Nadie nos mira
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Nadie nos mira

  1. 168 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

La prosa de José Luís Peixoto es envolvente, como el ambiente que recrea en el pueblo de su novela "Nadie nos mira". Un paisaje agreste, de ánimos lúgubres por la decadencia del campo, es el telón de fondo para los personajes que habitan sus páginas: un gigante, el diablo, José, su mujer, su padre, una prostituta ciega… Algunos personajes nos dejan con el paso de las páginas; otros permanecen para atestiguar, junto al lector, que la vida en el pueblo es cíclica y carga en su historia la condena de repetirse. Entre aquellos que se quedan hay dos constantes: una misteriosa voz surgida de un baúl en medio de la hacienda y cuyas historias cuenta sin cesar, sin importar si la escuchan o no; y otra voz, desconocida, que se plasma con la pluma del escritor encerrado en una habitación sin ventanas —acaso representación del autor o de sus precursores.Entre esos antecedentes literarios de José Luís entrevemos en su novela la vena de autores como William Faulkner o Juan Rulfo: porque Peixoto es un escritor que lleva, literalmente, a Faulkner tatuado en su brazo ("Yoknapatawpha"), y al igual que los fantasmas de Rulfo, en "Nadie nos mira" encontramos la mirada de los desposeídos, que deben soportar la humillación del prójimo al mismo tiempo que han de sobrevivir. Aunque nadie sepa bien cómo o para qué.

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Información

Editorial
Arlequín
Año
2017
ISBN del libro electrónico
9786078338726
Categoría
Literature




LIBRO I




Hoy el tiempo no me ha engañado. No hay rastro de brisa en la tarde. El aire quema, como si se tratara de un caluroso hálito de fuego, y no de simple aire para respirar, como si la tarde no quisiera morir aún y comenzara ahora la hora del calor. No hay nubes, hay briznas blancas, muy finas, hebras de nubes. Y el cielo, desde aquí, parece fresco, parece el agua limpia de un estanque. Pienso: tal vez el cielo sea un gran mar de agua dulce y la gente, las personas, no anden bajo el cielo, sino sobre él; tal vez las personas vean las cosas al revés y la tierra sea como un cielo y cuando mueren, cuando las personas mueren, tal vez se caigan y se hundan en el cielo. Un cielo que es un estanque sin peces, sin fondo. Nubes, tenues velos. Y el aire ardiendo por dentro, llamas calientes y ocultas en la piel, invisibles. Suspendido, como un hombre cansado, el aire.
Será un instante en el que no se vea un gorrión, en el que no se oiga sino el silencio que hacen las cosas al observarnos. Llegará. Lo distinguiré en el horizonte. Igual que ahora sé esto, lo sabía ayer cuando entré en la venta de judas y pedí el primer vaso, y pedí el segundo y pedí el tercero. Pero sabía que en toda la llanura callarían las cigarras y los grillos. Contra el cielo, los olivos y los alcornoques retendrán sus ramas más finas; en cierto momento, se convertirán en piedra.


