Zipper y su padre
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Zipper y su padre

  1. 160 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

"Cada página, cada línea, es como la estrofa de un poema, cincelado con el más preciso dominio del ritmo y de la melodía".Stefan ZweigDe las afueras de una Viena de principios del siglo XX a las colinas de Hollywood, en Zipper y su padre (1928), novela que el autor presentó como una "crónica", se dibujan las frustradas ambiciones de toda una generación que, durante una época convulsa en todos los ámbitos, no hizo más que añorar lo que hubiera podido llegar a ser. Bella descripción de una amistad de la infancia que perdura en el corazón a lo largo de los años, el lector se encontrará ante una amarga historia de ilusiones en la que dos generaciones, en apariencia alejadas, convergen en la desesperación y el fracaso tras la común experiencia de la guerra."Utilizando unas descripciones magistralmente construidas con el siempre atractivo barniz de la ingenuidad, el análisis psicológico discurre por las páginas del libro con soltura y emoción y no exento de cierta tensión narrativa".Fulgencio Argüelles, El Comercio"Mientras leo Zipper y su padre, tengo la sensación de estar sentado junto al narrador, viendo cómo teje la historia, cómo los personajes viven ante mis ojos; la sensación de leer algo palpable, cercano, veraz, que pasa a formar parte de mi vida, una parte más real que la mayoría de lo que, inconsistente, nos rodea".Gonzalo Manglano, La Opinión de Málaga"Encierra grandes dosis de alta literatura y, sobre todo, pone de relieve su capacidad de cronista de unos tiempos más que difíciles para la humanidad".Cayetano Sánchez, Canarias 7"Una extraordinaria mezcla de historia individual y colectiva, una síntesis de la sucesión de cambios que se producen en Europa que a la vez enlaza con la historia de su pueblo, el judío, y las migraciones a las que se vio obligado antes del desastre aún mayor que supondría el ascenso de Hitler al poder. Una pequeña obra maestra".Tomás Ruibal, Diario de Pontevedra"Una hermosa crónica en la que expone las diferencias y las semejanzas entre dos generaciones a través de dos personas muy próximas a la vida del narrador, que es el propio escritor. Y es, también, una historia de amistad inacabada. Joseph Roth ayuda a vivir".Neus Canyelles, Última Hora"Joseph Roth despliega otra vez esa habilidad narrativa insuperable. La novela parece impulsada por un anhelo de gratitud y en virtud de ello, por sobre su fondo de tristeza y derrota, Roth construye un relato en el que, al final, redime con piedad a sus protagonistas. En un estilo ágil –a pesar de su refinamiento– es capaz de dibujar con extrema concreción y singularidad la identidad de los protagonistas".Pedro Gandolfo, Mercurio (Chile)

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788417902797
Categoría
Literature

VII

Tras el examen de acceso a la universidad, que Arnold hizo el último día porque se seguía el orden alfabético, Zipper padre mantuvo una pequeña charla privada con su hijo:
—Como ya sabes, yo nunca he estudiado. Lo habría hecho si ciertas circunstancias adversas no me lo hubieran impedido. No obstante, soy un hombre. No puedo darte todo lo que necesitarías para vivir como un joven rico, pero nunca te faltará comida y podrás estudiar lo que te apetezca. Te aconsejo que estudies derecho, y sobre todo que te doctores. A mí, personalmente, me importan más bien poco los títulos y otros honores. Pero la sociedad no está tan avanzada.
Así fue como Arnold Zipper se convirtió en abogado. Yo estudié filosofía. Aun así, seguíamos viéndonos unas cuantas veces a la semana. Los Zipper me invitaban a comer como antes, y yo seguía gozando de la simpatía incondicional del padre. En casa de los Zipper no pasaba nada sin que yo me enterase al día siguiente.
Un caluroso domingo de verano, el heredero al trono fue asesinado en Sarajevo.
