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Todo blues
Lo esencial de la música blues desde sus orígenes a la actualidad
- 400 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro
Un completo panorama de la música blues: los artistas, los estilos, la cultura y los álbumes fundamentales
El blues es algo más que un mero estilo musical. Es una cultura, un medio de expresión, una manera de ver la vida, una forma de sentir e incluso un lenguaje universal.
Originario de las comunidades afroamericanas del sur de los Estados Unidos, se ha convertido en una de las influencias más importantes para el desarrollo de la música popular estadounidense y occidental, llegando a engendrar géneros musicales como el boogie-woogie, bluegrass, rhythm and blues, rock and roll, swing, soul, funk, hip-hop, música disco y pop.
La primera piedra objeto de culto fue Robert Johnson, quien vendió su alma para poder tocar mejor que nadie la guitarra. Desde entonces hasta aquí, el blues ha generado un sinnúmero de artistas y subgéneros. Este libro da cuenta de todos ellos, en mayor o menor medida de su importancia y trascendencia, dando las claves de un género más actual y vivo que nunca.
• Un viaje a los orígenes: la música que alivia las penas.
• Los estilos. Del clásico, del Delta, del Piedmont al góspel, espirituales o blues británico.
• Las claves del género. Mitos y leyendas. Curiosidades.
• Los locos años veinte y la consolidación del blues.
• El blues en España y Latinoamérica.
• Los divulgadores. Productores y expertos que participaron en el nacimiento y evolución del género.
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Información
Categoría
Biografías de ciencias sociales1. Historia esencial del género y sus protagonistas

Un viaje a los orígenes
El martes 20 de enero de 2009, las miradas de todo el mundo se dirigieron a la escalinata del Capitolio de Washington, para asistir una trascendental cita con la historia: la toma de posesión de Barack Obama, el primer presidente negro de los Estados Unidos de América, que juró su cargo ante casi dos millones de personas, además de su familia y un grupo selecto de invitados entre los que figuraban lo más rutilante del star system afroamericano: Oprah Winfrey, Puff Daddy, Aretha Franklin, Magic Johnson, Beyoncé y su marido, Jay Z, Muhammad Ali y Denzel Washington, entre otros. Para todos ellos el momento era único, especial e irrepetible, sobre todo por una cosa: representaban a la élite de un pueblo, los descendientes de los esclavos negros llevados a la fuerza a tierras americanas durante generaciones y explotados, segregados y tratados como ciudadanos de segunda durante siglos. Al margen del estéril debate sobre los orígenes afroamericanos o no del presidente –que Ancestry.com, la red genealógica más grande del mundo, conecta con John Punch, el primer esclavo conocido en Virginia, pero, para sorpresa de propios y extraños, por vía de su madre, de origen irlandés–, los orígenes de la propia primera dama, Michelle LaVaughn Robinson Obama, se pueden rastrear hasta una plantación de Georgia en el siglo XIX, donde un blanco desconocido dejó embarazada a una adolescente, Melvinia Shields, que sería la madre de su tatarabuelo. Un pasado similar compartían los demás famosos de la tribuna, con unas biografías que en muchos casos son un retrato vivo de la secular segregación racial de los Estados Unidos, como el campeón mundial de boxeo Muhammad Ali, que renunció a su nombre de pila, Cassius Clay, porque era un nombre de esclavo, o la estrella de la televisión Oprah Winfrey, cuyos humildes orígenes como hija de madre soltera criada por su abuela, que la vestía con ropa hecha con la tela de sacos, violada en la adolescencia y recluida en un centro de detención juvenil, parece un calco de la de las grandes estrellas femeninas del blues de los años veinte.