José entró en la venta de judas y era de noche. Llevaba todavía en el cuerpo la ropa descolorida por el sol, en la piel la luz ocre de la tierra, llevaba en el rostro una sonrisa reverente. Lo precedía el cayado, grueso en la punta, sucio. La perra cansada, parida, lo siguió con la piel de la barriga casi arrastrándose por el suelo y las tetas abultadas. En el mostrador se quitó la bolsa que llevaba colgada al hombro por una cuerda, la apoyó, se apoyó. Un vaso de vino. Los pocos hombres que lo saludaron arrastraron una sílaba indescifrable, desfalleciente. Los demás, sin dejar de hablar o beber o jugar a las cartas, lo miraron queriendo verlo. La perra acomodó las costillas en el suelo y curvó la columna en un arco de nudos que se le notaban a través de la piel y dejó caer los párpados sobre los ojos castaños y resignados.
En el momento en que José levantó el vaso y, de un trago, hizo correr el vino por su interior, vistos desde el otro lado de la plaza, vistos desde la noche y el silencio, los hombres en la venta de judas eran el espacio abierto de una puerta; eran un estrecho camino de luz que intentaba avanzar por la plaza desierta y por la noche negra y negra; eran el lugar de palabras que no se distinguían y que intentaban entrar por la plaza desierta y por el silencio negro y negro. Y José colocó el vaso vacío en el mostrador, y junto a su piel, bajo la luz, bajo las palabras, instantánea, se materializó la sonrisa indolente del demonio. Sonreía. Era el único que no tenía la piel oscura por el sol, llevaba camisa y pantalones planchados y con raya, el cabello peinado entre la boina y las prominencias de los cuernos. Era el único que sonreía. Dos vasos de vino, pidió sonriendo. José no necesitó mirarlo. En silencio, esperó los vasos llenos hasta la gota que les faltó para rebosar. Mientras bebían, el demonio no quitó la vista de José e, incluso bebiendo, parecía sonreír una sonrisa mínima que se dividía y multiplicaba en mil sonrisas y mil sonrisas mínimas. Los hombres seguían o parecían seguir con sus conversaciones infinitas, con sus juegos infinitos de cartas, interrumpiéndolos apenas para observar los cambios en el rostro de José y la sonrisa sarcástica del tentador o para escupir restos húmedos de cigarrillos liados a mano. Y el rostro de José se transformaba. Los sucesivos vasos iban llenándolo, poco a poco, de una alegría sin razón, una alegría de carnaval y mascarada. El demonio sonreía. Sonriendo, preguntó ¿cómo estás, dónde está tu mujer, que no la he visto? Por un momento, los ojos de José brillaron y dejó de murmurar risas para responder está donde tiene que estar, de donde nunca salió. Las voces entremezcladas de los hombres eran entonces como un mar que extendía olas de palabras sobre las cabezas; olas que partían de un rumor y se extendían dilatadas en un barullo difuso, para retirarse después, dejando en el aire desperdicios de palabras, sílabas inútiles y desordenadas como trastos viejos en un basurero. ¿Nunca?, dijo el diablo riendo y sonriendo. Calló José y callaron los hombres para oír la respuesta que no dio. Dos vasos de tinto, insistió el tentador, sonriendo. Sabes, continuó mientras sonreía, me ha dicho el gigante que la conoce mejor que tú, que sabe mejor y con más certeza por donde anda, dónde está ella. Desde la lejanía blanca de su aura de alcohol, José se detuvo para entender. Bajo el polvo, los hombres, como topos, abrieron unos ojos pequeñitos, queriendo reír pero sin saber cómo, apenas gruñendo. José respondió ese gigante ya ha mentido bastante; mi mujer está donde sé que está, donde debe estar; y a ese, si los ves, dile que se me aparezca, que se me aparezca. Y levantó el puño cerrado muy alto y, en un movimiento prolongado, golpeó el mostrador. La perra se levantó y salió lentamente. Y José aún dijo que se me aparezca y lo reviento. Se hizo una pausa en el rostro de los hombres y, tras esperar el momento preciso, todos a un tiempo empezaron a bailar, a volar en círculo, a dar vueltas alrededor de José. Él, que apenas distinguía sus contornos difusos y la mezcla de colores, recuperó la alegría en su rostro y rodó y bailó y cayó y cayó y se levantó y volvió a bailar. En un rincón, el demonio sonrió, finalmente satisfecho de sonreír.



Este silencio de espera me inquieta. La última oveja se ha tumbado bajo el alcornoque grande junto a los cuerpos enroscados de las otras. Pienso: los hombres son ovejas que no duermen, son ovejas que son lobos por dentro. El sol sigue siendo fuego y sol en la lenta combustión del aire y la tierra. En la misma sombra que yo, apoyado en el mismo tronco, el cayado parece una persona que me mira con dolor. Ante mí, pesada, la perra levanta a veces la mirada, sabiendo también ella lo que va a suceder.



