El candelabro enterrado
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El candelabro enterrado

  1. 144 páginas
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El candelabro enterrado

Descripción del libro

Cuando la menorá (el candelabro de siete brazos del Templo de Salomón) es robado por los vándalos durante la caída de Roma, entre la comunidad judía cunde el desánimo. La menorá debe ser recuperada a cualquier precio. Se inicia, entonces, un peregrinaje legendario, que será también el combate secreto de la justicia contra el poder. Esta novela cuenta la historia de alguien que trata de proteger este objeto sagrado, uno de los símbolos más antiguos del judaísmo. Sucesivos avatares harán que el candelabro pase de mano en mano, alejándose cada vez más de sus legítimos dueños. Escrita con la minuciosidad a que nos tiene acostumbrados Zweig, en esa búsqueda se encuentran el sufrimiento y la perseverancia, en una historia en la que, al impulso de la leyenda, el amor acaba siendo protagonista."Como siempre que se lee Zweig, sorprende la facilidad para crear tensión y para construir unos personajes portadores de una sabiduría inmortal."Adolfo Torrecilla, La gaceta de los negocios"El candelabro enterrado atesora, en unas pocas páginas, la maestría narrativa de su autor, uno de los mejores escritores del siglo XX."Roberto Ruiz de Huydobro, Diario de Córdoba

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788417902742
Categoría
Literatura
Un espléndido día de junio del año 455, justo cuando, en la hora tercia, en el circo Máximo de Roma había terminado el sangriento combate de dos gigantescos hérulos contra una piara de jabalíes hircanos, una creciente agitación se apoderó gradualmente de los miles de espectadores. Al principio había llamado la atención sólo de los más cercanos que, en la tribuna separada, ricamente adornada con tapices y estatuas, donde tenía su asiento el emperador Máximo rodeado de sus funcionarios, hubiera entrado un mensajero cubierto de polvo, que, obviamente, acababa de descabalgar del caballo tras una acalorada carrera, y también que, apenas hubo comunicado la noticia al emperador, éste, en contra de los usos y costumbres, se levantara interrumpiendo el enardecido espectáculo; toda la corte lo siguió con prisa igualmente llamativa y pronto se vaciaron también los asientos asignados a los senadores y demás dignatarios. Una salida tan precipitada debía de tener un motivo importante. En vano las estridentes fanfarrias anunciaron otra lucha con fieras y de la reja levantada salió un león de Numidia, de negra melena, que se lanzó, con sordos rugidos, contra las cortas espadas de los gladiadores; la oscura ola de la alarma, rebosante de la pálida espuma de rostros inquisitivos, temerosos y asustados, ya se había encrespado y avanzaba fila tras fila. La gente se levantaba, señalaba con la mano los asientos vacíos de los prohombres, preguntaba, alborotaba, gritaba y silbaba; entonces, de repente, sin que nadie supiera quién había sido el primero, se propagó el confuso rumor de que los vándalos, esos temidos piratas del Mediterráneo, habían desembarcado en Portus con una poderosa flota y estaban avanzando hacia la despreocupada ciudad. ¡Los vándalos! La palabra circuló primero de boca en boca como un tímido cuchicheo; después, bruscamente, se convirtió en un grito atronador: «¡Los bárbaros! ¡Los bárbaros!». Cien, mil voces retumbaron por los graderíos de piedra del circo, y la multitud, presa del pánico, como arrancada de sus asientos por un tempestuoso vendaval, ya se precipitaba hacia la salida, sin orden ni concierto. Los guardias y los centinelas abandonaron sus puestos y huyeron con los demás; la gente saltaba por encima de los asientos, se abría camino con puños y espadas, pisaba a mujeres y niños que proferían alaridos, y en las salidas se formaban embudos de masas humanas que gritaban, se arremolinaban y giraban como peonzas. Al cabo de unos minutos, el espacioso circo, donde pocos minutos antes se estrujaban ochenta mil personas en un oscuro bloque retumbante, quedó completamente barrido. El óvalo escalonado permanecía marmóreo, mudo y vacío bajo el sol de verano. Tan sólo, en la arena, quedaba el olvidado león—los gladiadores habían huido hacía rato junto con los demás—, que, agitando la melena, desafiaba al repentino vacío con sus rugidos.
