Judíos errantes
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Judíos errantes

Joseph Roth, Pablo Sorozábal

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Judíos errantes

Joseph Roth, Pablo Sorozábal

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En este ensayo, que se ha convertido en referencia obligada, Joseph Roth perfila el dibujo íntimo, no siempre exento de ironía, de los judíos del Este de Europa, un pueblo que a la sazón se convirtió, a través de sus dolorosas migraciones, en uno de los fermentos constitutivos de lo que hoy llamamos Occidente. Sobre este extraordinario libro, entre recuerdos de ciudades y fiestas, de rabinos milagrosos y casas de oración, entre imágenes del Este y de Viena, Berlín, París o Nueva York, flota la añoranza de un mundo, de una estructura religiosa perdida y también de una imagen de Europa que desapareció con la caída de los Habsburgo."Libro imprescindible, un ejemplo más de esa prosa potente y expresiva de Roth, tan ingenioso en metáforas como atento a los detalles, y todo ello teñido de empatía y nostalgia."Luis Fernando Moreno Claros, El País"Sólo el talento de Roth puede realizar una radiografía tan precisa en poco más de cien páginas."Rafael Narbona, El Mundo"Este libro es una guía excelente para conocer el pensamiento de Roth, no sólo acerca de sus correligionarios sino también de la nueva Europa surgida de los tratados de la paz de París."Almudena Guzmán, ABC"Joseph Roth saca al magnífico narrador que lleva dentro para sumirnos en un mundo de música, bailes y oraciones en el que conviven rabinos milagrosos, temerosas plañideras, artesanos y comerciantes."Mª Ángeles Robles, Diario de Cádiz"Pocos como Roth lograron acercar al lector, con tanto acierto, esta compleja herencia."Héctor J. Porto, La Voz de Galicia"En sus páginas se despliegan reflexiones y argumentos muy esclarecedores sobre el genocidio que unos años después habría de acontecer."Fulgencio Argüelles, La Voz de Asturias"Estudio antropológico y sociológico notable y una obra literaria en la cual no faltan la nostalgia, la ironía y el sentido del humor."Pedro Gondalfo, El Mercurio (Chile)"Roth fue el primero que adivinó lo que vendría y comprendió enseguida que nada de lo que hiciera para ser aceptado por la patria alemana y admitido como habitante privilegiado de su lengua sería suficiente."Hugo Caligaris, La Nación (Chile)"Joseph Roth busca, no sin indignación, causas probables para explicar cómo los judíos europeos fueron tomados cautivos en sus propias naciones. El libro es una investigación in situ del "problema judío" en distintos países europeos y, a su vez, un estudio de las costumbres judías, a las que trata, a la vez, con distancia analítica y amorosa proximidad".Tal Pinto, The Clinic (Chile)

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902766
Categoría
History
Categoría
Jewish History

