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Crítica (y reivindicación) de la universidad pública
Descripción del libro
¿Está en crisis la universidad pública argentina? Considerando que desde 1984 hasta hoy el presupuesto ha crecido, la cantidad de instituciones se ha ampliado, la oferta académica es más diversa y los programas de posgrado se multiplican, diríamos que no.
Sin embargo, aunque todavía se sostengan facultades y centros de excelencia dispersos a lo largo del país, el conjunto del sistema ha ido quedando a la zaga del mundo y está lejos de poder hacer un aporte significativo para no alimentar el círculo del subdesarrollo. Y no porque carezca de los recursos humanos o financieros, sino por el mal uso que hace de ellos.
A partir de su vasta experiencia en cargos tanto de gestión y evaluación universitaria como de docente e investigador, Eduardo Míguez se propone discutir los problemas de fondo de la educación superior en la Argentina y los mecanismos para comenzar a superarlos. Con información de primera mano y gran honestidad y valentía intelectual, señala los núcleos que cualquier reforma debería contemplar: las cifras de deserción, el diseño curricular de asignaturas y carreras, el bajo porcentaje de docentes con dedicación exclusiva, los criterios de asignación de recursos, la participación estudiantil y docente en el gobierno universitario, la proporción de graduados y la calidad de los egresados, los sistemas de ingreso. Sin ánimo de poner la lupa sobre instituciones individuales, y enriqueciendo el debate con referencias y modelos internacionales, Míguez sugiere direcciones posibles para debatir una reforma integral, que priorice los criterios académicos antes que los políticos, y que incluya entre sus objetivos que la mayoría de las plantas docentes tengan estudios de posgrado, que la investigación de excelencia no esté divorciada del compromiso con la enseñanza universitaria, que se trabaje la brecha entre la duración media real de las carreras y las previstas en los planes de estudios.
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Información
Categoría
Sciences socialesCategoría
Sociologie1. Marco institucional
Gobierno, gestión e infraestructura de la universidad. Los límites de la reforma
La universidad argentina moderna tiene un mito fundacional: la reforma de 1918. Y si ese acontecimiento histórico ha devenido mito, se debe a que, como suele suceder con los mitos, su significado y valor han abandonado el terreno de la historia para transformarse en una referencia simbólica. El mito de la reforma es la justificación de una estructura universitaria que no se corresponde con la que emergió de aquel acontecimiento, pero que guarda algunos rasgos derivados de él, nada menos que la base simbólica de nuestra estructura universitaria: en su centro, desde luego, el gobierno tripartito. No viene al caso reflexionar sobre cómo se construyó el mito. Baste señalar que en realidad, hasta 1983, fueron escasas las etapas en las que la vida institucional se rigió por sus principios (sólo unos años en la década de 1920, interrumpidos con el golpe de 1930, y luego entre 1958 y 1966), y eso contribuyó a elevar su prestigio simbólico. Por otra parte, las formas institucionales de la reforma fueron cambiando y adaptándose a ciertas condiciones y procesos, por lo que no tienen un contenido preciso.
Dos cosas vale la pena destacar de esta tradición. La reforma como movimiento respondía a una situación concreta de la universidad argentina en un momento dado, y estuvo históricamente condicionada.[14] Por lo mismo, los fundamentos simbólicos y los valores de democratización que contiene la reforma se refieren a ese contexto. Desde luego, las formas institucionales concretas de las universidades se han ido adaptando a la cambiante realidad, pero en una sociedad en muchos aspectos tan conservadora como la argentina, el valor indicativo de aquel fenómeno ha servido para justificar una estructura universitaria que tiene mucho de idiosincrático y de anacrónico. Así, la Argentina ha desarrollado y conservado en sus universidades una estructura institucional que ha aprovechado poco las experiencias ajenas. Si bien la reforma repercutió en muchos países de América Latina, en otras latitudes la evolución posterior fue modernizando las formas; en la Argentina esos cambios se dan en márgenes más estrechos, y algunos moldes se perpetúan sin suficiente consideración crítica. Vale la pena, entonces, poner en discusión algunos de los fundamentos del sistema institucional.