Eran los vándalos. Un mensajero tras otro llegaba jadeante trayendo noticias a cual más espeluznante. Habían tomado puerto en cientos de veleros y galeras: eran un pueblo ágil y móvil; los jinetes bereberes y númidas con sus capas blancas, montados en corceles de cuello largo, se adelantaban al grueso del ejército cabalgando veloces como el rayo por la carretera de Portus; mañana, o quizá pasado mañana, las hordas de bandidos ya estarían a las puertas y no había nada dispuesto para defenderlas. El ejército de mercenarios combatía en un lugar lejano, cerca de Rávena, y los muros de fortificación no eran más que un montón de ruinas desde que Alarico había arrasado la ciudad. Nadie pensaba en presentar resistencia. Los ricos y nobles aparejaban a toda prisa mulos y carretas para salvaguardar al menos una parte de sus bienes, pero era demasiado tarde. Porque el pueblo no toleraba que, en tiempos de prosperidad, los poderosos lo oprimieran y, en la adversidad, lo abandonaran cobardemente. Y cuando el emperador Máximo quiso huir de palacio con su séquito, le llovieron primero maldiciones y piedras; después, el exaltado populacho cayó sobre el cobarde y mató a su miserable emperador en la calle, a golpes de porra y hacha. Cierto es que más tarde, como todas las noches, cerraron las puertas de la ciudad, pero logrando así que el miedo quedara completamente recluido dentro de sus muros; opresivo como un pútrido vaho de pantano, el presentimiento de algo terrible se cernía sobre las casas enmudecidas y a oscuras y, como un manto sofocante, se abatían las sombras sobre la ciudad perdida, que se consumía en el espanto y el horror; en el firmamento, sin embargo, brillaban tenues y serenas las eternamente indiferentes estrellas, y en la pantalla azul del cielo la luna tendía, como todas las noches, su cuerno de plata. Roma permanecía en vela y con los nervios a flor de piel, esperando a los bárbaros como un condenado que, con la cabeza contra el tajo, se dispone a recibir el golpe inevitable apuntado ya en el aire.
Mientras tanto, los vándalos, siguiendo victoriosos el plan trazado, se acercaban a paso lento y seguro por la vía que llevaba del puerto a Roma. Los guerreros germánicos, de pelo largo y rubio, marchaban en perfecto orden, centuria tras centuria, al paso militar bien aprendido, y delante de ellos, los pueblos tributarios del desierto, los númidas de piel oscura y pelo negro de azabache, corrían dispersos y bulliciosos, montados a pelo en sus hermosos caballos purasangre, a los que hacían dar vertiginosas vueltas y girar en redondo. En medio del convoy cabalgaba Genserico, rey de los vándalos. Con satisfacción indolente, sonreía desde la silla a su pueblo en marcha. El viejo y curtido guerrero sabía desde hacía tiempo por sus espías que no era de temer una seria resistencia, que esta vez no se aprestaban a una batalla campal decisiva, únicamente a un saqueo sin peligro. De hecho, no aparecía ningún guerrero enemigo. Tan sólo salió al encuentro del rey a la Puerta Portuense, por donde la bien pavimentada vía del puerto se adentraba en las manzanas interiores de Roma, el papa León, adornado con todas las insignias y rodeado con gran esplendor por toda la clerecía; el papa León, el mismo anciano de barba blanca que, pocos años antes, había convencido en un gesto tan glorioso al terrible Atila de que respetara Roma, y a cuyo ruego había accedido entonces el pagano huno con incomprensible humildad. También Genserico se apeó enseguida del caballo al divisar al majestuoso hombre de barba blanca y cortésmente se acercó a él cojeando, pues su pierna derecha era más corta que la izquierda. Pero no besó la mano que llevaba el anillo del Pescador ni tampoco hincó devotamente la rodilla, ya que, como hereje arriano, consideraba al Papa un simple usurpador del cristianismo; asimismo, acogió con fría arrogancia el discurso en latín con el que el Papa le imploraba perdón para la Ciudad Santa. Que no se preocupara, le contestó a través del intérprete, no había que temer ninguna barbarie de su parte, también él era soldado y cristiano. No incendiaría ni destruiría Roma, a pesar de que esta ciudad había arrasado cientos y cientos de ciudades y no había dejado piedra sobre piedra. En su generosidad, respetaría tanto los bienes de la Iglesia como a las mujeres, y se limitaría al saqueo sine ferro et igne, de acuerdo con el derecho del más fuerte y del vencedor. Pero ahora le instaba—y Genserico lo dijo en tono amenazador, mientras su palafrenero lo ayudaba a montar de nuevo—a que le abriera las puertas de Roma sin más tardanza.
