Un canto de amor a la Tierra
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Un canto de amor a la Tierra

  1. 192 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Un canto de amor a la Tierra

Descripción del libro

Un canto de amor a la Tierra es la invitación personal y apasionada del maestro zen Thich Nhat Hanh para que construyamos una relación íntima con la fuente de toda vida. Trascendiendo el enfoque científico –que se centra en la destrucción de los ecosistemas o la desaparición de las especies– Nhat Hanh profundiza en el aspecto más esencial y que tiene el potencial de crear un verdadero punto de inflexión: superar el concepto de "medio ambiente", ya que este nos lleva a sentirnos separados de la Tierra y a ver el planeta únicamente en términos utilitarios.

Rechazando asimismo enfoques economicistas convencionales, Un canto de amor a la Tierra nos enseña que para liberarnos de nuestra adicción al consumismo, proteger la naturaleza y atenuar el cambio climático necesitamos el mindfulness o plena consciencia y una revolución espiritual que otorgue sentido y conexión a nuestras vidas. Nuestra felicidad personal está indisolublemente unida a la felicidad de nuestro planeta.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788499883960
Edición
1
Categoría
Ecology

1 Nosotros somos la Tierra

La Tierra está, en este mismo instante, fuera de ti, dentro de ti y también debajo de ti. La Tierra está en todas partes. Solemos pensar en ella únicamente como el fundamento que hay bajo nuestros pies, pero lo cierto es que el agua, el mar y el cielo y todo lo que nos rodea viene de la Tierra. Todo lo que existe, tanto fuera como dentro de nosotros, procede de la Tierra. Es fácil soslayar que el planeta en que vivimos nos ha proporcionado todos los ingredientes que componen nuestro cuerpo. El agua de nuestra carne, nuestros huesos y todas las células microscópicas que hay en nuestro interior forman parte de la Tierra y provienen de ella. La Tierra no es tan solo el entorno en que vivimos. Nosotros somos la Tierra y siempre la llevamos con nosotros.
Si entendemos esto, no tendremos dificultades en admitir que la Tierra está viva. Nosotros somos una manifestación viva y palpitante de este hermoso y generoso planeta. Y, en el momento en que nos damos cuenta de ello, nuestra relación con la Tierra empieza a cambiar, porque ya no la vemos con la misma indiferencia que antes y empezamos a tratarla con más cuidado. Entonces nos enamoramos de ella y, cuando nos enamoramos de alguien o de algo, se desvanece toda separación. En tal caso hacemos, por la persona amada, todo lo que está en nuestra mano, lo que nos proporciona mucha alegría y satisfacción. Esa es la relación que cada uno de nosotros puede establecer con la Tierra. Esa es la relación que, si queremos sobrevivir, cada uno de nosotros debe establecer con la Tierra.