Todos ellos forman parte de la élite social de lo que el poeta, intelectual e investigador musical Amiri Baraka –nacido Leroi Jones– definió como el pueblo del blues en su libro Blues People, en el que realiza afirmaciones tan drásticas como: «Si la sociedad no aceptaba a un negro, ello no se debía a que ese negro careciese de educación, a que fuese vulgar e inepto para vivir en esta sociedad, sino al puro y simple hecho de que ese negro era un negro». Y mantenía con rotundidad que: «El criterio específico que indica el radical cambio operado en los negros, en el camino desde la esclavitud hasta la “ciudadanía”, es su música». Fue precisamente esa música, la banda sonora del largo camino recorrido por los africanos que fueron llevados por la fuerza a los territorios norteamericanos hasta alcanzar su estatus de ciudadanos de pleno derecho, lo que equivale a decir que el blues es el símbolo cultural tanto del sufrimiento como de las ansias de libertad de los afroamericanos y una de sus principales aportaciones a la cultura norteamericana e incluso mundial.
Una tragedia africana
La prehistoria del blues comenzó en algún lugar de la costa occidental africana, donde en 1619 fue embarcado un lote de esclavos en el San Juan Bautista, un barco negrero portugués que a los pocos días de navegación fue asaltado por un buque corsario inglés, el White Lion, que se adueñó de aquella carga humana o «madera de ébano», como eufemísticamente la llamaban los tratantes de esclavos. A finales del mes de agosto el corsario inglés llegó al puerto de Jamestown, en la colonia británica de Virginia, donde cambió parte de su carga humana por suministros para poder continuar su viaje. Estos fueron los primeros esclavos procedentes de África que llegaron a la Norteamérica anglosajona, los conocidos como «20 and odd» –que anteriores versiones de la historia afirmaban que viajaban en un buque holandés– y que constituyen en definitiva el germen de la actual población afroamericana. Sea como sea, estos cautivos fueron los primeros negros africanos que pisaron el territorio de lo que serían los futuros Estados Unidos de América, para crear, muy a su pesar, un pueblo y una cultura que serían esenciales en la historia de lo que un día se calificó como la primera potencia mundial y en el que nació parte fundamental de la cultura popular del siglo XX.
Esta es la versión oficial y más extendida sobre el origen de los afroamericanos en Estados Unidos, aunque también podríamos remontamos todavía casi cien años atrás, a 1526, cuando el español Lucas Vázquez de Ayllón intentó crear una colonia en las Carolinas con cien esclavos negros, que probablemente fueron los primeros africanos que pisaban lo que acabarían siendo los Estados Unidos. Como curiosidad cabe señalar que los primeros esclavos llegaron a tierras norteamericanas quince meses antes que los Padres Fundadores del Mayflower, lo que coloca a los afroamericanos en la poole position del pedigrí estadounidense. Técnicamente estos africanos no tenían exactamente la calificación de esclavos, sino de siervos o sirvientes, que era como se denominaba a los trabajadores de las haciendas coloniales inglesas, incluidos los blancos que firmaban un contrato de trabajo por un determinado tiempo a cambio del viaje desde Europa y la manutención en las granjas y plantaciones en las que trabajaban.
Antes de la Independencia habían llegado a las colonias británicas de Norteamérica casi dos millones y medio de personas de origen europeo –el 85 por ciento ingleses, irlandeses, escoceses o galeses, el nueve por ciento alemanes y el cuatro por ciento holandeses–, de las cuales ocho de cada diez lo hicieron bajo alguna forma de servidumbre por contrato. Para los marginados económicos y políticos europeos, la única salida era irse al nuevo continente, hipotecando su vida durante un mínimo de siete años de trabajo sin remunerar. Eso sin contar a los presidiarios, que podían reducir su condena con trabajos forzados en las colonias. A pesar de todos los sufrimientos, América suponía para todos la posibilidad de alcanzar la libertad y una vida mejor. Para todos, menos para los 287.000 esclavos que llegaron a las costas de Norteamérica entre aquel día de 1619 y el 4 de julio de 1776, cuando el recién nombrado Congreso de los Estados Unidos aprobó la Declaración de Independencia que ponía el énfasis en dos temas: los derechos individuales del hombre y el derecho de revolución, dos asuntos de los que los negros llegados de África y sus descendientes estarían todavía excluidos durante más de un siglo.