LAS JUDERÍAS OCCIDENTALES

Viena

1. Los judíos orientales que vienen a Viena se instalan en la Leopoldstadt, el segundo de los veinte distritos. Allí están, en las proximidades del Prater y de la Estación del Norte. En el Prater pueden vivir los buhoneros, vivir de tarjetas postales para los forasteros y de la compasión que suele acompañar por doquier al buen humor. Todos llegaron a través de la Estación del Norte, cuyas naves se hallan aún impregnadas del aroma de la tierra natal, y que es la puerta abierta al regreso.
La Leopoldstadt es una judería voluntaria. Buen número de puentes la unen con los demás distritos de la ciudad, puentes por los que a lo largo del día pasan comerciantes, buhoneros, corredores de bolsa, negociantes, es decir, todos esos elementos improductivos del judaísmo oriental inmigrado. Pero por esos mismos puentes, durante las horas matinales, pasan también los descendientes de esos elementos improductivos: los hijos e hijas de los comerciantes, que trabajan en las fábricas, las oficinas, los bancos, las redacciones y los talleres.
Los hijos e hijas de los judíos orientales son productivos. Puede que los padres chalanearan o recorrieran las casas como vendedores ambulantes, pero sus retoños se cuentan entre los más dotados juristas, médicos, empleados de banca, periodistas o actores.
La Leopoldstadt es un distrito pobre. En él hay pequeñas viviendas habitadas por familias de seis miembros, y hay pequeños albergues en los que, echadas en el suelo, pernoctan cincuenta o sesenta personas.
Los que no tienen techo duermen en el Prater. En las cercanías de las estaciones habitan los obreros más pobres. Los judíos orientales no viven mejor que los moradores cristianos de este sector de la ciudad.
Tienen muchos hijos, no están acostumbrados a la higiene y la limpieza, y son odiados.
Nadie cuida de ellos. Sus primos y correligionarios, instalados en las redacciones de periódicos del primer distrito, son «ya» vieneses; y no quieren estar emparentados con los judíos orientales; no quieren, incluso, ser confundidos con ellos. Los socialcristianos y los nacionalistas alemanes hacen del antisemitismo un punto importante de sus programas. Los socialdemócratas temen el reclamo de un «partido judío». Los nacionalistas judíos son harto impotentes. Además, el partido nacionalista judío es burgués, mientras que la gran masa de judíos orientales es proletaria.
A los judíos orientales se les insta a acogerse a las organizaciones benéficas burguesas. Hay una tendencia a otorgar a la misericordia judía una estimación más alta de lo que la misma merece. La beneficencia judía constituye una organización tan imperfecta como cualquier otra. La beneficencia satisface en primerísimo lugar al benefactor. En las oficinas de beneficencia judías, el judío oriental a menudo no recibe, por parte de sus correligionarios, e incluso de sus compatriotas, mejor trato que por parte de los cristianos. Resulta espantosamente difícil ser judío oriental; no hay sino más duro que el de un judío oriental forastero en Viena.
2. Cuando pone sus pies en el segundo distrito rostros familiares le dan la bienvenida. ¿Le dan la bienvenida? ¡Ay, lo único que hacen es verle sin mirar! Los que han llegado aquí diez años antes no sienten ningún amor por los que llegan después. Ha llegado uno más. Uno más que quiere ganar dinero. Uno más que quiere vivir. Y lo peor es que no se le puede dejar morir. No es ningún extraño. Es un judío, un paisano.
Alguien lo acogerá y algún otro le adelantará un pequeño capital o le otorgará crédito. Un tercero le traspasará algún «itinerario» comercial o se lo organizará. El neófito se convierte en vendedor a plazos.
El primer camino, y el más duro, es el que conduce a la comisaría de policía.
Tras la ventanilla está sentado un hombre que no puede soportar a los judíos en general y a los judíos orientales en particular.
Este hombre exigirá documentos. Documentos inverosímiles. A los inmigrantes cristianos jamás se les exigen tales documentos. Por otro lado, los documentos cristianos están en orden. Todos los cristianos tienen nombres comprensibles, europeos, mientras que los judíos los tienen incomprensibles y judíos. Pero ahí no queda la cosa: tienen dos, tres apellidos, en virtud de vínculos familiares falsos o rectos. Nunca se sabe cómo se llaman. Sus padres fueron casados exclusivamente por rabinos. Tal matrimonio carece de validez legal. Si el marido se llamara Weinstock y la esposa Abramofsky, la hija de este matrimonio se llamarían Weinstock rectamente Abramofsky o, también, Abramofsky falsamente Weinstock. Al hijo se lo bautizaría con el nombre judío de Leib Nachman. Pero como este nombre es difícil y susceptible de resonancias provocadoras, el hijo se llama Leo. Se llama, así pues, Leib Nachman, de nombre Leo Abramofsky, falsamente Weinstock.