Es imprescindible que la universidad tenga un grado de autonomía y autarquía mayor que el de otras dependencias públicas. Depender directamente de otros poderes del Estado restringiría la libertad necesaria para asegurar la pluralidad y el dinamismo que requiere una institución universitaria. Por otro lado, es evidente que la autonomía y la autarquía son limitadas por las leyes, por el presupuesto, etc. Se trata, entonces, de considerar cuál es el mejor equilibrio posible entre la libertad y la responsabilidad ante los poderes de la sociedad civil. Por fortuna, el respeto a cierta autonomía de las universidades no ha motivado conflictos intensos desde la recuperación de la democracia. Sin duda, otros órganos estatales se han inmiscuido en la vida de la universidad, pero esta nunca ha visto avasallada su libertad. De hecho, siempre han existido universidades de signo político diferente al del gobierno de turno, y más allá de algunas quejas y acusaciones de privilegios para ciertas universidades, la dinámica de la autonomía no ha sido puesta en peligro desde el poder.[15]
El punto a considerar, entonces, es más bien el de los límites de la autonomía. Y esto lleva a tener en cuenta dos cuestiones. Por un lado, el espectro de temas que deberían incluirse en una política general para el sector. Por otro, los mecanismos para adoptar e implementar las decisiones que deberían afectar al conjunto de las instituciones universitarias.
Analizarlo requiere recurrir a ejemplos. Y sin duda el más obvio es el de la oferta académica. Hoy, cada universidad tiene la libertad de ofrecer al medio las carreras que considere oportuno, si bien el Ministerio de Educación debe reconocer los títulos para otorgarles validez nacional. Ya discutiremos hasta qué punto el resultado es conveniente. Lo que aquí deseo subrayar es la inexistencia de una política general, diseñada centralmente para el conjunto del sistema, sobre la estructura de la oferta académica. Una política que tuviera en cuenta las cambiantes necesidades de la sociedad (más que conveniencias circunstanciales, que en ocasiones generan ciertas ofertas, como se verá), la complementación entre las instituciones y las tendencias internacionales, para facilitar la integración al mundo. Establecer acuerdos generales sobre la duración de las carreras, su estructura, su perfil, parece más razonable que dejar librada a cada institución la determinación de estas variables con total libertad y que luego negocie su reconocimiento, en general, con bastante tolerancia por parte del Ministerio. Desde luego, no se trata de que este, o una ley nacional, establezca los títulos universitarios, lo que podría dar lugar a rigidez y arbitrariedad. Pero sería posible que algún organismo –en el que sin duda deberían participar las propias universidades– fije criterios generales y límites a la oferta. Podría asimismo coordinar mínimamente su localización, de manera tal de evitar, por ejemplo, que instituciones próximas repitan ofertas de limitada demanda.
El ejemplo obvio son los acuerdos de Bolonia, que permitieron compatibilizar la oferta no sólo para el conjunto de la Comunidad Europea. Volveremos sobre ello. Lo que aquí importa destacar es que limitar la autonomía de las universidades en temas como la oferta académica no implica avasallar su libertad, sino racionalizar y optimizar el uso de recursos públicos, para evitar que se dilapiden, muchas veces, en consideración a intereses muy particulares y circunstanciales. Vale insistir, no se trata de imponer, pero sí de acordar y acotar en función de los intereses generales de la comunidad.