La diferencia fundamental era que tanto los siervos europeos como sus descendientes podían alcanzar la plena libertad, cosa que no sucedió con los africanos, que a partir de 1654 se convirtieron oficialmente en esclavos privados de todo derecho, curiosamente por pretender defender su derecho a la libertad. Ese año, John Casor, un sirviente negro, se convirtió, para su desgracia, en el primer esclavo legalmente reconocido en las colonias británicas de Norteamérica. Casor le dijo a su vecino Robert Parker, que su propietario, un colono llamado Anthony Johnson le estaba manteniendo como esclavo más allá del término legal que le correspondía. Parker le dijo a Johnson que si no liberaba a Casor denunciaría el hecho a la justicia, lo que, según las leyes locales, podría suponer la pérdida de algunas de las tierras de Johnson, quien se avino a liberar a Casor, que a partir de ese momento estuvo siete años trabajando para Parker, pero como asalariado. Johnson dijo sentirse engañado y presentó una denuncia para recuperar a Casor como esclavo. El condado de Horthampton, en Virginia falló a favor de Johnson, y declaró que Casor debía regresar con él como esclavo de por vida. La cosa podría parecer surrealista si no fuese trágica, pero adquiere tintes más trágicamente absurdos si se tiene en cuenta que el demandante esclavista, Anthony Johnson, era un negro libre.
De todas forma, ya en 1641 Massachusetts había aprobado una enrevesada ley que establecía que podían ser considerados esclavos «cautivos capturados en guerras justas y los extranjeros que se vendan voluntariamente a sí mismos o sean vendidos», punto este último que dejaba poca escapatoria a la esclavitud forzada, excepto por el uso de la palabra «extranjeros», gracias al cual algunos hijos de esclavos nacidos en las colonias podrían obtener la libertad. Pero esa duda quedó solventada en 1643, cuando la colonia de Maryland estableció por ley que «todos los negros u otros esclavos, servirán durante la vida». El clavo que remachó este cadalso del cautiverio lo pusieron a principios del siglo XVIII las autoridades de Carolina del Sur, que decretaron que «Deberá asumirse siempre que todo negro, indio, mulato y mestizo es esclavo, salvo que pueda demostrar lo contrario». Curiosamente a partir de ese momento la entrada de esclavos en las colonias británicas en el norte de América pasó de 21.000, entre 1619 y 1700, a 189.000 en los siguientes sesenta años. Se había puesto en marcha un negocio tan inhumano como lucrativo, la trata de esclavos con destino a las plantaciones de los futuros Estados Unidos.
La trata, un negocio de pesadilla
Desde la llegada los primeros esclavos a Jamestown, los famosos «20 and odd», hasta 1807, año en el que el Parlamento de Inglaterra promulgó el Acta para la Abolición del Comercio de Esclavos, los barcos que cubrían la ruta entre Inglaterra, la costa occidental africana y Norteamérica o las islas del Caribe, transportaron más de tres millones de esclavos. La inmensa mayoría de ellos procedían de lugares conocidos como Senegambia, Sierra Leona, la Costa de los Esclavos, la Costa del Oro, el golfo de Benín, Cabinda y Luanda, todos en la zona media de la costa oeste del continente. En el siglo XV los portugueses habían instalado en la zona unos depósitos en los que se retenía a los esclavos que les vendían los propios africanos, habitualmente reyezuelos o jefes tribales de zonas del interior, y que luego eran vendidos a los españoles, primero, y a los ingleses después, para ser usados como mano de obra en el llamado Nuevo Mundo. Durante los siglos XVI y XVII, España, Holanda e Inglaterra compitieron por hacerse con este mercado, que fue prácticamente monopolizado por Gran Bretaña, a través de la British South Sea Company, a partir de 1713. En realidad, la esclavitud existía en África desde tiempos ancestrales y los perdedores de los enfrentamientos tribales se convertían en esclavos de los vencedores, e incluso los árabes del norte del Sáhara vendían esclavos negros desde los días del Imperio Romano, pero fueron los europeos los que convirtieron la esclavitud en una industria.