Semejantes nombres ocasionan dificultades a la policía. A la policía no le gustan las dificultades. ¡Y si sólo fueran los nombres! Tampoco, sin embargo, cuadran las fechas de nacimiento. Lo habitual es que los papeles sean quemados (en pequeñas localidades de Galitzia, Lituania y Ucrania siempre lo han sido en los registros civiles). Se pierden todos los papeles. No se aclara la nacionalidad, y tras la guerra y el orden emanado de Versalles, el asunto de la nacionalidad se ha convertido en un embrollo aun mayor. ¿Cómo ha pasado ése la frontera? ¿Sin pasaporte? ¿Con uno falso? Además resulta que no se llama como se llama, y si bien se presenta bajo tantísimos nombres, lo que, en sí mismo, implica que son falsos, lo son también con toda probabilidad desde un punto de vista objetivo. El hombre que figura en los papeles, en la cédula de registro, no comparte identidad con el hombre que acaba de llegar. ¿Qué puede hacerse? ¿Hay que encerrarlo? En tal caso, al que se encierra no es el auténtico. ¿Hay que expulsarlo? En tal caso, el expulsado es un impostor. Pero, si es devuelto a su punto de procedencia para que traiga nuevos documentos como es debido, con nombres indubitables, el devuelto no es, en cualquier caso, sólo el auténtico, sino que al impostor se lo convierte eventualmente en un auténtico.
Se lo devuelve, así pues, una, dos, tres veces, hasta que el judío se da cuenta de que no le queda sino aportar datos falsos a fin de que pasen por auténticos, aferrarse a un nombre que quizá no sea el suyo propio pero que no ofrezca duda y sí, en cambio, credibilidad. La policía ha hecho que al judío oriental se le ocurra la excelente idea de ocultar sus auténticas y verdaderas—aunque embrolladas—circunstancias personales mediante otras hechas a fuerza de patrañas... «como es debido».
Todo el mundo se asombra de la capacidad de los judíos para aportar datos falsos, pero nadie se asombra de las torpes exigencias de la policía.
3. Se puede ser buhonero o vendedor a plazos.
El buhonero lleva jabón, tirantes y botones para pantalones, artículos de goma y lapiceros, todo ello en una cesta colgada a la espalda. Con esta pequeña tienda a cuestas visita diversos cafés y restaurantes. Sin embargo es aconsejable pararse a pensar previamente si hace uno bien en meterse aquí o allá.
Para una venta ambulante hasta cierto punto exitosa se necesita también una experiencia de años. Lo más seguro es irse al Piowati a horas vespertinas, cuando los pudientes están comiendo salchichas ritualmente limpias con rábanos picantes. El propietario, en atención a la nombradía judaica de su establecimiento, está obligado desde ya a convidar con una sopa a un pobre buhonero. Eso ya es ganancia. Y en cuanto a los clientes, una vez ahítos, su estado de ánimo es muy proclive a la beneficencia. En nadie como en el comerciante judío se da una tan estrecha relación de dependencia entre la bondad y la satisfacción corporal. Cuando ha comido, y cuando ha comido bien, es capaz hasta de comprar tirantes para pantalones aunque él mismo los venda en su tienda. Mas, por lo general, no comprará nada; se limitará a dar una limosna.
Ni qué decir hay que lo que no puede hacerse es, digamos, ser el sexto buhonero que entra en el Piowati. Al tercero cesa la bondad. Conocí a un buhonero judío que cada tres horas entraba en el mismo establecimiento Piowati. Las generaciones de comensales experimentan una mutación cada tres horas, y si aún estaba sentado por allá algún cliente de la antigua generación, el buhonero evitaba acercarse a su mesa. Sabía con exactitud dónde termina el corazón y dónde comienzan los nervios.
También los cristianos son bondadosos en determinado estadio de la borrachera. Se puede, así, entrar en las tabernitas y en los cafés de arrabal los sábados, sin nada malo que temer. Le tomarán el pelo y se meterán con uno un poco, pero ésa es justo la manera de expresarse que tiene la bondad. Los más chistosos le quitarán la cesta, la esconderán y provocarán en el buhonero un poco de desesperación. ¡Que no se deje asustar! Son puras manifestaciones del áureo corazón vienés. Al final venderá unas cuantas tarjetas postales.
La totalidad de sus ingresos no es suficiente para alimentarlo a él solo, y sin embargo el buhonero se las arreglará para mantener a mujer, hijas e hijos. Enviará a sus niños a la escuela secundaria si están dotados para ello y si Dios quiere que estén dotados. Un día, el hijo varón será un famoso jurista, pero su padre, quien durante tantísimo tiempo hubo de dedicarse a la venta ambulante, querrá seguir como buhonero. En ocasiones sucede que los bisnietos del buhonero son antisemitas socialcristianos. Tal ha sucedido con mucha frecuencia.
