muerte.
No hablamos de cualquier libro. Se trata de todo un clásico de la literatura, un recorrido por el primer siglo de Chile donde Pérez Rosales mezcla relatos de viajes, apuntes sobre la geografía del país y también sus costumbres. Un libro a caballo entre la novela, la memoria biográfica y el periodismo.
Según el escritor argentino César Aira, se trata de “uno de los libros más bellos de nuestras literaturas”. Para el crítico Hernán Díaz Arrieta, Alone, “rara vez se habrá dado tal compenetración de un hombre, un libro y un país como la que hay en esta obra”. Y según Manuel Rojas “es un libro, además, que dice la verdad, que no miente, que puede estar equivocado pero dice lo que piensa”.
Y Pérez Rosales vaya si dice lo que piensa.
“El indio montaraz, voluntarioso o de malos instintos, solo acepta la paz, el respeto a lo ajeno y el trabajo, cuando llega a persuadirse de que por el solo hecho de ponerse al alcance de la bala de un rifle, si viene con ánimo hostil debe morir o ser encadenado”, escribe sin filtro.
Era la creencia mayoritaria de su tiempo: que en ese Chile en formación sobraban “indios de malos instintos” y faltaban colonos europeos. Los laboriosos germanos eran los favoritos de Pérez Rosales, capaces a su juicio de generar riqueza y “civilizar” con su ejemplo la barbarie.
Eran también para muchos la mejor opción de “cruce racial” con la población criolla, estigmatizada por la élite como inculta y perezosa. Hablamos del viejo anhelo de “mejorar la raza”, vigente de manera sorprendente hasta nuestros días.
Pero el arribo de europeos a Wallmapu partió varias décadas antes de las campañas de Cornelio Saavedra en 1860, siendo el sur williche el laboratorio de esta política migratoria. Detengámonos un momento en esta historia, desconocida también para muchos.

- ALEMANES EN EL FUTAWILLIMAPU -

Fue en 1845, bajo la presidencia de Manuel Bulnes, que el Estado chileno comenzó a captar alemanes y austrohúngaros para colonizar “terrenos baldíos” situados entre Valdivia y el seno de Reloncaví, es decir, en el corazón del Futawillimapu o gran territorio del sur.
Todos provenían de Estados pertenecientes a la entonces llamada Confederación Germánica (Alemania empezó a existir como país en 1871 y el Imperio austrohúngaro en 1867) y se instalaron de la siguiente forma: los alemanes en zonas de Valdivia y Osorno, mientras que los austrohúngaros en Llanquihue y, más tarde, Puerto Montt.
A cargo de esta labor estaba el navegante Bernardo Philippi, quien viajó a Europa y logró convencer a familias germanas para asentarse en el sur williche. El primer grupo de colonos alemanes arribó en 1846 y fue instalado en torno al sistema fluvial del río Valdivia y La Unión.
En 1850 Philippi sería reemplazado por Vicente Pérez Rosales como agente de colonización en Europa, logrando este en 1851 la colonización de isla Teja y en 1852 el desembarco de decenas de familias austrohúngaras que se instalaron en el recién creado Territorio de Colonización de Llanquihue.
Para favorecer dicha empresa, el 12 de febrero de 1853, Pérez Rosales fundó el puerto de Melipulli, renombrado posteriormente como Puerto Montt en honor al Presidente que con mayor fuerza protegió la colonización germana.
No es menor destacar que hasta 1893 la ciudad mantuvo el nombre de Melipulli, siendo utilizado incluso por la municipalidad como nombre oficial de la comuna. Así llamaban al lugar los mapuche-williche y así también bautizaron los chilotes al poblado maderero que precedió la fundación del puerto.
Otra ciudad fundada en aquel periodo fue Puerto Varas, en su caso a orillas del lago Llanquihue. Se fundó un 12 de febrero de 1854 y fue bautizada así en honor al ministro Antonio Varas. Los poblados centenarios de Calbuco, Maullín y Carelmapu también tendrían una gravitante participación en esta política migratoria.
La llegada de alemanes se incrementaría a partir del año 1855, cuando Pérez Rosales es nombrado agente de colonización en Hamburgo. El mismo año se abriría un Consulado General de Chile en esa ciudad que iba a desempeñar el trabajo propio de una oficina de colonización.
Es en esos años que Pérez Rosales escribe su obra Ensayo sobre Chile para difundir las virtudes del país en Europa. Publicado en Hamburgo, también buscaba contrarrestar lo que la prensa alemana no dudaba en calificar como un “mísero destierro”.