Se hizo tal como Genserico había exigido. No se blandieron lanzas ni se desenvainaron espadas. Una hora más tarde, toda Roma estaba en poder de los vándalos. Pero la victoriosa tropa de piratas no invadió la indefensa ciudad como una horda desenfrenada. En filas cerradas, contenidos por la férrea y autoritaria mano de Genserico, los altos, fuertes y rubios guerreros hicieron su entrada por la Vía Triumphalis, y sólo de vez en cuando lanzaban miradas curiosas a los miles de estatuas de ojos blancos que, con sus labios mudos, parecían prometer un buen botín. Inmediatamente después de la entrada triunfal, Genserico se dirigió al Palatino, la residencia del emperador, ahora abandonada. Pero ni recibió el esperado agasajo de los senadores, que aguardaban en temerosa hilera, ni tampoco ordenó preparar un banquete—apenas echó una ojeada a los presentes con que los ciudadanos ricos confiaban apaciguar su rigor—, sino que el aguerrido soldado, inclinado sobre un mapa, se dispuso sin demora a trazar su plan para expoliar del modo más rápido, y a la vez más escrupuloso, los tesoros de la ciudad. A cada centuria se le asignó un distrito, confiando a cada uno de los suboficiales la responsabilidad disciplinaria de sus soldados. Así pues, la operación que siguió no fue un pillaje desenfrenado y confuso, sino un despojo metódicamente planificado. Ante todo, Genserico ordenó cerrar las puertas de Roma y apostar centinelas para que no se les escapara un solo broche o una sola moneda de la enorme ciudad. Luego, los soldados confiscaron las barcas, los carros y las mulas y obligaron a miles de esclavos a prestarles servicio, con el objeto de poder trasladar lo más rápidamente posible a la guarida africana todos los tesoros que albergaba Roma. Sólo entonces se inició el saqueo frío y sistemático, expeditivo a la vez que silencioso. Tranquila y hábilmente, de la misma forma que un carnicero descuartiza al animal muerto, en esos trece días la ciudad fue destripada en vivo y su cuerpo, apenas ya palpitante, despedazado trozo a trozo. Los distintos grupos, capitaneados por nobles vándalos y acompañados por un escribano, iban de casa en casa, de templo en templo, retirando todo lo que tenía valor y se podía transportar: vasijas de oro y plata, broches, monedas, joyas, cadenas de ámbar de países septentrionales, pieles de Transilvania, la malaquita del Ponto y el acero batido de Persia. Obligaban a los obreros a desprender limpiamente los mosaicos de los muros de los templos y a sacar a golpe de martillo las baldosas de pórfido de los peristilos. Todo se hizo meticulosamente, con habilidad y precisión. Con cabrestantes, para no dañarlos, los obreros bajaron los caballos de bronce del arco de triunfo y los esclavos fueron obligados a descubrir, teja tras teja, el techo de oro del templo de Júpiter Capitolino, una vez saqueado el edificio. Por orden de Genserico, las columnas de bronce, demasiado grandes para ser embarcadas en poco tiempo, fueron machacadas a martillazos o cortadas con la sierra para obtener el metal. Una calle tras otra, una casa tras otra, los vándalos desvalijaron la ciudad y, luego, cuando hubieron vaciado completamente las casas de los vivos, forzaron los tumuli, las moradas de los difuntos. Reventando los sarcófagos de piedra, sacaron los peines engastados con joyas de los cabellos descoloridos de princesas sepultas y los broches de oro de los huesos descarnados; sus manos ávidas robaron a los cadáveres los espejos de metal y los anillos de sello, e incluso el óbolo que se depositaba en las tumbas junto a los muertos como pago al barquero del viaje al otro mundo. El botín íntegro, producto de esos saqueos aislados, fue llevado después, en distintos montones, a un lugar fijado de antemano. Estaba allí la Niké de alas doradas, junto al cofre adornado con piedras preciosas que contenía los huesos de un santo y un dedo que había pertenecido a una noble dama. Lingotes de plata se amontonaban junto a vestidos de púrpura, preciosos objetos de cristal junto a otros de un metal tosco. El escribano anotaba cada pieza en su largo pergamino con envaradas letras nórdicas, para conferir al saqueo la apariencia de cierta legalidad; el propio Genserico en persona se paseaba cojeando con su séquito en medio de aquel bullicio; tocaba