La señora Zipper estaba tan desconsolada que parecía que hubieran matado a su propio hermano. En cambio, el señor Zipper encontró en el suceso una excelente oportunidad para demostrar sus ideales rebeldes. Mientras su mujer leía los detalles del asesinato en el periódico, el pañuelo en un ojo y el monóculo en el otro, dijo Zipper:
—Cuando alguien muere, sólo se reconocen sus virtudes. El heredero al trono era un miserable. Aunque quizás no habría sido tan ruin de no ser por su mujer. Hace dos años le encargó a Weinhorn un traje a medida para su hijo pequeño. El sastre se desplazó a su residencia una, dos, hasta diez veces. Cuando el traje estuvo listo, se lo llevó personalmente y Sophie le dijo: «Lléveselo de vuelta, y no me venga con excusas. Le pedí explícitamente pantalón corto, ¡no soporto vestir a los niños con pantalón largo!». ¡Y ni un céntimo! ¡Ni siquiera le dio propina! Así es la gente de su calaña. Por mí, los serbios podrían hundirse en su propia porquería. Los magnates húngaros temen que les baje el precio del cerdo. ¡Qué gentuza! Cuando yo estaba en el regimiento cuarenta y ocho, vino un día a supervisar las maniobras. ¡El príncipe heredero era un miserable! ¡Sus ojos eran pura maldad!
—¡Pobre káiser!—se lamentaba la señora Zipper.
—El káiser debe de estar encantado de que hayan liquidado a ese tipejo.
—¡Chist!—le pidió la mujer—. ¡No hables tan alto!
—No tengo miedo, ¡pienso decir mi opinión a quien quiera escucharla!
Sin embargo, la opinión de Zipper cambió en los días siguientes, cuando empezaron las manifestaciones. Él mismo se manifestó ante la embajada serbia. Al volver a casa, parloteaba:
—¡Tendrán su merecido! El heredero al trono era un miserable, pero ¿qué más les daba a los serbios? ¡Nosotros mismos habríamos acabado con él! Se van a enterar de que con nosotros no se juega. En cuanto a la policía, ¡magnífica! Arremete contra la muchedumbre y la dispersa en el acto. En cinco minutos había desaparecido todo el mundo. Hoy el inspector Hawerda estaba de servicio. «¡Buen trabajo!», le he dicho. Un bueno tipo, el inspector Hawerda. «Pero quizás habéis exagerado un poco con los sables. Al fin y al cabo, es la voluntad del pueblo». «El trabajo es el trabajo», me ha respondido Hawerda. ¡Cuánta razón lleva el buen hombre!
Finalmente, Zipper se sintió defraudado porque Austria no invadió Serbia de inmediato. De todas las personas que yo conocía, él era el único que no parecía sorprendido por la movilización.
—Yo siempre he dicho que no saldríamos de ésta sin una guerra.
Y Zipper, Zipper el revolucionario, le dijo a su esposa:
—Sácame el uniforme del armario, que nunca se sabe. En caso de guerra, no hay varices que valgan. Soy un soldado veterano. El káiser tendrá sus defectos, pero yo he prestado juramento.
Quizás Zipper habría estado en contra de la guerra si la opinión de su mujer no hubiera cambiado. El día en que llamaron a filas a los primeros hombres, el patriotismo de la señora Zipper se desvaneció.
—Podrían ponerse de acuerdo con un poco de buena voluntad—opinó.
—¡No te metas en política mundial!—le espetó el viejo—. Arnold, mañana te alistarás voluntario.
Entonces vi por primera vez a la señora Zipper levantarse de un salto, y también por primera vez la oí gritar. Se encaró a su marido y tiró la silla al suelo, sintiendo probablemente en sus venas la fuerza de miles de madres.
—¡No!—gritó—. Mientras yo viva, ninguno de mis hijos se alistará voluntario. Ni Arnold, ni Cäsar. Ve tú solo a la guerra, ¡no te necesito! Vete, ¡vete con tu káiser! ¡Tú! ¡Tú!
Se arrancaba el pelo. El rostro se le encendió como nunca antes. Aquel arrebato la embelleció. Por primera vez en veinte años volvía a ser atractiva.