Entre otras loas, escribe:
Existe empero, en el continente que Colón dio a España, una república modesta y tranquila, más conocida en los escritorios de comercio de los principales puertos de Europa que en la alta y baja sociedad del antiguo mundo. Ese Estado, verdadera fracción europea trasplantada a cuatro mil leguas de distancia en otro hemisferio y al cual sus instituciones liberales, su amor al orden, sus grandes recursos territoriales y una paz permanente cuyo precio conoce, han colocado en una situación excepcional respecto de las demás naciones de un mismo origen, es Chile (Pérez Rosales, 1859:14).
Mal no le fue con su libro propagandístico. Con el paso de los años, las sucesivas oleadas de inmigrantes alemanes transformarían por completo el paisaje williche. Cubierto en gran parte por bosques milenarios, la quema de grandes extensiones de selva fue la respuesta de las autoridades para garantizar “tierras cultivables” a los colonos. Aquella era la gran promesa.
Fue el caso de la selva de Chan Chan al suroeste de Osorno, que ardió por más de tres meses y produjo que Valdivia y otras ciudades estuviesen por semanas bajo una densa capa de humo. Es la primera gran catástrofe ambiental documentada en Chile y consta incluso en las memorias de su principal responsable.
Sucede que las tierras cultivables y productivas cercanas a Valdivia eran escasas, siendo su característica más bien la “espesa selva” y algunos pocos llanos habitados por labradores y ganaderos williche. Y el resto, una esponja saturada de agua. Así describió la zona el naturalista británico Charles Darwin en su excursión del año 1835.
Coincidiría con sus apreciaciones un conocido nuestro, el viajero alemán Paul Treutler, quien remontando en 1859 el río Valdivia y sus afluentes solo encontró “densa selva” en sus orillas e inmediaciones. “Hasta donde alcanzaba mi vista se extendía la selva virgen e impenetrable”, escribe tras visitar la casa de un compatriota alemán, comerciante de maderas.
Lo mismo observaría el marino e hidrógrafo Francisco Vidal Gormaz. Este último exploró el río Valdivia en 1867 mandatado por el gobierno, llegando a concluir que “los inmensos bosques” y su impacto directo en el clima constituían el principal obstáculo para el desarrollo de una industria agrícola en la provincia.
Pero la llegada masiva de colonos alemanes que huían del Vaterland —agobiados por la tiranía de Prusia— apremiaba a las autoridades. Fue cuando Pérez Rosales, el agente colonizador, puso sus ojos en la tierra ocupada hasta entonces por la selva.
“Informes maduramente recogidos me convencieron de que solo podía encontrar lo que deseaba en el corazón mismo de la inmensa y virgen selva que, extendiéndose desde Ranco, cubría la extensa base de los Andes hasta sumir sus raíces en las salobres aguas del seno de Reloncaví”, relata en Recuerdos del pasado.
Le bastó una expedición para decidir que la única solución “era prender fuego para despejar” la enorme selva de Chan Chan. Pérez Rosales sería el autor intelectual. El autor material, Juanillo o Pichi Juan, un indígena que le había servido de baqueano y “práctico de las más ocultas sendas de los bosques”.
Así relata la misión encomendada a su particular guía:
En mi tránsito, ofrecí a Pichi Juan treinta pagas porque incendiase los bosques que mediaban entre Chanchán y la cordillera, y me volví a Valdivia a calmar el descontento que ya comenzaba a apoderarse de los inmigrantes [...] El fuego que prendió en varios puntos del bosque al mismo tiempo tomó cuerpo con tan inesperada rapidez que el pobre indio, sitiado por las llamas, solo debió su salvación al asilo que encontró en un carcomido coigüe. Esa espantable hoguera había prolongado durante tres meses su devastadora tarea y el humo que despedía, empujado por los vientos del sur, era la causa del sol empañado [...] Tan pronto como cesó de arder recorrí con encanto todos los terrenos que yacen al norte de la laguna Llanquihue. Todo el territorio incendiario era plano y de la mejor calidad. El fuego, que continuó por largo tiempo la devastación de aquellas intransitables espesuras, había respetado caprichosamente algunos luquetes del bosque, que parecía que la mano divina hubiese intencionalmente reservado para que el colono tuviese, además del suelo limpio y despejado, la madera necesaria para los trabajos y las necesidades de la vida (Rosales, 1886:341-346).
El bosque como enemigo del progreso winka. ¿Qué hacer ante tal situación? Simple para Pérez Rosales: incendiar durante meses la selva sureña, arrasando de paso con toda la flora y fauna endémica del territorio, el sagrado itrofil mogen de nuestra cosmovisión y cultura milenaria.