La trata se convirtió en un negocio redondo, en el que en buena medida se sustentó el desarrollo de los países europeos, con especial peso en el Reino Unido, y se cimentó la base económica de la primera Revolución Industrial. El precio de los esclavos fue subiendo y a finales del siglo XVIII un esclavo sano de entre dieciocho y veinticinco años, podía costar entre 16 y 20 libras esterlinas. Era un ciclo económico perfectamente estudiado, tal y como se explica gráficamente en el libro Camino a la libertad. Historia social del blues: «A mediados del siglo XVIII un joven negro comprado en África por el equivalente a cuatro libras en ron, herramientas de hierro y baratijas, podía alcanzar las 40 libras en el mercado americano, y un barco negrero de nueva construcción podía ser amortizado en sólo tres viajes. Para ello era preciso «esclavar» bien el buque, es decir, llenarlo hasta los topes de forma que entrasen el mayor número de esclavos en cada viaje». De esta forma, encajándolos como si fueran sardinas en una lata, en un barco negrero de tipo medio podían cargarse más de cuatrocientos cautivos, que habitualmente viajaban separados en tres grupos, el de los hombres, los adultos jóvenes y las mujeres y niños, aunque la carga de sufrimiento no entendía de clases ni cupos. Subalimentados y hacinados entre sus propios excrementos, a veces tardaban varios días en pisar la cubierta, a la que eran sacados, cuando el tiempo lo permitía, para que les diese el aire y pudiesen hacer un poco de ejercicio, cosa que no tenía ningún motivo humanitario sino que tenía como objetivo tratar de reducir en lo posible el número de muertes durante la travesía y así perder carga y ganancias. En estas ocasiones algunos avispados negreros hacían que algunos de los esclavos tocasen danzas tribales para animar a bailar a sus compañeros de infortunio, pero la mayoría de las veces, la única música que sonaba era la del tristemente famoso látigo de siete colas, golpeando la piel de aquellos desdichados. Las mujeres era violadas a menudo por la tripulación y los niños tenían un mortandad muy elevada, ya que no se los consideraba una mercancía de mucho valor. Se estima que la disentería, el escorbuto, las dolencias respiratorias y el maltrato se cobraban la vida de al menos uno de cada seis esclavos en cada viaje aunque, hasta bien avanzado el siglo XVIII, la cantidad de bajas podía llegar tranquilamente a la cuarta parte del pasaje. Al desembarcar en el puerto de destino, después de tres meses de travesía, se los encerraba en barracones y se trataba de mejorar un poco sus condiciones higiénicas y su alimentación, tratando de engordar sus famélicos cuerpos, igual que se hace con el ganado cuando se lleva a la feria. Pero pasados entre dos y siete días, según las necesidades del mercado, se los llevaba a la plaza pública para ser vendidos en subasta, sometidos otra vez a los malos tratos y, en muchos casos, obligados a bailar para demostrar su buen estado físico.
Pero en las bodegas de los barcos negreros viajaron también las semillas del blues. Encadenados a los grilletes, entre las heces, los vómitos y los lamentos, viajaron el dounumba, el diarou, el bubu, la abdadja, el dondo, el kakilambe y otros ritmos y músicas africanas, con los que, en medio de aquel horroroso mar que ni siquiera habían imaginado, cantaron su miedo y su angustia los cautivos africanos, entre los que a buen seguro hubo unos cuantos griots, esos juglares africanos que contaban y cantaban historias y que llevaron a las tierras americanas, no sólo instrumentos como el djembé, la kora, la sanza y el halam, sino también la memoria de la cultura y el folclore del continente africano. Envuelta en la pesadilla de la esclavitud viajó también una cultura ancestral y una tradición musical que en la tierra de destino se transformarían al contacto con los ritmos de tradición europea para alumbrar una nueva música que llegaría a tener una influencia fundamental en la música y la cultura populares del siglo xx.