Zipper no protestó. Arnold no se alistó, y su padre tampoco. Pero cada vez que me encontraba al señor Zipper, me soltaba el mismo discurso:
—Vamos a retroceder y les dejaremos a los rusos la llanura de la Galitzia. Nos separaremos y formaremos dos frentes. Vamos a acorralar a los rusos por el norte y por el sur, ¿comprendes? ¡Como unas tenazas!—Doblaba los dedos índice y corazón, los extendía y volvía a juntarlos—. Mientras tanto, por el oeste conquistaremos París. Los franceses se someterán porque, si deciden esperar un poco más, los italianos los atacarán por el sur. Entonces Guillermo enviará todo el ejército al este y en cuestión de tres meses derrocaremos al zar. Hoy en día, la clave del éxito consiste en rodear al enemigo, ¡acorralarlo con el mínimo de efectivos posible! Además, hay que mantener el equilibrio adecuado entre la defensa y el ataque.
Zipper leía cada día todos los periódicos. Incluso dejó de jugar al sesenta y seis. Era uno de los patriotas más acérrimos del café. Algunos empezaron a burlarse de él. Zipper se enfurecía. Amenazaba con denunciar a todo el mundo, y la gente se distanciaba de él. Retiró el saludo a los escépticos. Dejó de hablar con su mujer. Incluso renunció a sus habituales bromas. ¡Qué lejos quedaban los días en que asustaba a los comensales cerrando la tapa de su reloj con un chasquido! ¡Cuánto había llovido desde que fue al circo por última vez! A esas alturas sólo iba al teatro. También había descuidado el trato con sus influyentes amistades, y despreciaba a los inspectores de policía. ¿Qué estaban haciendo? Se quedaban en sus casas, ¡se escabullían de su deber! ¡Se «escaqueaban»!
Llamaron a filas al secretario Wandl, lo destinaron al correo militar. Las cartas que enviaba muy de vez en cuando constituían la única distracción vespertina de Zipper:
—Tengo curiosidad por saber dónde está ese correo militar. Es un sistema muy ingenioso. Sólo unos números, y ya saben a qué distrito corresponde. Y nunca se pierde nada. La organización es algo maravilloso. En tiempos de paz, ¡el correo nunca había funcionado tan bien!
El salón se había quedado vacío. La señora Zipper colgó un cartel en la puerta de la casa: «Se alquila habitación a caballero solvente». El señor Zipper lo arrancó. Entró en casa por la noche sujetando el cartel con la punta de dos dedos, como si fuera un insecto repugnante, y dijo:
—¡A mi mujer le ha dado por colgar este cartel precisamente ahora! Ahora busca un caballero solvente. Todos los caballeros solventes están en el frente, y los mutilados ya tienen piso. Además, Wandl regresará tarde o temprano. ¿Qué le diremos si su habitación está alquilada? ¡Alquilar la habitación a espaldas de un soldado que está en el frente es una desconsideración sin igual!
Acto seguido, el señor Zipper arrojó el cartel por la ventana.
Un día lo vi con una cadena de reloj negra, de hierro. También llevaba tres anillos de hierro. En todos había una inscripción grabada: «He dado mi oro a cambio de hierro».
Una vez, vino con Arnold y conmigo a clavar clavos en el «Hombre de Hierro».
—Toma—me dijo—, te pago un clavo.
Y me compró un clavo porque yo no tenía dinero. Él llegó a clavar cinco.
Todas las semanas volvía a casa luciendo una nueva condecoración. Llevaba la cruz negra y amarilla, la plateada y una flor de nieve en el sombrero. Por Navidad, una de las asociaciones benéficas a las que pertenecía organizó una campaña de recogida de ropa vieja y de abrigo para los combatientes. Zipper en persona acompañó el vehículo, un enorme camión de avituallamiento. Se detenía en todas las casas, donde entraba haciendo sonar una campanilla y se llevaba los donativos. La campaña, a la que llamaron «Semana para el Abrigo», duró eso, siete días. De noche llegaba tarde a casa. El empleo a comisión en la imprenta empezó a tambalearse. Sólo recibía un encargo mensual de material impreso por parte de una asociación patriótica patrocinada por la condesa de Windischgrätz. En el Instituto Geográfico Militar también se interesaron por Zipper. Durante un tiempo, pareció que iba a sacar algún provecho suministrándoles papel para la obra Nuestros héroes en invierno. Pero alguien se le adelantó y le quitó el negocio.