Los pasos solemnes de la perra precedían los inciertos de José. De tanto en tanto, se detenía a esperarlo. Bajo el cielo, cuando José dejó el pueblo y entró en la carretera de arena de la hacienda que llamaba «el monte de los olivos», la noche quedó más oscura, negra. La melodía que los hombres habían gritado en la venta de judas sonaba aún murmurada en su cabeza perdida. Recortado en la escasa claridad de la noche, su bulto era el de un extraño animal de tres o cuatro patas, según estuviera apoyado en el cayado o caído de bruces en el suelo. Y así avanzaba desordenadamente, cuando comenzó a desconfiar de las matas y matorrales de las cunetas. Y ora atacaba al bosque y a los fantasmas invisibles con el cayado y acababa él mismo en el suelo, ora corría huyendo y sentía que sus pies, súbitamente demasiado grandes, tropezaban uno con otro.
La valla antes de la hacienda le mostró el sol alzándose sobre los tejados de la casa de los ricos. Al igual que la oscuridad, el alcohol, dentro de José, se había diluido lentamente con la llegada de la luz. Sintió de nuevo la cabeza nítida y el peso de la sobriedad. Mirando al sol de frente, José se paró y se convenció de lo que iba a suceder. Se detuvo. Y subió. En cuanto pasó el portón, la perra avanzó más descansada y, bajo la alberca de la ropa, se desmoronó. La casa de José, encalada y con rayas amarillas, quedaba algunos metros de la casa de los ricos, al fondo del patio, tras la noria y un pequeño jardín que la señora quería que se conservara. José dirigió la mirada al umbral de la puerta de su casa, atravesó el jardín agostado, separó las cintas y entró. En la noche que todavía quedaba en la habitación, sin romper el silencio que las cosas hacen al existir, José distinguió a la mujer sobre la cama y recordó la sonrisa del demonio, y recordó sus palabras. La cabeza de la mujer sobre la almohada, los cabellos de la mujer sobre al almohada eran al mismo tiempo lo que había conquistado y lo que se le escapaba. Y se giró hacia la cuna y sus gestos suaves se hicieron aún más suaves. El rostro inocente del hijo brillaba en el pecho y en la mirada enternecida de José. Por un instante, se miró las manos y las encontró demasiado toscas para tocar la serenidad de aquella piel. Encerrado en su certeza que lo entristecía y lo entristecía, salió.
Silbó y la perra se levantó fresca. Desató el nudo de alambres que sujetaba la cancela y sintió a la perra pasar entre sus piernas. Mientras el sol ganaba fuerza a los pies del cielo, la perra hizo salir a las ovejas en una corriente precisa, y las primeras, que sabían el camino, arrastraban una capa cada vez mayor de cuerpos delgados, en la mañana, una marea oceánica y graciosa de ovejas esquiladas.



El mundo se ha detenido en una escena donde solo puedo continuar, donde el cayado solo puede permanecer, donde solo puedo continuar esculpiendo con la navaja una forma en este pedazo de rama, donde el cayado solo puede permanecer vigilando la llanura como un anciano solemne.
Todos los pájaros han huido. Todos los animales del suelo han dejado de oírse. Todas las nubes se han detenido. Se acerca el momento. Miro de frente al sol. Pienso: si el castigo que me condena se cierra en mí, si acepto el castigo que llega y lo guardo, si consigo mantenerlo aquí dentro, tal vez no tenga que soportar nuevos juicios, tal vez pueda descansar. Tras la tierra surge el gran rugido del silencio. El horizonte avanza hacia mí en un incendio. Y lo distingo. Viene directo, con pasos de máquina. Su cuerpo, mayor que el de los hombres, es como el de un árbol que anduviera, es como el de un hombre que fuera del tamaño de tres hombres. Y con cada paso suyo, se acerca tres pasos de hombre. Bajo los alcornoques, las ovejas se han convertido en figuras enroscadas, redondas e inmóviles de lana. Más cerca, me observa sin desviar la mirada. Más cerca, la rabia de sus ojos me sujeta y me empuja poco a poco. Frente a mí, permanece inmóvil. Nos miramos.



Se miraron. Sentado bajo un alcornoque grande, José sostenía la navaja abierta y un trozo de rama con la corteza esculpida. Apoyado en el mismo tronco, a su derecha, estaba el cayado. La figura inmóvil del gigante cubría el sol y extendía desde sí una sombra que acababa en la sombra redonda del árbol. Desde el interior del silencio, como desde el interior de un sueño, el gigante empezó a andar. José lo miró, como si esperara, como si hubiera pasado mucho tiempo durante aquellos dos pasos largos, y sintió tres puntapiés seguidos en el pecho, y no se defendió. No buscó el cayado, no apretó los dedos en el mango de la navaja. El gigante abrió mucho las manos enormes y lo lanzó al suelo. José miró y no se encogió cuando las botas perchadas del gigante comenzaron a molerle la carne y a chocar, rígidas, con sus huesos: en las piernas, puntapiés en los huesos, en las pantorrillas, puntapiés en la espalda. Los instantes que pasaron en silencio, y que a José le parecieron una noche, no fueron una noche, fueron algunos instantes dentro del silencio. Sudando, el gigante giró el cuerpo inerte de José. Y, a pesar de la sangre y del polvo en la piel, la mirada de José era la misma. El gigante quiso pegarle más y apagar aquella mirada, pegarle tanto; pero, en lugar de eso, se volvió y, sin mirar atrás, desapareció. Sobre la tierra, el cuerpo abandonado de José estaba como un arbusto o una piedra o cualquier otro cuerpo que el viento arrastra poco a poco. El cantar de los gorriones y de los grillos y de las cigarras se iba aproximando. José miraba directamente al sol. En la mano, aún sostenía la navaja abierta.



