Música disco
Carlos Pérez de Ziriza
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© 2019, Eduardo Izquierdo Cabrera
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Fotografías interiores: APG imágenes
ISBN: 978-84-9917-567-6
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A Espe, Carla y a toda mi familia.
A toda esa legión de artistas que tanto nos alegraron la vida con una música jovial, celebratoria y desacomplejada, sin miedo al qué dirán ni temor a romper convencionalismos ni a franquear barreras estilísticas. A la memoria de todos los que se fueron, como los ilustres Sylvester, Bernard Edwards, Marvin Gaye, Isaac Hayes, Barry White, Donna Summer, Juan Carlos Calderón, Michael Jackson, Prince y tantos otros. Y al empeño de todos los que aún siguen ahí.
«A mí me encantaban los éxitos de música disco, pero sabía que era algo que debía mantener en secreto delante de otros tíos.»
Rob Sheffield, periodista, en su libro Vives en las cintas que me grabaste
«A veces tengo que olvidarme de la bola de espejos disco y de las luces que hay siempre en mi cabeza. Supongo que es una parte de madurar, no tener que estar siempre tratando de imprimir un ritmo rápido para que la gente baile.»
Mark Ronson
Introducción
Al ritmo de la revolución sexual y racial
Al igual que ocurrió con el punk, con cuya explosión coincidió en el tiempo, la música disco alberga un enorme interés casi más por sus antecedentes y réplicas posteriores que por su periodo de máximo fulgor. En realidad, ni uno ni otro eran fenómenos tan distantes: ambos daban voz a los desclasados, a amplias capas de público que, por un motivo o por otro, no veían reflejo a sus cuitas en la música del momento. Si los punks se rebelaban contra el orden establecido y los excesos del rock en su vertiente más grandilocuente y pomposa (el sinfónico y el progresivo), también los adictos a la música disco, en un principio comunidades negras, latinas, italoamericanas y gais, se construían una burbuja existencial a su medida para ahuyentar la marginación social que sucedió a la crisis económica de 1973, en los grandes templos del baile de las grandes ciudades norteamericanas. Así que si tan interesantes fueron el proto punk y el post punk para la insurrección del imperdible, no menos importante es el relato de todo aquello que hizo que el soul y el funk se convirtieran en música disco, y todo lo que ocurrió a posteriori, la retahíla de discos totémicos de la era post disco, que no se entendería sin la previa eclosión del género.
Porque –lo habrán adivinado– si algo hemos querido destacar en este libro es que la música disco no fue un sarpullido puntual que se explique solo por sí mismo y se agote en sus propios delirios, sino que fue un eslabón más en la cadena evolutiva de la mejor música negra del siglo XX. Más allá de sus estereotipos, de la imagen ciertamente hortera que haya podido proyectar en ocasiones (zapatos de plataformas que desafían a la ley de la gravedad, cegadoras bolas de espejos, atuendos coloridos con superávit de purpurina, pantalones de campana tamaño XXL y algunas películas olvidables), conviene recordar que su eclosión en la segunda mitad de los años setenta fue, en esencia, fruto de la evolución de algunos géneros que se vieron maleados por sus propios cruces de caminos, por los progresos tecnológicos (sintetizadores y luego cajas de ritmos) y, sobre todo, por la entronización de la discoteca como el nuevo ágora en el que se desarrollaba el ocio nocturno de miles y miles de personas que necesitaban dar a su vida una brizna de fantasía, con el disc jockey convirtiéndose ya en un sumo sacerdote, una figura que iba mucho más allá de la de un mero selector de sonidos.
Temporalmente, podríamos acotar aquella gran fiebre disco al periodo comprendido, aproximadamente, entre los años 1973 y 1981. Y limitar el campo de visión a las discotecas de Nueva York y algunas otras en Chicago, San Francisco, Los Angeles o Miami. Pero esa sería una visión de mirada corta. Es cierto que el esplendor disco se ciñe a un tiempo y a un espacio medianamente determinados. Pero conviene ampliar el enfoque para afrontar el fenómeno como precedente necesario de gran parte del pop de consumo de las últimas décadas (de Michael Jackson a Daft Punk), así como estudiar los estragos que causó en Europa (España incluida), en Latinoamérica e incluso en qué forma se vio afectado su curso por la irrupción del afrodisco en los setenta.
Esa es, ni más ni menos, la explicación a nuestra metodología: hemos empleado un criterio geográfico para relatar el devenir de la música disco hasta nuestros días. Una cartografía musical para explicar cómo va tomando cuerpo en Philadelphia o Detroit, florece en Nueva York, se extiende a Chicago, Los Angeles, San Francisco, Texas o Miami, y luego cobra formas nuevas en Milán, Munich, Madrid, Sabadell, Caracas o Lagos. Sin olvidarnos de valorar las incursiones disco de todas aquellas vacas sagradas del rock (The Rolling Stones, David Bowie, Rod Stewart) que se dejaron seducir con tino por los ritmos del momento: el mejor antídoto posible para dejar sin muchos argumentos a los puristas de todo signo y condición, especialmente a los más recalcitrantes rockistas.