Lo que acabo de ilustrar con la oferta académica se aplica a casi todos los temas más relevantes. En la actualidad, las universidades interpretan la autonomía como la capacidad de decidir por sí mismas en casi todo y de acordar con mínima participación externa en algunos aspectos. Esta libertad implica la posibilidad de utilizar los recursos disponibles de manera arbitraria. Acuerdos obligatorios que encaucen las políticas de cada universidad serían resistidos porque implicarían un límite al manejo discrecional de los recursos. No hablo aquí de corrupción entendida como apropiación indebida de fondos públicos, sino de desestimar la aplicación de sanos principios administrativos toda vez que se priorizan conveniencias particulares por sobre el provecho de la comunidad. Por ejemplo, cuando se sobredimensionan áreas docentes en detrimento de otras, por razones de amiguismo o clientelismo, o cuando, debido a los intereses de un rector con ambiciones políticas, se privilegian actividades que resultan prestigiosas en la sociedad por sobre labores sustantivas de la universidad y su calidad académica.
Uno de los ejemplos más notables de cómo se interpreta la autonomía universitaria, y sus efectos sobre el sistema, son las nuevas instituciones creadas en el área metropolitana de Buenos Aires. Sin duda, era necesario ampliar la oferta en zonas densamente pobladas y desconcentrar la Universidad de Buenos Aires (UBA). Como no existió consenso para una subdivisión al estilo de la Universidad de París,[16] se optó por la creación de nuevas casas en el conurbano. Pero aunque parte del propósito de estas universidades era aliviar la demanda en las facultades más numerosas de la UBA –derecho, ciencias económicas–, los proyectos que se desarrollaron tuvieron diferentes lógicas, que no necesariamente atendían esa necesidad, y no siempre daban prioridad a la real demanda educativa local. Los proyectos en sí podían tener muchas virtudes pero, por cierto, no respondían a las motivaciones por las que esas universidades habían sido creadas. El resultado fue la aparición de universidades nuevas que carecían de estatutos o reglamentos previos, cuyos rectores normalizadores eran designados por el Ministerio y que priorizaban su autonomía “de nacimiento” por sobre la lógica de la política que había llevado a su creación.
En las universidades ya establecidas, la estructura de la conducción se rige por su propio estatuto. Un hecho característico de nuestra institucionalidad es que aunque la ley de Educación Superior de 1995 establece ciertos parámetros, estos se han cumplido sólo en forma limitada, y en varios casos a través de diferentes mecanismos se ha evitado adaptar los estatutos a la ley, aun cuando los lineamientos de esta son bastante laxos. Tales lineamientos, que se inscriben dentro de la tradición de la reforma, establecen una conducción de la universidad basada en la elección por claustros, aunque se aparta un poco de ella al incluir al personal administrativo como un cuarto componente del “gobierno tripartito”, junto con docentes y estudiantes, y deja como optativa la participación de graduados, que deberían ser ajenos a la institución (lo que no siempre se cumple).[17] La ley establece que no menos de la mitad de la representación en las autoridades colegiadas debe estar constituida por docentes, lo que tampoco se cumple en todos los casos.
Razones históricas vinculadas al proceso de normalización de las universidades en 1984 generaron una sobrerrepresentación estudiantil en los consejos de varias universidades. Cuando asumieron las autoridades democráticas después de la dictadura militar, resolvieron con sensatez que los interventores que gestionarían el proceso de normalización de la universidad debían respetar las plantas docentes existentes y que si era necesaria la renovación, esta se llevara a cabo a través de concursos. Naturalmente, muchos de los docentes que ocupaban cargos desde la gestión anterior tenían poca simpatía por las nuevas autoridades. Los estudiantes, en cambio, tendían a alinearse con la nueva gestión. Si las autoridades normalizadoras buscaban renovar la universidad, debían apoyarse en buena medida en los estudiantes. Y ellos, con la natural ambición juvenil, solicitaban una representación fuerte en los consejos. Recuerdo con nitidez una reunión de las autoridades normalizadoras en Tandil en la que se discutía el futuro estatuto de la universidad: la propuesta que elaboramos las autoridades tomando como modelo el estatuto de la Universidad de La Plata incluía cuatro representantes estudiantiles en los consejos académicos y seis docentes (lo que hoy me parece exagerado; dos y seis sería una proporción razonable). Los estudiantes pedían una representación igualitaria. Yo mismo propuse, como solución, que fueran seis y cinco, y desde entonces es así. Con dos graduados y el decano, que debe ser profesor, en el consejo había siete profesores e igual número de personas que no lo eran. Luego, se decidió que parte de la representación docente fuera asumida por cargos de auxiliares de docencia, debido a que los estudiantes se oponían a su incorporación con representación nueva, ya que eso disminuía su peso relativo en los consejos. Con la incorporación del personal administrativo, los profesores pasaron a ser minoría en los consejos así llamados “académicos”.
