Millán-Puelles Vol. X Obras Completas
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Millán-Puelles Vol. X Obras Completas

El valor de la libertad (1995) / El interés por la verdad (1997)

  1. 500 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Millán-Puelles Vol. X Obras Completas

El valor de la libertad (1995) / El interés por la verdad (1997)

Descripción del libro

Este décimo volumen comprende los títulos El valor de la libertad (1995) y El interés por la verdad (1997).
Con un permanente horizonte metafísico, Millán-Puelles ha desarrollado una ontología del espíritu que investiga la articulación de las facultades superiores en la estructura trascendental del sujeto. Razón y libertad son temas de los que siempre parte y a los que continuamente retorna. La amplitud de su planteamiento filosófico le permite abrir su indagación hacia cuestiones específicas del ámbito económico, social o cultural, con lo que sus hallazgos antropológicos quedan contrastados en campos aparentemente ajenos a su ontología del ser humano. Su amplia bibliografía es clara muestra de la universalidad de sus intereses intelectuales, que cubrían la práctica totalidad del saber filosófico.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788432147067
Edición
1
Categoría
Filosofía

El interés por la verdad
(1997)

Introducción

«De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado —escribía Ortega en 1916—, la más acerba, más inquietante, más irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la Tierra es la de los hombres veraces»[264].
Ante esta desolada confesión, uno tiene derecho a preguntar si por ventura no se habrá infiltrado en ella algún exceso de énfasis retórico o demasía literaria, compatible, no obstante, con una fundamental sinceridad. Es bien sabido que en abundantes ocasiones la exageración y la sinceridad se ayudan y complementan, incluso en hombres escasamente provistos de especiales dotes expresivas. Con todo, resultará muy difícil que no parezcan sobresaturadas de retórica estas otras afirmaciones inmediatamente subsiguientes a las que acabamos de leer:
«Yo he buscado en torno, con mirada suplicante de náufrago, los hombres a quienes importase la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas, y apenas he hallado alguno. Los he buscado cerca y lejos, entre los artistas y entre los labradores, entre los ingenuos y los “sabios”. Como Ibn-Batuta, he tomado el palo del peregrino y hecho vía por el mundo en busca, como él, de los santos de la Tierra, de los hombres de alma especular y serena que reciben la reflexión del ser de las cosas. ¡Y he hallado tan pocos, tan pocos que me ahogo! Sí: congoja de ahogo siento, porque un alma necesita respirar almas afines, y quien ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas a usar de las cosas como les conviene».
¿Será menester creer, a la vista de todo ello, que fue Ortega en verdad un hombre tan extremosamente desdichado que apenas llegó a encontrar unas pocas, muy pocas, almas auténticamente veraces, en sintonía con la suya?
Para admitirlo, habría que tomar en serio, por completo al pie de la letra, el gemebundo testimonio orteguiano, olvidando, o desconociendo, que en su autor era frecuente el recurso de jugar al tragoedias agere para dar rienda suelta al ejercicio de sus nada comunes técnicas literarias. Pero, sobre todo, habría que pasar por alto el hecho de que en esta ocasión el uso —y aun, si se quiere, el abuso— de esas excepcionales técnicas expresivas sirve a un óptimo fin. Lo que con toda su capacidad de persuasión pretende Ortega es, en este caso, dejar nítidamente establecida en el ánimo del lector la esencial diferencia entre dos intereses que conviene tener bien deslindados, el que se dirige a la verdad y el que apunta a la utilidad, poniendo el primero a salvo de las poderosas garras del segundo. De lo que en definitiva se trata es, por tanto, de encender y mantener viva la conciencia del valor intrínseco de la contemplación, de la teoría en la más radical de sus acepciones, frente a todas las desmesuras activistas, sin excluir las que buscan su justificación en el prestigio de los valores morales. Por eso Ortega define El Espectador como «la conmovida apelación a un público de amigos de mirar, de lectores a quienes interesen las cosas aparte de sus consecuencias, cualesquiera que ellas sean, morales inclusive»[265].
Una sombra, no obstante, viene pronto a empañar la evidente limpieza de esta actitud. En expreso contacto con la distinción hecha por Goethe entre teoría y vida[266], declara Ortega una segunda intención en El Espectador. «Acentuar esta diferencia entre la contemplación y la vida —la vida con su articulación política de intereses, deseos y conveniencias— era necesario. Porque El Espectador tiene una segunda intención: él especula, mira —pero lo que quiere ver es la vida según fluye ante él»[267]. De esta suerte, para evitar que la teoría resulte «gris», Ortega propone ahora referirla a la vida y no a problemas y asuntos alejados de ella: digámoslo así, no vitales. «Con razón se tachaba de gris la teoría, porque no se ocupaba más que de vagos, remotos y esquemáticos problemas»[268].