Así que tómense esto como una completa guía no solo para abrirles posibles itinerarios en el caso de que sean profanos en la materia, sino también como un buen repaso a las conexiones geográficas e intergeneracionales, muchas veces sorprendentes, que la música disco ha ido procurando a lo ancho del mundo en las últimas cinco décadas. Al menos, ese ha sido nuestro humilde propósito.
1. Historia de la música disco
«La música disco es la música de los patitos feos del mundo, música para convertirse luego en cisnes.»
Levon Vincent
«La música disco le dijo al público que debía bailar, mientras el punk les dijo que no debían permanecer en la pasividad. A los artistas no les molestaba, lo fomentaban.»
Elizabeth Flock
El impulso de mover el cuerpo al son de la música es tan viejo como la propia historia de nuestra civilización. Pero no fue hasta los años setenta que comenzó a hablarse, al tiempo que se sucedían los avances tecnológicos y los hallazgos estilísticos, de una cultura del baile en el sentido moderno de la palabra. Su principal embajador fue la música disco. Un género denostado en su momento por el público más tradicionalmente rockista, y sin el cual difícilmente se entenderían el synth pop, el house, el techno y muchas otras de las ramificaciones estilísticas que fueron emergiendo en las décadas de los noventa, los dos mil y los dos mil diez.
La voz de los desclasados
La música disco fue en un principio el vehículo expresivo que daba voz y solaz a minorías marginadas. Un estandarte de liberación para muchos de ellos. Un elemento de cohesión social para nuevas hornadas de jóvenes ávidos de ocio nocturno. Un generador de subculturas urbanas y una factoría de canciones y álbumes inapelables. El soul, el funk y el rhythm and blues fueron sus ingredientes principales. Y la proliferación de grandes discotecas en ciudades como Nueva York, su principal fermento. Templos del baile como Studio 54, The Loft, Sanctuary, Danceteria o el Paradise Garage (aparecen sus historias detalladas en el capítulo 3 de este libro) se perfilaron como el teatro de los sueños de toda una generación. La expresión del hedonismo desbocado de amplias capas de la sociedad. En cierto modo, la música disco fue democratizadora. Propuso banda sonora a aquellos años que mediaron entre la crisis energética de 1973 y los opulentos años ochenta, marcados por severas doctrinas neoliberales que tuvieron su máxima expresión en las presidencias de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
Aquella segunda mitad de los setenta fue un periodo de profundas transformaciones, un lapso liminal (suelen ser los más jugosos) en el que parecía que cualquier cosa era posible. No es de extrañar que fueran dos minorías aún carentes de una digna visibilidad –las comunidades negras y homosexuales, a veces ambas a la vez– quienes impulsaran, luego en connivencia con latinos e italoamericamos, e incluso con el poder emancipador de la mujer, el fenómeno disco con la mayor determinación. El público, convertido en sujeto activo de aquella fiebre por su condición de bailarín individual, se convirtió por fin en protagonista. Y el disc jockey también mudó su rol, de un siempre selector de canciones a un chamán que podía elevar la temperatura de la pista con canciones que alargaban su duración para prolongar su clímax, y cuya concatenación podía ser –así se revelaba– todo un arte. Baste recordar los nombres de David Mancuso, Larry Levan o Francis Grasso entre los pinchadiscos más relevantes de la época: sin todos ellos y su particular forma de tramar sus sesiones no se entendería la primacía que la figura del DJ ha ido adquiriendo hasta nuestros días, en los que muchos de ellos gozan de una fama similar o superior a la que siempre tuvieron las grandes estrellas del rock.
El género tenía unos nexos obvios con la filosofía del Black Power, pero pronto se extendió como un reguero de pólvora gracias a su transversalidad, a su poder de contagio sin distinción de raza, nacionalidad ni condición sexual. La pista de baile del ocaso de los setenta propugnó, en muchos casos, un sentimiento de unidad comunal (a veces, rozando lo espiritual) que se prolongó muchos años después, cuando brotó el house y cuando más tarde germinaron las grandes congregaciones al aire libre –desde las raves a los festivales de música electrónica de hoy en día– y las sucesivas transformaciones de la música de baile a lo largo de los noventa.
La herencia del soul y el funk
El sonido Philadelphia, con sus mullidas y elegantes trazas, el funk elástico que propugnaban James Brown y luego Funkadelic o Sly & The Family Stone y el contagio rítmico de la Motown fueron algunos de los nutrientes necesarios para su eclosión. También, en menor medida, el soul cálido de la Stax y, más tarde, los ritmos latinos de la Salsoul. El bogaloo y también el afrobeat. E incluso el impulso emancipador de algunos de los titanes de la mejor música negra en su fase de madurez: Marvin Gaye, Stevie Wonder o Curtis Mayfield. Los ritmos 4/4 fueron imponiéndose como unidad de medida básica de la música de baile, y así hasta nuestros días. Es cierto que puede localizarse un muy lejano antecedente de la eclosión disco en la Francia...