Este ejemplo no es excepcional en las universidades nuevas, que carecían de estatutos propios en 1984 (desde 1966 los estatutos no regían en las universidades y las creadas con posterioridad a esa fecha no los tenían), pero en las más antiguas, que tenían estatutos anteriores a la normalización, este fenómeno no se dio de esa manera. Sin embargo, las reformas posteriores a la normalización han tendido en general a debilitar el peso de los profesores en los consejos, pese a la disposición de la ley citada, que, por lo demás, también tiene ambigüedades en este sentido, al incorporar la representación de administrativos.
Así, la dinámica propia de la vida política de las universidades ha llevado a que el claustro estudiantil tenga una fuerte representación en los cuerpos colegiados, en tanto una lógica social minimiza la participación de los graduados. En algunas instituciones ese lugar es ocupado por auxiliares de docencia (contra la normativa) y, en general, la representación es reducida y poco notoria. La participación electoral de graduados suele ser baja, ya que pocos se interesan por la vida universitaria, y con frecuencia es producto de la movilización de estudiantes o docentes, que buscan apoyos para incrementar su peso en un consejo a través de una representación afín en ese claustro. En unidades académicas que forman profesionales en áreas de fuerte tradición corporativa, la representación de graduados suele ser una vía de influencia de los colegios profesionales.[18] La participación de administrativos es en general baja y tiene poca centralidad, por lo que la conducción efectiva se concentra en docentes, estudiantes y las autoridades unipersonales (rector, decanos) que, como se verá, tienen un papel protagónico.
Hace poco, en una reunión con integrantes de un consejo superior (órgano colegiado máximo en la conducción universitaria),[19] escuché a un estudiante congratularse, con toda honestidad y buena voluntad, de que hubieran logrado incrementar su representación en órganos de conducción hasta igualar, si mal no recuerdo, la representación docente (contra lo que establece la ley). Aunque no podía expresarlo, pensé: ¿podrías decirme en qué beneficia al funcionamiento de esta institución y a los estudiantes mismos que un número mayor de personas sin una capacitación específica, sin haber completado sus estudios, sin gran experiencia de vida, en general con poco conocimiento de los sistemas universitarios más allá de su limitada experiencia local, tenga mayor peso en su conducción? Cuando uno explica a un visitante extranjero la estructura de nuestra conducción universitaria, no puede evitar sentir cierta vergüenza ante el habitual estupor o la socarrona sonrisa que le genera al interlocutor conocer la excéntrica práctica de dar un peso tan importante a los estudiantes en la conducción de una universidad.