Tal vez se haya levantado apenas algo de brisa y las hojas de los alcornoques tiemblen ahora, como manos de viejo. Siento el cuerpo pegado a la tierra; mi cuerpo extendido, sumergido en las olas inmóviles de la tierra. Tal vez los pájaros y los bichos hayan vuelto ahora, para verme. Veo el sol ante mí, muy encima de mí, como un dios que me cerca con rayos de luz o de muerte. Pienso.








Estaban los tres apoyados en uno de los grandes depósitos de aceite. Eran cuatro depósitos muy altos, cuadrados, con espitas al fondo. Bajo las cuatro espitas, había cuatro baldes que recibían, en instantes precisos, el pequeño grito de gotas de aceite atravesadas por una luz muy limpia. Era verano en la hora caliente de aquel día de verano, pero allí, en aquel compartimento oscurecido del lagar, el verano ardía apenas en la imaginación apacible de los tres ancianos; bajo las tejas y el hielo grueso de la cal y de los viejos ladrillos, sus cuerpos olvidados recordaban el fresco. Era verano y sobraba poco aceite en los depósitos de hierro, pero el olor estaba acumulado hacía muchos años y caminaba lento por el aire, envolviendo y atravesando y mezclándose con las palabras pesadas de los ancianos. El viejo Gabriel era el que estaba sentado más a la izquierda, hablaba con la mirada baja, alzándola apenas durante los breves silencios. Bajo la camisa negra de un luto muy negro, tenía el blanco tosco de la camiseta, tenía la piel parda. En la cara, además de la mirada grande como un lago y de la generosidad profética de los surcos de la piel, le crecía una barba compacta de telas de araña. Sujetaba la boina y la retorcía en las manos.



Cuando lo encontré estaba como muerto. El día había empezado en la ventana, cuando sentí a su mujer llamar a la puerta. Tenía una jarra de leche en el fuego y no la bebí. Salió ayer con las ovejas y no ha vuelto. He pasado la noche inquieta, sin dormir, sin pensar en otra cosa. Ella habla muy poco. Escoge las palabras, como se escogen las naranjas en las ramas más bajas, los perros más fuertes de una camada. ¿Dónde andará el hombre? Ayúdeme. Habló más esa mañana. Y, quizá, fue por eso por lo que me pareció tan sincera. Si José no hubiese llevado las ovejas, habría creído que había bebido mucho y se había olvidado del camino que lleva de la venta de judas al Monte de los Olivos; pero llevándolas, lo conozco desde cuando iba aún detrás de su padre, cogiendo grillos y clocando trampas a los gorriones, y sé, pero lo sé seguro seguro, que solo por problemas muy graves dejaría de cumplir con su obligación. Mis botas en la arena hacían un ruido arrastrado. Al andar, me escuchaba y sabía que algo había sucedido. Cuando lo encontré, estaba como muerto. Tenía el cuello torcido en un gesto inerme y su cuerpo, tendido en la tierra, era como una piedra que hubiera nacido allí, quieta, y modelada por un extraño capricho con la forma exacta de un hombre. La perra, aliviada del trabajo de mantener toda la noche las ovejas reunidas, corrió hacia mí como un niño a contármelo todo. Me lamió las manos mientras yo le hacía caricias en la cabeza. José, como muerto, seguía, con los ojos vidriosos, muy abiertos, mirando fijamente al sol. Con la ayuda de la perra lo apoyé en el tronco y, como no podía con él, fui a la hacienda, a buscar una carretilla. A la subida, sin que yo pudiera evitarlo, su mujer me miró largamente y me leyó la mirada. Ya desinteresada, preguntó por él, esperó mi respuesta y, sola, regresó al silencio. Con las piernas y los brazos doblados fuera de la carretilla, casi tocando el suelo, José se mantuvo durante todo el camino con los ojos abiertos. Frente a nosotros, la perra apremiaba al rebaño. Él, como muerto, miraba fijamente al sol y el corazón levantaba una palpitación en la tela de su camisa cada vez que batía.