las cosas con el bastón, examinaba las joyas, sonriendo y ponderando. Contemplaba satisfecho cómo carretas y barcas, una tras otra, y ya cargadas hasta los topes, abandonaban la ciudad. Pero ni una sola casa ardía; no se había derramado ni una sola gota de sangre. En silencio y a intervalos regulares, como las vagonetas que suben y bajan en una mina, vacías las unas, llenas las otras, así viajaron las caravanas de carretas durante trece días del puerto al mar, y del mar al puerto. Salían llenas y regresaban vacías, con los bueyes y mulas jadeantes ya bajo la carga, pues, hasta donde la memoria alcanzaba, nunca se había saqueado tanto en tan corto periodo como en esta rapiña vandálica.
Durante trece días no se oyó voz humana en las mil casas de la ciudad. Nadie hablaba en voz alta; nadie reía. El son de la lira había enmudecido en los hogares, y en las iglesias no se elevaba ningún cántico. Sólo se percibía el ruido de los martillos con que se arrancaban los objetos de su sitio, los golpes de los sillares al caer, los chirridos de las carretas sobrecargadas y el sordo mugir de los fatigados animales de tiro, sobre los cuales restallaba una y otra vez el látigo de sus torturadores. A veces aullaban los perros, a los que la gente, sumida en el propio temor, se había olvidado de alimentar; otras veces resonaba sombrío, por encima de los muros, un toque de tuba que anunciaba el relevo de la guardia. En las casas, sin embargo, la gente contenía el aliento. Había caído la ciudad que había vencido al mundo, y cuando de noche el viento recorría las estrechas calles, sonaba como el débil gemido de un moribundo que siente escapársele la última gota de sangre de las venas.
En la decimotercera noche de saqueo, en la orilla izquierda del Tíber, allí donde el amarillento río se recoda perezoso como una serpiente ahíta, los judíos de la comunidad romana se habían reunido en casa de Moisés Abtalión. No era uno de los prohombres, ni tampoco conocedor de las Escrituras, sino tan sólo un viejo artesano endurecido en el trabajo, pero su casa había sido elegida para la reunión porque su taller de la planta baja ofrecía más espacio que los demás cuartos, estrechos y angulosos. Con una perseverancia apática y casi aturdida, habían permanecido así juntos durante esos trece días, con rostros sombríos y fatigados, cubiertos con sus blancas túnicas de luto mientras rezaban en la penumbra de los postigos cerrados, entre rodillos que colgaban, paños blanqueados y grandes cubas. Hasta ahora no habían sufrido todavía ningún daño a manos de los vándalos. Dos o tres veces, destacamentos acompañados por nobles y escribanos habían pasado por la callejuela judía, baja y estrecha, donde la humedad de cuantiosas inundaciones se adhería como una esponja a las baldosas de las casas y se escurría en forma de frías lágrimas por las desconchadas paredes; una mirada de desdén bastaba a los expertos ladrones para comprobar que ningún botín sacarían de aquella miseria. Aquí no resplandecían artesonados de mármol, ni triclinios fulgurantes de oro; estas casas no albergaban estatuas ni jarrones de bronce. De modo que las cuadrillas de saqueadores pasaban indiferentes por delante de ellas, y no había peligro de requisa ni pillaje. Y, sin embargo, los judíos de Roma tenían el corazón apesadumbrado y se congregaban, apretujados, con un temeroso presentimiento, pues todo infortunio en la ciudad y en la tierra donde vivían acababa convirtiéndose siempre, de generación en generación, en infortunio para ellos. En tiempos de prosperidad, los pueblos, olvidados de ellos, no les prestaban atención. Entonces los príncipes se engalanaban, edificaban y ostentaban su grandeza, y el populacho se entregaba a los burdos placeres del juego y la caza. Pero, cada vez que reinaba la penuria, los culpaban a ellos. Qué duro cuando los enemigos vencían, qué duro cuando una ciudad era saqueada, qué duro cuando la peste o las enfermedades azotaban los territorios. Todo el mal del mundo—eso lo sabían—se convertía irremisiblemente en mal para ellos, y también sabían, desde hacía mucho tiempo, que era imposible rebelarse contra ese destino suyo, pues siempre y en todas partes eran pocos, siempre y en todas partes eran débiles y faltos de poder. Su única arma era, entonces, la oración.