Mas el remedio así propuesto por Ortega —referir la teoría a la vida, y a ella exclusivamente— ¿no es peor que la presunta enfermedad? La vida en buena salud no se cuida sólo de sí misma, sino que es trascendente, generosa, abierta, a todo lo real y lo irreal. El enclaustramiento de la vida en su propio ser es posible tan sólo como algo inscrito en la patología. Y con la vinculación temática y sistemática a la vida ¿no se pretende imponer a la actitud teórica una injustificada reducción del horizonte al que de suyo está en principio abierta?
Naturalmente, la cuestión no llegaría siquiera a plantearse si hubiésemos de entender por «vida» todo, incluyendo así en ella lo que no la posee. Pero llamar vida a cualquier cosa no sería una exageración con algún fundamento que en cierto modo la justificara, sino, evidentemente, un absoluto dislate (sin ningún valor explicativo, ya que bien lejos de poder ser útil para algún esclarecimiento, valdría tan sólo para oscurecer y confundir).
Ciertamente, cabe también pensar que lo que Ortega propone como vital y renovada forma de ejercer la teoría es que ésta vaya a los problemas vivos, es decir, justamente a los que no son «vagos, remotos y esquemáticos problemas». Pero entonces lo que ante todo habría que decir —aun sin entrar de lleno en la discusión de la propuesta de Ortega— es que no es cierto que hasta que llega Goethe la teoría «no se ocupaba más» que de esos vagos, remotos y esquemáticos problemas, a los cuales Ortega se refiere, por lo demás, de una manera harto vaga, sumamente remota y esquemática, ya que no nos dice cuáles son, ni nos ofrece ningún ejemplo de ellos. En resolución, es patente que aquí se le va la mano a Ortega, pues no cabe creer que fuesen para él problemas grises todos los planteados antes de Goethe y de él mismo.
Mucho más importante es, sin embargo, advertir el latente practicismo necesario para poder renunciar a los problemas «grises» y hasta para pensar que hay realmente problemas así, descalificables. No cabe duda de que podemos plantear seudoproblemas, pero éstos, precisamente porque no son problemas verdaderos, no pueden tampoco ser verdaderos problemas grises. Más aún: a quien «ama sobre todo la verdad», no a quien la pone en lugar secundario o tal vez ínfimo, ningún problema puede, en principio, serle gris, por más que así lo vean otros hombres, los que no aman sobre todo la verdad, sino cualquier otra cosa y, de un modo especial, el externo desahogo y ejercicio de sus poderes de acción. Los hombres a quienes importa «la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas» (así hemos visto que se expresa Ortega), los hombres «de alma especular y serena que reciben la pura reflexión del ser de las cosas» (también los describe Ortega de este modo), son sensibles a los problemas que a los demás hombres les parecen, en cambio, vagos, remotos y esquemáticos.
Todo problema tiene, en cuanto tal, el suficiente atractivo para interesar por sí solo a quien auténticamente esté provisto de una clara mentalidad contemplativa. Por supuesto, es posible que quien se encuentra dotado de esta mentalidad deje de ocuparse de un problema que efectivamente ha percibido; mas lo que no cabe es que al captarlo, en el instante mismo en que lo advierte, no se sienta movido por el deseo de dar con la solución, i. e., con la verdad que lo resuelve. Y, por el contrario, quien no tiene una limpia mentalidad teórica no se interesará efectivamente por ningún problema en cuanto tal, y así le resultará gris —sin «interés vital» auténtico— cualquier problema, por muy concreto que fuere, si no le parece «práctico». O lo que es lo mismo: todo problema que realmente le importe le interesa realmente en cuanto práctico, no en tanto que problema, y tampoco, en resolución, por la verdad misma a la que apunta de un modo interrogativo.
Por supuesto, la ilimitada capacidad de interés, propia de la vida en plenitud, no conviene al vivir meramente vegetativo, ni siquiera, tampoco, al sensorial, sino al intelectivo, al del espíritu. Sólo en éste reside la facultad del «logos», cuya energía vital no se limita a los problemas prácticos ni a ninguna de las cuestiones que restrictivamente se denominan vitales. Por lo demás, para todos los hombres descompensadamente prácticos, utilitarios, debiera ser una humillante paradoja el hecho de que los más importantes logros prácticos son, por cierto, los que resultarían imposibles sin la mediación de la teoría en las más puras formas de ejercerla, es decir, en aquellas cuya razón de ser es solamente su propio valor intrínseco, no el de la suma de éste con algún otro valor.
Cabría objetar que los avances en las técnicas de los recursos humanos materiales no son fruto inmediato de la pura teoría. Sin duda alguna, tales progresos se deben, de una manera inmediata, a que alguien hace una ingeniosa «aplicación», por virtud de la cual su conocimiento puramente teórico queda aprovechado como medio para el logro de una ganancia dentro del plano de nuestras necesidades o de nuestras simples conveniencias en su condicionamiento material. Pero aunque ello es muy cierto, sigue siendo también verdad que toda utilización o aplicación tecnológica de lo captado de un modo puramente teórico presupone justamente la existencia de este modo de conocerlo, el cual consiste en la sola contemplación de una verdad, no en una forma de aplicarla o de usarla. El célebre aforismo del Canciller F. Bacon of Verulam, natura non imperatur nisi parendo, esquematiza perfectamente esta necesidad de la teoría como presupuesto de la técnica.
Salvadas las esenciales diferencias con el progreso técnico en la esfera de los recursos materiales, algo esencialmente paralelo puede asimismo decirse del progreso moral. Incluso en el ámbito sobrenatural, y según aseguran los correspondientes tratadistas y sobre todo los hombres de vida espiritual más recia y honda, la acción se basa en la actitud contemplativa que se conoce con el nombre de oración: Inequívocamente lo ha expresado Josemaría Escrivá de Balaguer: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en tercer lugar, acción»[269]. Y en su aspecto meramente natural el progreso ético requiere una conciencia moral más lúcida cada vez, una contemplación crecientemente manifestativa de la nobleza de los valores morales y, por lo mismo, de la necesidad de los deberes que de ellos resultan.
También es cierto que por muy clara y aguda que en su visión haya llegado a hacerse, la conciencia moral no basta para la rectitud moral de la conducta, análogamente a como la sola teoría no hace surgir las técnicas con las que avanza el hombre en el dominio de sus propios recursos materiales. Aunque práctica por su objeto, la conciencia moral es teórica —puramente especulativa— por su esencia. No es propia y formalmente imperativa, sino sólo visiva, perceptiva, por más que apruebe o condene (pues tales apreciaciones no son todavía mandatos inmediatamente operativos). Y, sin embargo, con toda su insuficiencia, la conciencia moral es necesaria para la rectitud moral del comportamiento, y el progreso ético de éste es por completo imposible sin la creciente luminosidad de aquélla.
A la vista de todas estas razones, ¿podría ocurrir que el activista que las conociera invirtiese su jerarquía axiológica o al menos equilibrara su actitud? No se puede negar la posibilidad; pero lo más probable es que tanto la imprescindible mediación del conocimiento puramente teórico para los avances de las técnicas de los recursos humanos materiales, como el indispensable afinamiento de la conciencia moral para el progreso ético, sean concebidos por el activista como necesidades exclusivamente instrumentales, no como las de algo en sí y por sí apetecible.
¿Acierta, por tanto, Ortega cuando afirma que «hay gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestos sólo a usar de las cosas como les conviene»? Si nos dejamos llevar de la «primera impresión», la que con toda seguridad producirá en nuestro ánimo la elocuente frase orteguiana, nuestra respuesta será indudablemente afirmativa. Pero si nos paramos a pensar, terminaremos por llegar a la conclusión de que no cabe que sea acertada esa respuesta. Normalmente, para usar de las cosas con provecho es necesario verlas tal como son (sin que esto quiera decir que haya que conocerlas de manera exhaustiva, pues semejante exigencia no puede ser llevada a cumplimiento por los poderes propios de los hombres). Quien no tenga interés alguno en conocer las cosas como ellas mismas son no podrá utilizarlas provechosamente nada más que per accidens: por pura casualidad. El hombre práctico es necesariamente realista. Le importa mucho no tomar por gigantes a los molinos de viento. No sólo cree que puede conocer algo de lo que las cosas por él manejadas son, sino que quiere ese conocimiento y se interesa por él, aunque solamente en la medida en que le es necesario o conveniente para sus propios fines. El arriba citado aforismo de Bacon de Verulamio «natura non imperatur nisi parendo» es un perfecto emblema de la necesidad de la teoría o contemplación de la verdad como exigida por la seguridad de una praxis verdaderamente provechosa para el dominio humano de las realidades materiales.
Tampoco la mentalidad propiamente acreedora al calificativo de práctica puede ser, sin más, la considerada por Ortega como la de los hombres a quienes no importa «la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas». Para hacerle justicia a Ortega, señalando a la vez su desacierto y su acierto en este punto, se ha de decir que la mentalidad realmente práctica, aunque tiene interés en el conocimiento de lo que son las cosas por sí mismas, no se interesa en ese conocimiento por sí mismo, sino por su valor de utilidad para algo distinto de él. O dicho con otros términos: al hombre práctico le importa la verdad, también la pura verdad, pero no puramente por su intrínseco valor como verdad, sino por el que ésta tiene para algo que al hombre práctico le interesa realmente más que ella.
Hasta en el hecho de la voluntad de mentir, donde el interés por la verda...

Índice

  1. Comité editorial
  2. Portadilla
  3. Índice
  4. Antonio Millán-Puelles. Obras Completas
  5. El valor de la libertad (1995)
  6. El interés por la verdad (1997)
  7. Créditos