La Tierra contiene la totalidad del cosmos

Cuando consideramos que la Tierra no es más que el entorno que nos rodea, experimentamos la Tierra y a nosotros mismos como entidades separadas. En tal caso, reducimos el planeta a algo susceptible de explotar. Pero tenemos que reconocer que, en última instancia, los seres humanos y el planeta somos lo mismo. La Tierra es un compuesto de multitud de elementos, algunos de los cuales (como el sol, las estrellas y todo el universo, en suma) son de origen no terrestre. Ciertos elementos, como el carbono, el silicio y el hierro se fraguaron hace mucho mucho tiempo, en el crisol de lejanas supernovas calentadas por la luz de remotas estrellas. Cuando miramos una flor, vemos que está compuesta de elementos muy dispares (por ello decimos que es un compuesto). Una flor está compuesta de muchos elementos que no son flor. En una simple flor podemos advertir la totalidad del universo. Si miramos atentamente una flor, veremos, en ella, el sol, el suelo, la lluvia… y hasta al jardinero que la cuidó. Del mismo modo, cuando miramos la Tierra, advertimos también, en ella, la presencia de todo el cosmos.
Gran parte de nuestro miedo, odio, ira y de nuestros sentimientos de separación y alienación se derivan de la idea de que estamos separados del planeta. Nos consideramos el centro del universo y nuestro interés se centra casi exclusivamente en nuestra supervivencia personal. Y, cuando nos preocupamos por la salud y el bienestar del planeta, lo hacemos de un modo interesado. Queremos que el aire sea lo suficientemente sano para poder respirarlo, y queremos que el agua sea lo suficientemente limpia para poder beberla. Pero no basta, para cambiar la relación que mantenemos con la Tierra, con limitarnos a emplear productos reciclados o colaborar económicamente con grupos ecologistas. Tenemos que cambiar por completo la relación que mantenemos con la Tierra.
Vemos la Tierra como un objeto inanimado porque nos hemos alejado de ella. Y también nos hemos alejado de nuestro cuerpo. Son muchas las horas del día que pasamos sin ser conscientes de nuestro cuerpo. Estamos tan atrapados en nuestro trabajo y en nuestros problemas que nos hemos olvidado de que somos algo más que nuestra mente. Muchas de nuestras enfermedades se derivan, precisamente, de ese olvido de nuestro cuerpo. Y también nos hemos olvidado de la Tierra, es decir, de que la Tierra forma parte de nosotros y de que nosotros formamos parte de ella. La Tierra y nuestro cuerpo están enfermos porque los hemos descuidado.
Si contemplamos atentamente una hoja de hierba o un árbol, veremos que no es mera materia. La hoja y el árbol poseen su propia inteligencia. Una semilla, por ejemplo, sabe cómo crecer y convertirse en una planta con hojas, flores y frutos. Un pino no es solo materia, sino que también posee su propia inteligencia. Una mota de polvo no es solo materia, ya que cada uno de sus átomos es una realidad viva que posee su propia inteligencia.
Este conocimiento de la naturaleza profunda de las cosas se denomina, en sánscrito, advaita jñana, lo que significa «sabiduría de la no discriminación». Se trata de una forma de ver las cosas que va más allá de los conceptos. La ciencia clásica se basa en la creencia de que, con independencia de la mente, existe una realidad objetiva. Desde la perspectiva budista, sin embargo, hay mente y hay objetos mentales y ambos se manifiestan simultáneamente. Es imposible separarlos. Los objetos mentales son creados por la mente y el modo en que percibimos el mundo que nos rodea depende por completo de nuestra forma de mirarlo.
Si consideramos a la Tierra como un organismo vivo, podremos curarnos a nosotros y curarla también a ella. Cuando nuestro cuerpo físico está enfermo, necesitamos hacer un alto, descansar y prestarle atención. Tenemos que detener nuestro pensamiento y emplear la inspiración y la espiración para regresar al hogar de nuestro cuerpo. Cuando veamos nuestro cuerpo como un milagro, veremos también a la Tierra como un milagro y empezaremos a cuidar su cuerpo. Cuando volvemos a nuestro hogar corporal y cuidamos de nosotros, no solo sanamos nuestro cuerpo y nuestra mente, sino que también contribuimos a la sanación de la Tierra.
La Tierra es un hermoso planeta; posee muchas formas de vida, vegetación, sonidos y colores. En el cielo podemos ver la luz de Venus y de las distantes estrellas. Y, si nos miramos a nosotros, también podemos ver el milagro de nuestra existencia. Nuestra mente es la consciencia del cosmos, un cosmos que ha dado origen a la extraordinaria especie humana. Poderosos telescopios nos han permitido observar el cosmos en todo su esplendor y vislumbrar remotas galaxias. Vemos estrellas cuyas imágenes tardan centenares de millones de años luz en llegar hasta nosotros. El cosmos resplandeciente y elegante que vemos es, de hecho, nuestra propia consciencia y no algo ajeno a ella.

La Tierra es un milagro

Si miras el planeta Tierra, verás que tiene muchas virtudes. La primera de ellas es su solidez. Puede sostener muchas cosas. Es estable y constituye un ejemplo de perseverancia, ecuanimidad y tolerancia ante las muchas calamidades provocadas por el ser humano.
Su segunda virtud es la creatividad. La Tierra es una fuente inagotable de creatividad. Ella ha dado origen a especies muy hermosas, incluidos los seres humanos. Entre nosotros hay músicos y compositores muy dotados, pero la más extraordinaria de todas las músicas es la creada por la Tierra. También hay, entre nosotros, pintores y artistas extraordinarios, pero la Tierra es la que ha elaborado los paisajes más hermosos. Si miramos con atención, veremos las muchas maravillas que pueblan la Tierra. No hay científico que pueda crear el hermoso pétalo de la flor de un cerezo o la delicadeza de una orquídea.
La tercera virtud de la Tierra es su no discriminación; y ello significa que no juzga las cosas. Es mucho el daño que, por descuido, los seres humanos hemos provocado a la Tierra, pero no por ello nos castiga. Ella nos da la vida y nos recibe en su seno cuando morimos.
Si miras profundamente hasta experimentar la conexión que te une a la Tierra, te embargarán la admiración, el amor y el respeto. Cuando te das cuenta de que la Tierra no es solo el entorno que te rodea, te sientes motivado a protegerla como te proteges a ti mismo. Porque no hay ninguna diferencia entre la Tierra y tú. Y, en ese tipo de comunión, no cabe la alienación.