La vida en las plantaciones. El látigo y la Biblia
Las colonias británicas situadas al este y al sur de los Apalaches y al este del río Misisipi: Virginia, las dos Carolinas y Georgia, más los futuros estados de Alabama y Misisipi, se habían creado en unos vastos territorios de clima subtropical, con frondosos bosques y fértiles llanuras de aluvión, ideales para la agricultura extensiva, que fue a lo que se dedicaron los primeros colonos blancos una vez que hubieron expulsado o exterminado a los indígenas locales, como los tancarara, los biloxi, los apalaache o los tuscarora. Eso les permitió crear grandes plantaciones que en algunos casos llegaron a tener 400 kilómetros cuadrados, más o menos como la ciudad de Las Vegas. La llegada masiva de esclavos en los primeros años del siglo XVIII permitió a los estados sureños crear agricultura con una producción enorme y un planteamiento capitalista en el que cada nuevo esclavo permitía expandir las tierras cultivables y los beneficios de cada nueva cosecha posibilitaban una nueva inversión en esclavos, que a su vez hiciesen crecer la propiedad. En líneas generales se consideraba plantador, o dueño de una plantación, a quien tenía una propiedad con más de veinte esclavos y gran plantador a quien poseía más de cincuenta. Estas haciendas se dedicaron al monocultivo de un reducido número de productos, básicamente algodón, tabaco, arroz y caña de azúcar, lo que fue la base de un fabuloso negocio de exportación a los países europeos, pero el mismo tiempo las convirtió en dependientes de la mano de obra esclava, más cara cada año que pasaba.

Nació así una aristocracia de terratenientes blancos con una filosofía de vida más parecida a la de los viejos regímenes monárquicos europeos, muy distinta de la de la población de los estados del Norte, heredera directa de las filosofías revolucionarias de la Ilustración y los principios del capitalismo industrial. En sus plantaciones, los africanos arrancados por la fuerza de sus hogares eran sometidos a un proceso de aculturación prácticamente absoluta, sometidos a continuos malos tratos físicos y a humillaciones morales con el objetivo de hacerlos olvidar que algún día tuvieron la condición de hombres libres. En este proceso, individuos procedentes de diversas tribus o zonas geográficas: wolofs, mandingas, sarahules, bantús o ashantis, fueron despojados de todo resto de tradición cultural, arrancándoles su folclore al mismo tiempo que su dignidad. Se les prohibió reunirse para realizar sus ritos sociales o religiosos, se les prohibió usar tambores por miedo a que fuesen usados para convocar reuniones, se disgregó a los grupos raciales de forma que se fomentaron las dificultades de comunicación y se alentaron incluso ancestrales odios tribales. En definitiva, se uniformizó a los antiguos individuos pertenecientes a una etnia o una cultura africana, para convertirlos simplemente en negros esclavos.
Mientras tanto el entramado legal que sustenta este sistema sigue creciendo. En 1664, un tribunal de Maryland dicta que los negros no cristianos pueden ser esclavizados, una broma cruel si tenemos en cuenta que por aquel entonces estaba prohibido de facto que los esclavos pudiesen acceder a la religión cristiana de los blancos, excepto en casos muy puntuales y habitualmente en las colonias del Norte. En 1705 en Virginia se promulga otra ley que considera al esclavo un bien mueble, al igual que un caballo o un rebaño de ovejas. De este modo...
Índice
- Cubierta
- Título
- Créditos
- Índice
- Introducción: Un asunto diabólico
- 1. Historia esencial del género y sus protagonistas
- 2. El blues británico
- 3. Blues del continente europeo
- 4. Al sur del sur. El blues en Latinoamérica
- 5. El blues en España
- 7. África y el blues del desierto
- 8. Los divulgadores
- 9. Las claves del género
- Filmografía
- Bibliografía recomendada