Fue parte de la solución para los cuarenta mil alemanes que arribaron al Futawillimapu con la promesa de recibir tierras aptas para el cultivo y la ganadería. Huelga decir que en décadas posteriores el fuego sería también el modus operandi de los recién llegados para ampliar sus terrenos de labranza.
¡Y pensar que a nosotros nos acusan de incendiarios!
Pero las quemas no serían lo único reprochable. También el robo de tierras bajo compras simuladas a los williche, las mismas que décadas más tarde harían nata en el Far West de la Araucanía. El propio Pérez Rosales reconoce en su libro haber utilizado la artimaña de la “compra simulada a los indios” tras ser “adiestrado con el ejemplo y las lecciones de la experiencia”.
Pasa que el Futawillimapu, en su gran extensión desde el río Toltén hasta la isla de Chiloé, tenía dueño. Y ellos eran las grandes jefaturas o cacicados williche que desde la Colonia habían sabido defender con honor la tierra de sus abuelos y abuelas.
Ya hemos explicado que williche no es una denominación étnica, sino de ubicación geográfica (‘gente del sur’). No se trata, por tanto, de un pueblo distinto al mapuche. Sin embargo, es innegable que su historia y particular devenir darían para más de un libro aparte.
Lo charlamos en 2019 con el historiador Eugenio Alcamán, tal vez el más prolífico estudioso de la cultura, lengua e historia williche. Ambos coincidimos en la Feria del Libro de Puerto Montt, en el Melipulli de nuestros ancestros. Alcamán presentaba allí su libro Memoriales mapuche-williches. Territorios indígenas y propiedad particular (1793-1936), un acabado estudio sobre la poco santa constitución de la propiedad austral.
“No existe una sola historia mapuche y quien lo sostenga se equivoca. Existen tantas historias mapuche como identidades territoriales componen nuestra rica geografía social, lingüística y cultural. Prueba de ello es la historia williche, distinta en muchos aspectos a la mapuche de más al norte”, comentó en aquella ocasión.
Toda la razón tiene el peñi Alcamán.
En tiempos coloniales los williche en alianza con los puelche (‘gente del este’) sumaron sus lanzas al alzamiento general mapuche que destruyó, a fines del siglo XVI, las siete ciudades españolas al sur del Biobío. Dos de ellas, Santa María la Blanca de Valdivia (1599) y San Mateo de Osorno (1603), caerían producto del asedio de sus weichafe.
Valdivia pudo ser refundada en 1645 tras el pacto de Quilín (1641) firmado entre los mapuche y el gobernador de Chile, Francisco López de Zúñiga. Osorno, por su parte, debería esperar mucho más tiempo, casi dos siglos.
Su lenta refundación solo fue posible tras la construcción del Camino Real entre Corral y Maullín, y cuyas obras datan de 1787. Esto fue posible gracias el Tratado de Paz de Río Bueno del 24 de febrero de 1789, firmado por lonkos de Río Bueno, Ranco y los llanos de Osorno, y el gobernador de Valdivia, Mariano Pusterla.
Artífice de aquel tratado sería el entonces gobernador de Chile, Ambrosio O’Higgins, el mismo que en septiembre de 1793 haría posible el histórico parlamento general de Las Canoas a orillas del río Rahue. Celebrado en las cercanías del sitio de la antigua ciudad española, es considerado el tratado más importante de la historia williche.
En Las Canoas los lonkos autorizan la refundación de Osorno y el asentamiento de colonos españoles en la zona, aceptan la sujeción política y judicial de los cacicatos mapuche-williche a la Corona y comprometen también colaboración militar ante posibles amenazas externas.
Los españoles, por su parte, reconocen la estructura tradicional williche, la investidura de sus lonkos y el derecho de sus diversas parcialidades a autogobernarse en sus territorios. Hablamos de una “subordinación negociada” similar a la pactada en 1641 en Quilín por los mapuche habitantes de la ribera norte del Toltén.
En 2003 su importancia fue reconocida en el Informe Final de la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, impulsada por el presidente Ricardo Lagos.
Este tratado constituye hasta ahora un hito histórico para las comunidades williche de todo el Butahuillimapu, en tanto representa el acuerdo entre dos autoridades legítimamente constituidas que establecieron una forma de relación basada en un tratado. Por esta razón las comunidades siguen recordándolo cada año y reclaman aún su vigencia.
Hacia fines de la Colonia permanecen en manos williche gran parte del territorio de la costa, pero solo algunos llanos del interior debido al paulatino avance de la propiedad hacendal española.