Zipper ganaba cada vez menos dinero. Finalmente, en 1915, accedió a volver a alquilar el salón bajo la condición de que el nuevo inquilino fuera un militar. El afortunado fue el teniente coronel Mauthner, reservista del Ministerio de la Guerra. Este oficial, anticuario en la vida civil, no se encargaba de los asuntos bélicos. La oficina del Ministerio de la Guerra donde trabajaba se ocupaba de expedir entradas para los visitantes. Por la noche, el teniente coronel se vestía de paisano e iba al café para reunirse con sus compañeros de negocios. Al final resultó que sólo necesitaba el salón de los Zipper como picadero. El señor Mauthner vivía con su esposa e hijos en una casa de seis habitaciones en las afueras de la ciudad. En el salón de los Zipper instaló a la señorita Minna, que trabajaba en la cafetería del ayuntamiento. Pero pagaba bien y, al fin y al cabo, era un teniente coronel.
Finalmente, Arnold y yo tuvimos que incorporarnos a filas. Al cabo de un mes, Cäsar también llevaba uniforme. Arnold podía, debía y tenía que llegar a oficial, de modo que Zipper se desentendió de su otro hijo. Cäsar vivía en el cuartel y volvió a casa una sola vez, el día antes de que su compañía partiese hacia el frente. Se emborrachó y durmió dieciocho horas seguidas en el sofá, gritando en sueños. «¡Menudo héroe está hecho el hijo de la señora!», refunfuñaba Zipper padre. Por las tardes venía a buscarnos a la Escuela de Complemento y se tomaba una cerveza con nuestro sargento. Una tarde brumosa de noviembre, en que la menguada luz de las farolas parecía envuelta en algodón, estuvimos cinco minutos frente a la escuela esperando al padre de Zipper. Pero no vino. De repente, ante nosotros apareció un sargento bajito. Lo saludamos apresuradamente, y él se echó a reír. Era Zipper padre, que se había alistado voluntario.
¡Qué buen aspecto tenía! Llevaba un uniforme especial con relucientes ribetes dorados, su barba castaña de marinero había desaparecido y sólo se había salvado su bigotito gris, aunque reducido a la mínima expresión. Aquel uniforme ajustado revelaba los contornos de su prominente barriga y no le permitía disimular sus andares patizambos ni el contoneo de su cuerpo.
Por la calle nos obligó a saludarlo varias veces. Íbamos con él a una taberna y nos explicaba batallitas de su regimiento. Lo habían destinado a la reserva nacional y, puesto que tenía nociones de checo, al cabo de unos días lo destacaron en la sección rusa de Censura. Su trabajo consistía en revisar las cartas dirigidas a los prisioneros de guerra rusos, pero no sabía leerlas. Así que tuvo que empezar a estudiar ruso. Entretanto, las cartas se acumulaban encima de su mesa. Las repartió entre sus subordinados y se dedicó exclusivamente a aprender el idioma.
Se hizo retratar: en el escritorio, con las cartas que no podía leer distribuidas en veinte montoncitos frente a él; con gorra, correaje y sable; con Arnold como soldado, con Arnold y conmigo, con Arnold en casa, con Arnold en la calle. Colgó todas las fotos en el salón.
Cuando llegó la hora de nuestra partida hacia el frente, nos acompañó a la estación. Empezó a despedirse antes de que el tren arrancara, cuando ni siquiera estaba en la vía correcta. Lo cambiaron de vía varias veces. Cuando me imaginaba que Zipper padre ya debía de haber llegado a casa, volvía a aparecer. Su condición de sargento le permitía acceder incluso a los andenes de los trenes de carga, mientras que el resto de la gente había tenido que abandonar el andén principal. Nunca había visto a Zipper padre tan contento como el día en que partimos rumbo a la muerte. Cuando nuestro tren arrancó por fin, apareció de nuevo, corriendo junto al vagón mientras agitaba un periódico y nos gritaba:
—¡Victoria en Lublin!
Arnold y yo nos miramos y nos pusimos a comer salchichas.
Dos meses más tarde, Cäsar perdió la pierna izquierda.
Zipper padre le contó el suceso a Arnold: «¡Le pondrán una prótesis perfecta!», escribió. Su madre añadió una única frase en la que se apreciaba el temblor de su mano. Recuerdo perfectamente su letra. