¡Ojalá escuchéis hoy su voz!
eBook - ePub

¡Ojalá escuchéis hoy su voz!

Juan Martín Velasco

Compartir libro
  1. 368 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

¡Ojalá escuchéis hoy su voz!

Juan Martín Velasco

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

En este libro, Juan Martín Velasco recoge las colaboraciones periódicas en distintos medios de comunicación durante los últimos quince años. Esto le ha permitido tomar el pulso a la actualidad del cristianismo y del mundo.Escrito con pluma ágil y a la vez llena de profundidad, este libro se lee y medita al mismo tiempo y la forma en el que está escrito ayuda eficazmente a ello. El autor es uno de los mejores conocedores del hecho religioso y del fenómeno de la increencia e indiferencia religiosa. Por ello se trata de un libro asequible tanto para creyentes como para buscadores desde posiciones más alejadas del ámbito religioso.

Preguntas frecuentes

¿Cómo cancelo mi suscripción?
Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
¿Cómo descargo los libros?
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
¿En qué se diferencian los planes de precios?
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
¿Qué es Perlego?
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
¿Perlego ofrece la función de texto a voz?
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¿Es ¡Ojalá escuchéis hoy su voz! un PDF/ePUB en línea?
Sí, puedes acceder a ¡Ojalá escuchéis hoy su voz! de Juan Martín Velasco en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Theologie & Religion y Theismus. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2013
ISBN
9788428825283
Categoría
Theismus
1

HUELLAS DE DIOS EN EL PASO
DEL TIEMPO

1. SANAR NUESTRAS IMÁGENES DE DIOS
Todos nuestros recursos para referirnos a Dios: conceptos, palabras, imágenes, surgen de la misma fuente: su presencia originante en lo más íntimo de nosotros mismos. Tales recursos son incontables y tan variados como lo son las circunstancias de las personas y las personas mismas. Las imágenes de Dios son ciertamente necesarias, indispensables, para un hombre constitutivamente corporal y mundano. De ellas está llena la historia religiosa de la humanidad. Hasta los místicos más conscientes de que el silencio es la mejor palabra para Dios se sirven de imágenes de Dios para decirlo. Sin ellas, el hombre no podría acoger la presencia de Dios de la que vive.
Pero conviene no olvidar que las imágenes de Dios no son Dios mismo. Todas las que establecemos, hasta las más elevadas, son solo símbolos y «lenguaje insuficiente» para la realidad a la que se refieren. El creyente, y no solo el místico, siempre sentirá por tanto la necesidad de decir, como decía el Maestro Eckhart: «Dios mío, líbrame de mi Dios», es decir, del concepto, la imagen –siempre insuficiente– que me hago de ti.
Las mejores ideas, los nombres más elevados para Dios son como las olas para quien nada en el mar, decía el P. de Lubac. Intentar hacer pie en ellas es estar condenado a hundirse. Nos conducen hacia Dios en la medida en que, llevados por ellas, vamos más allá de lo que ellas nos dicen, hacia el Misterio, que solo puede ser conocido en la medida en que es reconocido como Misterio; en la medida en que creemos en él. Quedarse en las imágenes, creer que con ellas logramos apresar a Dios, es hacer de ellas ídolos que en lugar de conducir a Dios lo sustituyen y nos lo ocultan.
Todos nos sentimos particularmente escandalizados por imágenes de Dios como «déspota todopoderoso que aplasta la libertad de los humanos»; como el «Dios con nosotros» que se han apropiado regímenes totalitarios; el «tapa-agujeros» que remedia las insuficiencias del saber o del poder del hombre; el vigilante escrupuloso de las acciones humanas; el Dios «superman» o el Dios «omnitodo», que encarnaría esa forma de ser que el hombre desearía para sí y no puede realizar; o el «vengador justiciero» que ha aterrorizado con el infierno a los niños de otras generaciones; o el «padre sádico que exige la sangre de su hijo para expiar los pecados de los hombres y aplacar su justicia ofendida».
Todas estas perversiones de la imagen de Dios tienen un origen común: pensar a Dios desde el ser humano, sus deseos desmesurados de grandeza, sus sueños de dominio absoluto de todo, de ser la medida de todas las cosas; o desde los fantasmas que crean sus miedos ancestrales. En definitiva, desde imágenes pervertidas de sí mismo. El Dios de tales imágenes es un Dios pensado no desde la presencia de Dios que late en el ser humano, sino desde la distorsión que produce apropiarse esa presencia y proyectarla, así envilecida, en ideal del ser absoluto e infinito. Un Dios así pensado es inevitable que se presente como competidor con el ser humano, y cuyo reconocimiento requeriría el menosprecio y la negación del hombre y su libertad. «Si Dios existe –resumía un existencialista ateo del siglo pasado–, el hombre no puede ser libre».
Las grandes tradiciones religiosas, y desde luego la tradición cristiana, que forman sus imágenes de Dios a partir de la Presencia misteriosa, del fondo de verdad, de bien y de belleza que habitan al ser humano, se han reconocido siempre, por el contrario, en la afirmación de san Ireneo, que recorre toda la tradición cristiana: «La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre es la gloria de Dios».
Existe otra especie de imagen deformada de Dios interiorizada por no pocos creyentes. Es lo que K. Rahner llamaba el «teísmo vulgar» y S. Kierkegaard el «cristianismo infantilizado». Consiste en pensarlo como una realidad, un ser, otro en relación con las realidades del mundo y con su totalidad, y otro, sobre todo, frente al sujeto humano, aunque muy superior, incluso infinitamente superior, a él en todas las perfecciones imaginables. Ese teísmo consiste en pensar a Dios como «tercera sustancia» frente al hombre y al mundo, como un ente particular junto a otros, aunque mucho mayor que todos ellos, y que estaría incluido en la «casa mayor» de la realidad entera, tal como el hombre la piensa y la define, y que intervendría en esa realidad por acciones «categoriales», destinadas a dirigir o impedir el curso de las causas mundanas.
La raíz de la deformación radical de esta imagen consiste en pensar a Dios sin respetar su absoluta trascendencia, su condición de «totalmente otro» en relación con todo lo creado, y que, por ser tal, es «no otro», no connumerable con el conjunto de los entes creados; «Primero sin segundo», como dicen las Upanishads, y por tanto presente en lo más íntimo de la realidad y en el corazón de las personas, y haciendo ser a todo lo que existe. Por eso tantos místicos han dicho de Dios que es «nada»; no porque no exista, sino porque es nada de lo existente en nuestro mundo.
La tendencia casi natural de muchos creyentes a pensar a Dios como «otro frente a mí» se debe al temor a que el respeto de la absoluta trascendencia de Dios haga imposible el carácter «personal» de la relación con Dios que las religiones atribuyen a la relación religiosa vivida como relación amorosa, filial, de encuentro con la realidad a la que invocan como Dios. No caen en la cuenta de que esa relación solo es religiosa si se mantiene dentro del reconocimiento y el respeto de la absoluta trascendencia de Dios; ni tienen en cuenta que, ya en el nivel humano, la relación de encuentro comporta, para ser verdadera, un cierto trascendimiento de sí, aunando así el reconocimiento de la trascendencia y el ejercicio de una cierta «respectividad». La raíz de la deformación que denunciamos está en no haber sabido descubrir a Dios como «más elevado que lo más elevado de mí; y más íntimo a mí que mi propia intimidad» (san Agustín).
Porque el hombre puede con toda razón referirse a Dios como «mi roca», «mi refugio», «mi pastor», «padre mío», etc.; es decir, puede referirse a Dios con las expresiones más sencillas y familiares, pero tales expresiones solo serán religiosas si se producen en el interior de una relación que se refiere a Dios como el Misterio santo. «El hombre debe aprender otra vez a andar confiadamente de la mano de Dios, en paz por los caminos del mundo; pero esta es una paz que solo está del otro lado de la tempestad que inicialmente tiene que traer lo que representa el nombre de Dios, salvo que lo tomemos en vano» (F. Rosenszweig).
Los cristianos disponemos de un criterio seguro para discernir la rectitud de nuestras representaciones de Dios: poner los ojos en Jesús, «imagen del Dios invisible», en quien reside la plenitud de la divinidad. Quién sea el Dios de Jesucristo se nos revela en primer lugar en la forma de relacionarse Jesús con Dios. Se ha escrito con razón que Jesús es el hombre para quien Dios ha sido Dios como no lo ha sido para nadie en la historia. Jesús fue el más profundo creyente en Dios y, como tal, «iniciador y consumador de nuestra fe»; que vive, como muestran los relatos del bautismo y la transfiguración, una experiencia radical y fundante de Dios, en la que Dios le revela su condición de Hijo amado suyo; que cultiva esa relación en su oración constante, en la que se dirige a Dios como Abbá, Padre, con los matices de la más perfecta confianza; que dedica su vida de forma exclusiva a la instauración de su Reino, es decir, su designio de salvación para los hombres; su voluntad de traer la vida en plenitud a los seres humanos, y de forma preferente a los más pobres, los excluidos, los pecadores; y que revela al Dios Padre amoroso en la entrega de su vida por amor hacia los hombres.
En perfecta coherencia con su ser y con su vida, las enseñanzas de Jesús en forma de parábolas, y sus obras: los milagros como signos de la irrupción del Reino; sus banquetes con los alejados, sus sentimientos de entrañable misericordia ante el sufrimiento de los hombres, revelan a Dios como Padre misericordioso, siempre dispuesto al perdón, que se goza con el retorno de los alejados y lo celebra con fiestas. Dios aparece así en la vida de Jesús de tal forma que los discípulos no encontrarán expresión mejor para decirla que proclamar: «Dios es amor». Por eso resumirán el contenido de su fe en él diciendo: «Hemos creído en el amor». Un amor que se hace efectivo en el amor servicial a los prójimos siguiendo los pasos de Jesús.
La revelación de Dios en Jesús culmina en su muerte en la cruz, en la que el amor de Jesús –«no hay mayor amor que dar la vida por los amigos»; «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo»– manifiesta el infinito amor de Dios: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo»; y en la respuesta del Padre a la vida y la muerte de Jesús con su resurrección y glorificación junto al Padre y con el envío del Espíritu Santo: la vida misma de Dios, la intimidad de Dios hecha don para los hombres –«Dios en nosotros»–, como culminación del designio de Dios de hacer de la humanidad la familia de sus hijos.
Esta es la novedad asombrosa de la revelación de Dios en Jesucristo. Esta es la Buena Nueva que los apóstoles, enviados por Jesús, difundieron por todo el mundo entonces conocido.
Así, en Jesucristo, a la vez que «la humanidad de nuestro Dios y Salvador» se revela la condición verdadera de los seres humanos y su vocación sublime: pobres seres mundanos, mortales, pero creados por Dios a su imagen, destinatarios de su amor, de los que «Dios se acuerda», de los que Dios cuida y a los que Dios llama a ser sus hijos en el Hijo por la donación de su Espíritu; y por eso todos hermanos que hacen efectivo el amor de Dios en el amor mutuo.
La reflexión, incluso tan elemental como la que aquí ofrecemos, sobre la imagen cristiana de Dios muestra a la vez dos cosas. Lo sublime de la revelación de Dios en Jesucristo; y la dificultad para los cristianos de mantenerla en toda su pureza y la consiguiente tendencia, casi insuperable, a caer en las distorsiones de la imagen de Dios a las que nos hemos referido.
2. INVITACIÓN A LA EXPERIENCIA DE DIOS
Los cristianos de otras épocas vivían en una situación en la que el Dios-amor, fundamento de su fe y término de su esperanza, era dado por supuesto, como una evidencia de la que partía el ejercicio todo de su razón. Hoy no es así. «Dios» es una palabra que para muchos parece haber perdido todo significado. Por eso una reflexión sobre el se...

Índice