4. ¿Qué diferencia hay entre un buhonero y un vendedor a plazos? Aquél hace sus ventas al contado y éste a pagos escalonados. Aquél necesita hacer un recorrido pequeño y éste uno grande. Aquél viaja en trenes de cercanías y éste en los de largas distancias. Aquél nunca llega a convertirse en un hombre de negocios mientras que éste acaso sí llegue.
El vendedor a plazos sólo es posible en épocas en las que el valor de la moneda no fluctúa. La gran inflación dio al traste con la melancólica existencia de todos los vendedores a plazos. Todos ellos se tornaron comerciantes en divisas.
Pero tampoco le iban bien las cosas a un comerciante en divisas. Si compraba lei rumanos, éstos caían en la bolsa. Si los vendía, comenzaban a subir. Cuando el dólar estaba alto en Berlín, y lo mismo el marco en Viena, el comerciante en divisas se trasladaba a Berlín para adquirir marcos. Regresaba a Viena para comprar dólares a cambio de los altamente valorados marcos. Acto seguido se marchaba con los dólares a Berlín para adquirir más marcos. Antes de llegar a Viena, lo que tenía se había reducido ya a la mitad. Para obtener ganancias reales, el comerciante en divisas tendría que haber estado en contacto telefónico con todas las bolsas del mundo. Pero el único contacto que mantenía era con una bolsa negra de su lugar de residencia. Se ha sobrevalorado enormemente tanto la información que poseen las bolsas negras como su nocividad. Más negra aún que la bolsa negra era la oficial, la cual hacía alarde de candorosa inocencia y se hallaba protegida por la policía. La bolsa negra era la sucia competencia a una institución. Los comerciantes en divisas eran los denostados competidores de unos bancos a los que se calificaba de honorables.
Sólo poquísimos de los pequeños comerciantes en divisas se han hecho realmente ricos.
La mayoría de ellos han vuelto a ser lo que eran: pobres vendedores a plazos.
5. Los clientes del vendedor a plazos son gente que no tiene dinero, pero sí ingresos. Estudiantes, pequeños funcionarios, obreros. Todas las semanas, el vendedor a plazos acude a ellos para cobrar y para vender nuevas mercancías. Dado que la gente con pocos recursos tiene grandes necesidades, compra en proporciones relativamente elevadas. El vendedor a plazos no sabe de qué debe alegrarse, si de una cifra de venta en alza o en baja. Cuanto más vende, tanto más tarda en cobrar su dinero.
¿Debe aumentar los precios? Si lo hace, la gente se va al almacén más próximo, de los que ya hay algunos actualmente en todas las pequeñas ciudades. El vendedor a plazos les resulta más barato porque es él quien paga el tren que, de lo contrario, serían ellos quienes tendrían que pagar. Con él llega el almacén hasta los clientes. Es más cómodo.
Y, en consecuencia, la vida del vendedor a plazos es más incómoda. Si quiere ahorrarse el tren, se ve obligado a ir andando con una pesada carga. Marcha, por lo tanto, a paso lento. Y ello hace que no llegue a tiempo a todas partes. El domingo tiene que presentarse en las casas de todos los que le deben dinero. El salario se paga el sábado, y el lunes ya no queda nada. Si el vendedor a plazos viaja en ferrocarril, cuenta con llegar sin falta a tiempo a todas partes, pero, muy a menudo, el jornal de la semana se ha esfumado ya el domingo.
Así son los hados judíos.
6. ¿Qué otra cosa puede llegar a ser un judío oriental? Si es un obrero, ninguna fábrica lo admite. Hay muchos desempleados en el país. Pero, aun cuando no los hubiera, ni siquiera se da trabajo a los extranjeros cristianos, mucho menos a los judíos.
También existen artesanos judeo-orientales. En la Leopoldstadt y el Brigittenau viven muchos sastres judeo-orientales. Pero existe una gran diferencia entre tener un local, un «salón de modas», en el primer distrito, en la Herrengasse, y tener un taller en la cocina de una casa en la Kleine Schiffgasse.
¿Quién acude a la Kleine Schiffgasse? Quien no se ve obligado a entrar en ella prefiere pasar de largo. En la Kleine Schiffgasse huele a cebollas y a petróleo, a arenques y jabón, a agua de fregar y a enseres domésticos, a gasolina y pucheros, a moho y delicatessen. En la Kleine Schiffgasse juegan mugrientos rapaces. En las ventanas abiertas se sacude el polvo de las alfombras y se orea la ropa de cama. Los plumones se esparcen por el aire en volandas.
En semejante calleja vive el sastrecillo judío. ¡Y si sólo fuera la calle! Su vivienda consta de una habitación y cocina. Y, de acuerdo con las enigmáticas leyes por las que Dios rige a los judíos, un pobre sastre judeo-oriental ...

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