A la derecha del anciano Gabriel, con las miradas paralelas, presas en puntos abstractos y desenfocados, estaban los hermanos. Sus miradas eran iguales, pero no veían lo mismo. Eran la misma mirada viendo dos cosas. Durante los meses en que estaba parado, eran los hermanos quienes se encargaban del lagar. Siempre juntos, siempre uno junto al otro, habían envejecido al mismo tiempo: tenían la misma curva en la espalda, el mismo andar poco ligero y, aunque no lo supieran, el mismo número exacto de canas en la cabeza. Habían pasado ya mucho más de setenta años desde la mañana de pleno agosto en que, al mismo tiempo, nacieron, desgarrando a la madre a su paso. Contaban los más ancianos, que lo habían oído a sus padres que en cuanto les cortaron los cordones umbilicales la madre los miró y vio que eran siameses. Murió algunos minutos más tarde, sin decir una palabra. Su entierro fue seguido por todo el pueblo y sentido como una tragedia de las más grandes. Toda la gente del pueblo daba el pésame al padre de los hermanos, por la esposa y por los hijos, pues todos pensaron que unos niños así no saldrían adelante. Pero, en el momento en que la madre era enterrada, los niños dormían sobre tres cobertores doblados, en la habitación del padre, junto a la cama donde la madre se había ido en sangre. Con la piel muy arrugada, los niños dormían con las manos que tenían unidas levantadas sobre la sábana que los cubría, como con un orgullo inocente de ser hermanos. Y, bajo la mirada preocupada de la gente, crecieron como crecen los niños. Con los años, muchos quisieron analizar sus manos y todos se estremecían con lo que veían: la mano derecha de uno y la mano izquierda del otro estaban unidas por el dedo meñique. Tenían las manos muy elegantes, finas, dedos largos, pero a partir del último nudillo del meñique, los dos dedos se fundían y terminaban en una sola uña. Todos los que veían aquello inventaban maneras de separarlos, pero el más insistente fue el hombre que arrancaba dientes con un alicate. Vehemente, decía conocer hombres que habían cortado muchas piernas y muchos brazos en la guerra, y que había leído muchos libros, incluso con dibujos, y que cortar un dedo a un niño era más fácil que podar una parra. Y el padre de los hermanos le preguntó ¿y cómo voy a decidir quién de ellos se va a quedar sin dedo? Y el hombre que arrancaba dientes con un alicate, le respondió enseguida, ya había pensado en eso, lo más justo es cortarles el dedo a los dos. El padre de los hermanos le miró durante un instante y no volvió a hablar con él.
Los hermanos se llamaban Moisés y Elías. Para quien estuviera delante de ellos, Moisés era el de la izquierda, Elías el de la derecha. Por un motivo evidente, Moisés era diestro y Elías era zurdo. Aparte de ese pormenor, eran iguales en todo. Pero, a pesar de ser iguales en todo, de moverse con una extraordinaria coordinación, de ser indistintos a la vista, había una diferencia que los separaba o que, quizá, los unía aun más: Elías no hablaba. O mejor dicho, hablaba, pero solo al oído de Moisés que, si era necesario, se apresuraba a dar voz a las palabras susurradas de su hermano. Era así desde niños. Algunas personas juraban haberlos escuchado desprevenidos, decían que intercambiaban palabras en una lengua bárbara, tal vez extranjera, casi una lengua de animales, pero nunca se aclaró si era así. Y, en la penumbra tenue, en la sombra muy fresca que los depósitos de aceite proyectaban en la escasa luz, fue eso lo que sucedió. Elías se acercó al oído de su hermano y susurró algunos sonidos silbados. Moisés escuchó y repitió en voz alta lo que su hermano le había dicho.



Nunca vi a nadie tan entusiasmado por casarse como José. La víspera de su boda, estuvimos en la venta de judas y sus ojos, muy abiertos, solo reían. Todos los que estaban allí sabían que era una risa que quería olvidar muchas cosas, que quería olvidar el gigante y todo. Quería casarse y se casó, pero nuca consiguió olvidar lo que le había pasado a su mujer, porque el resto de la gente no lo olvidó nunca, porque la mujer no lo olvidó nunca, porque la gente hablaba con él con cuidado de no hablar de su mujer, con cuidado de no hablar del gigante.
Recuerdo a su mujer, cuando todavía era muy pequeña, cuando aún vivía su padre y trabajaba en e...

Índice

  1. Noticias de otro mundo
  2. LIBRO I
  3. LIBRO II