Así, los judíos rezaron todas las noches hasta muy tarde, durante aquellos oscuros y peligrosos días del saqueo. Pues, ¿qué otra cosa podía hacer el hombre justo en un mundo injusto y cruel, donde la violencia prevalece siempre, sino alejarse del mundo y volverse hacia Dios? Esto venía ocurriendo desde hacía años y más años. Ora llegaban del sur, ora del este y del oeste, pueblos rubios, pueblos oscuros, pueblos extraños, y todos rapaces, y apenas un grupo había vencido, otra calamidad les sobrevenía de nuevo. Por todo el mundo los impíos hacían la guerra y no permitían la paz a los creyentes. De ese modo habían conquistado Yerushalayim, Babilonia y Alejandría, y ahora Roma sufría sus embates. Donde uno quería descansar, había agitación; donde uno buscaba la paz, había guerra; no podían escapar a su destino. Sólo la oración aportaba refugio, paz y consuelo en este azorado mundo. Porque la oración es prodigiosa: aturde el miedo con grandes promesas, adormece el horror de las almas con salmodias, con el murmullo de sus alas levanta hacia Dios los corazones apesadumbrados; por ello, es bueno rezar en la necesidad, y aún mejor rezar en común, pues todo lo pesado se vuelve ligero cuando se lleva entre muchos, y todo lo bueno se vuelve mejor si se hace en compañía.
Así pues, los judíos de la comunidad de Roma estaban reunidos y rezaban. El piadoso murmullo fluía constante, apenas perceptible, de sus barbas, como ante las ventanas el chapotear del Tíber, que, sosegado y tenaz, estregaba las tablas de los fregaderos y limpiaba las orillas con su suave deambular. Ninguno de los presentes miraba a los demás y, sin embargo, sus viejos y frágiles hombros se mecían rítmicamente al mismo compás, mientras recitaban y cantaban los salmos que habían rezado cientos y miles de veces, y sus padres antes que ellos, y los padres de sus padres. Los labios apenas sabían lo que decían, ni los sentidos sabían qué sentían; esa salmodia temblorosa y lastimera emanaba como de un sueño oscuro y aletargado.
De pronto se sobresaltaron; una sacudida levantó bruscamente las espaldas inclinadas. La aldaba había caído con un fuerte golpe contra la puerta que daba a la calle. Y como siempre en el extranjero ante todo lo repentino—lo llevaban en la sangre—, se asustaron de aquel ruido. Porque, ¿acaso podía anunciar algo bueno que se abriera una puerta de noche? El murmullo se interrumpió en seco, como si lo cortaran con unas tijeras; a través del silencio podía ahora percibirse más claro el cadencioso chapotear del río. Todos aguzaron el oído con la garganta convulsivamente oprimida. Entonces resonó de nuevo la aldaba; un puño impaciente sacudía la puerta de la calle.
—Ya va—dijo como para s...

Índice

  1. Cubierta
  2. El candelabro enterrado
  3. ©