Prominentes vecinos de Valdivia comienzan poco a poco un avance acaparador que se intensifica tras la independencia al desaparecer —para el naciente Estado— las regulaciones hispanas sobre la tierra y también las viejas instituciones fronterizas.
Esta situación llevó a que en 1823, durante el gobierno de Ramón Freire, se facultara al intendente de Valdivia a demarcar las tierras indígenas, procediendo a su titulación. Fue así como entre 1824 y 1848 se entregaron los títulos de comisarios, accediendo caciques y “gulmenes” de La Unión, Remehue, Pilmaiquén, Lago Ranco y San Juan de la costa a “perpetua posesión” de sus tierras.
En la provincia de Valdivia la propiedad de la tierra solo se regulará ochenta años más tarde, con la entrega de los títulos de merced y las políticas de radicación originadas tras las campañas militares en Araucanía.
Pero las titulaciones no detienen los abusos.
Todo lo contrario; estos se intensifican con el arribo de los primeros colonos germanos a mediados del siglo XIX.
De muestra un botón. En 1847, dos colonos, Juan Renous y Francisco Cristóbal Kindermann, de la Sociedad de Inmigración Stuttgart, inscribieron a su nombre prácticamente toda la cordillera de la Costa. El mecanismo utilizado para apropiarse de estas tierras es declarado por el propio Renous.
“Usted no me creerá [le dice a Rodulfo Philippi] cuánto me ha costado comprar estos terrenos a los indios, no es poca cosa embriagarse con ellos diariamente con chicha de manzana por espacio de varias semanas para introducirle confianza”.
Tal fue el escándalo que el propio fisco entabló en 1849 un bullado juicio contra ambos que finalmente no prosperó.
Al inscribir en 1863 el extenso territorio en el Conservador de Bienes Raíces de Osorno, ambos aseguraron haber adquirido la propiedad comprándola directamente a sus dueños originales por diversos contratos, sin especificar sus nombres ni la fecha de tales compras.
Así nacieron los grandes fundos Llesquehue y Cordillera de Río Blanco, ambos sobre la base de un vil despojo. Kindermann y Renous habían utilizado una vieja artimaña que Pérez Rosales también describe en sus memorias.
Cuando algún vecino quería hacerse propietario exclusivo de algunos terrenos usufructuados en común, no tenían más que hacer que buscar al cacique más inmediato. Embriagarse o hacer que su agente se embriagase con el indio, poner a disposición de este y de los suyos aguardiente baratito pero fuerte y con solo esto ya podía acudir ante un actuario público, con vendedor, con testigos o con informaciones juradas que acreditaban que lo que se vendía era legítima propiedad del vendedor [...] Como para todo hay remedio, menos para la muerte, he aquí el antídoto que empleaban unos para vender lo que no les pertenecía y otros para adquirir, con simulacros de precio, lo que no podían ni debían comprar (Rosales, 1886:347).
Al engaño por embriaguez se sumaba una larga lista de otras estrategias: constitución de hipotecas, remates judiciales, cesión de derechos, poderes amplios para litigar y transacción por especies y animales, y otras que permitieron a los colonos hacerse de la tierra williche.
No sorprende que el mercado de tierras se haya disparado en aquel tiempo. “Mientras entre 1788 y 1870 solo se inscribieron 344 escrituras por compraventa de tierras en la notaría de Valdivia, desde 1870 a 1907 fueron más de siete mil, de las cuales unas mil fueron otorgadas por indígenas”, subraya el historiador Fabián Almonacid.
Pero transformarse en “propietario de papel” era solo una de las formas de usurpación. Hubo otras todavía de triste recuerdo en las comunidades.
“Otra forma recurrente para expandir las propiedades fue la vía de los hechos consumados; expulsando a los indígenas u otros ocupantes por la fuerza, corriendo cercos, arrendando terrenos y después haciéndose dueños de ellos. La ley del más fuerte era la única que imperaba en los campos de Valdivia”, agrega el académico.
Recién el 11 de enero de 1893 la prohibición a particulares de adquirir terrenos indígenas —vigente desde 1873 en la Araucanía— se hizo efectiva en el Futawillimapu. Pero ello en absoluto contuvo la avaricia de colonos nacionales y extranjeros.
Dolor y muerte traerá consigo el siglo XX.
Con un Estado débil y pasivo, chilenos y extranjeros hicieron y deshicieron a su antojo. El historiador Tomás Guevara, en su clásico libro Las últimas familias araucanas (1913), cita una carta del subinspector de Tierras y Colonización, Juan Larraín Alcalde, dirigida a sus superiores:
Son m...

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