Cabe reconocer que el resultado es mucho menos comprometedor de lo que podría suponerse. El peso estudiantil en las decisiones clave, en temas en los que poseen escasa competencia, como la estructura de una planta docente, política científica, vinculación internacional, etc., es en general poco determinante. Incluso en temas en los que suelen involucrarse más, como el diseño curricular (un área en que la transmisión de la experiencia colectiva del claustro es valiosa, pero en la que su aporte también es limitado debido a que carecen de conocimientos acerca del medio profesional local y mundial, de las innovaciones, de los avances científicos y técnicos, etc.), lo habitual es que el peso decisivo recaiga en docentes y autoridades. Entonces, ¿en qué incide la participación estudiantil, más allá de las previsibles consignas ideológicas, en especial en la representación de algunas facultades? A pesar de lo que pudiera pensarse, los estudiantes en la conducción constituyen un factor fuertemente conservador. Teniendo en cuenta que su experiencia en el medio académico es muy limitada, es poco probable que los consejeros estudiantiles sean capaces de promover ideas innovadoras o basadas en experiencias ajenas. Si se discute, por ejemplo, un sistema de becas, un tema de gran interés para ese claustro, sin duda buscarán incrementar los fondos disponibles, pero es improbable que puedan aportar ideas para innovar en los mecanismos de funcionamiento sobre la base de experiencias de otros países o que puedan advertir los problemas recurrentes que llegan a detectarse a través de una larga vida universitaria. El fuerte peso estudiantil, entonces, no es en absoluto un factor de renovación de las universidades. Tiene, en cambio, un aspecto didáctico importante. No hay duda de que la experiencia de participar de la vida concejil es un valioso elemento formativo para los pocos estudiantes que la atraviesan, y que luego podrán volcar esa experiencia a una carrera política, o en la propia vida universitaria, o en otros ámbitos. Pero eso también tiene costos importantes. En ocasiones da lugar a concesiones poco razonables a intereses sectoriales en función de acuerdos “políticos” (por ejemplo, cuantiosos gastos para una actividad poco importante, a cambio de votar en cierto sentido en un concurso docente impugnado).[20] Más peligrosa aún es la posibilidad de establecer vínculos clientelares regulares con las autoridades. O que sectores ideologizados, interactuando con grupos docentes, puedan influir de manera poco razonable en la política de la universidad o, con mayor frecuencia, de alguna facultad. A veces, la “afinidad ideológica” de los docentes con los estudiantes sirve para ocultar su escasa competencia profesional.
Desde luego, tampoco la representación docente está libre de los peligros del clientelismo o de la defensa de intereses particulares. Y, en general, tiende a reproducir las condiciones de la institución. En una unidad académica sólida, con un claustro docente bien formado, con seguridad sus representantes y autoridades descollarán por su prestigio académico. ¿Pero qué motivación puede tener para elegir a un referente académico de peso un claustro docente conformado en su mayoría por personas de calificación muy moderada? Aunque a veces el liderazgo intelectual se impone, es más frecuente que lo hagan los intereses propios. Es evidente que aquellas autoridades que establecen altos estándares y que buscan la competencia y la superación son poco funcionales para cuerpos docentes con una calificación poco destacada. En estas condiciones, el gobierno por claustros sólo garantiza la reproducción de la mediocridad. Y no es frecuente que los estudiantes alteren esta ecuación, ya que difícilmente cuenten con la experiencia o los conocimientos necesarios para hacerlo. Por otro lado, aunque la conducción esté en manos de autoridades con impulso innovador, y aunque hayan llegado hasta allí por su propia capacidad y liderazgo, muchas veces deben resignar su orientación ante la resistencia de sectores que tienen peso en la vida “política” de la universidad. Un decano de una facultad que hace un gran esfuerzo por mejorar confesaba que en cierto departamento en los concursos se favorecía de manera arbitraria el localismo de docentes mediocres y que él no podía hacer nada por evitarlo ya que de allí provenía uno de sus fuertes apoyos electorales.
Este análisis lleva a dos conclusiones importantes. Por un lado, es difícil que la renovación de las unidades académicas, en especial de las me...
Índice
- Cubierta
- Índice
- Portada
- Copyright
- Introducción. Universidad y desarrollo en la Argentina
- 1. Marco institucional. Gobierno, gestión e infraestructura de la universidad. Los límites de la reforma
- 2. Algunas consideraciones sobre políticas universitarias. Buenas intenciones, pobres resultados
- 3. La programación académica. Entre el profesionalismo y el academicismo
- 4. Docencia universitaria. Una actividad indefinida
- 5. Investigación y transferencia. El divorcio de la creación y la enseñanza
- 6. Las universidades privadas. Una alternativa poco prometedora
- 7. Universidad para el desarrollo