Nuestra Madre viva y palpitante

Thomas Lewis es un biólogo estadounidense que escribió La vida de la célula, un libro que considera a nuestro planeta como un organismo vivo. Después de reflexionar, Lewis llegó a la conclusión de que nuestro planeta es un gigantesco organismo vivo cuyos elementos compositivos se hallan simbióticamente relacionados. Según él, el milagroso logro de la atmósfera la convierte en «la membrana más grande del mundo». Lewis se sorprende de que la Tierra esté viva y de su extraordinaria belleza y exuberancia en contraste con la aridez de la Luna y de otros planetas. Según Lewis, la Tierra es un organismo autoorganizado y autocontenido, «una criatura viva, llena de información y maravillosamente dotada para manejar la luz del sol».
Nosotros también podemos ver que la Tierra no es un mero objeto inerte, sino un ser vivo. Ella no es simple materia inanimada. A menudo llamamos Madre Tierra a nuestro planeta, lo que nos ayuda a entender su verdadera naturaleza. Y es que, si bien la Tierra no es una persona, sí que es una madre que ha dado a luz a millones de especies, incluidos los seres humanos.
La Madre Tierra nos da a luz y nos proporciona las condiciones necesarias para nuestra supervivencia. A lo largo de eones ha ido elaborando un entorno que permite el crecimiento y desarrollo de los seres humanos. Ha creado una atmósfera protectora, llena de aire que podemos respirar, agua limpia para beber y abundante alimento para comer. Continuamente está nutriéndonos y protegiéndonos. Bien podemos considerarla, pues, como nuestra madre y como la madre de todos los seres.
Somos hijos de la Tierra, y nuestro planeta es una madre muy generosa que nos abraza y nos proporciona todo lo que necesitamos. Y, el día en que dejemos de existir de esta forma, volveremos de nuevo a la Tierra, nuestra madre, para transformarnos y poder manifestarnos de nuevo bajo un ropaje diferente.
Pero no pienses que la Madre Tierra está fuera de ti. Porque, del mismo modo que llevas, en cada una de tus células, la impronta de la madre biológica que te dio a luz, también puedes encontrar, en lo más profundo de tu ser, a la Madre Tierra.

El Sol

Si la Tierra es nuestra madre, el Sol es nuestro padre. Juntos hacen posible la vida en nuestro planeta. La energía del Sol permite la existencia de las formas vivas en la Tierra. Él proporciona la luz y el calor necesarios para el desarrollo de las plantas. En su ausencia, no habría aquí vida alguna.
Innumerables civilizaciones han rendido homenaje al Sol. Son muchos, en la tradición budista, los que alaban a Amitabha, el Buddha de la Luz Ilimitada cuya Tierra Pura, según creen, yace en el oeste. Nosotros le llamamos Buddha Mahavairocana Tathagata, es decir, el Buddha de la Luz y de la Vida Infinita. Bien podríamos considerar al Sol como un auténtico Buddha, porque arroja su luz sobre la Tierra, proporcionando calor, luz, energía y vida, cada minuto del día, a todas las especies del planeta. Pero el Sol no solo se halla en el cielo, sino también en la Tierra y en cada uno de nosotros. Cada uno de nosotros lleva, en su interior, el resplandor del Sol. En su ausencia, la vida en la Tierra sería imposible, porque los seres vivos no podrían existir. Podemos considerar al Sol y la Tierra como nuestros verdaderos padres, y como los verdaderos padres de nuestros abuelos y de todos nuestros ancestros. El Buddha, Mahoma, Jesucristo y todos los maestros son hijos de este planeta. Todos somos hijos de la Tierra y el Sol. Y, del mismo modo que llevamos con nosotros el ADN de nuestra madre y de nuestro padre, también llevamos, en cada una de nuestras células, la impronta del Sol y la Tierra.

La forma más elevada de plegaria

Podemos sentirnos sorprendidos y desbordados por la inmensa energía del universo y creer que fue creado por algo semejante a un ser humano, por «alguien como nosotros». Impresionados por las poderosas fuerzas de la naturaleza, a menudo imaginamos que hay un dios detrás de las rabiosas tormentas, un dios del trueno, un dios de la lluvia y un dios controlando el ascenso y descenso de las mareas. Es fácil pensar que esta extraordinaria fuerza creativa tiene forma humana.
Pero yo no creo, sin embargo, que Dios sea un anciano de barba blanca sentado en una nube. Dios no es ajeno a la creación. Yo creo que Dios está en la Tierra, dentro de cada ser vivo. Lo que consideramos «divino» no es más que la energía del despertar, de la paz, de la comprensión y del amor, que no solo residen en el ser humano, sino en todas y cada una de las especies de la Tierra. En el budismo, decimos que todos los seres sensibles poseen la naturaleza del despertar y pueden entender profundamente. Esto es algo a lo que llamamos «naturaleza búdica». El ciervo, el perro, el gato, la ardilla y el pájaro poseen la naturaleza del Buddha. ¿Pero no ocurre acaso lo mismo con especies inanimadas como el pino del patio, la hierba o las flores? Esas especies, en cuanto partes de nuestra Madre Tierra viva, también poseen la naturaleza búdica. Esta es una constatación muy poderosa que puede proporcionarnos mucha alegría. Cada hoja de hierba, cada árbol y cada planta, grande o pequeña, es hija del planeta Tierra y posee, en consecuencia, la naturaleza de Buddha. Y, como la Tierra tiene la naturaleza búdica, ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Sumario
  5. 1. Nosotros somos la Tierra
  6. 2. Pasos curativos
  7. 3. Bienvenido a casa
  8. 4. Ampliar nuestro poder
  9. 5. Prácticas para enamorarse de la Tierra
  10. 6. Diez cartas de amor a la Tierra
  11. Epílogo. Hacia una religión cósmica
  12. El viejo mendicante
  13. Contracubierta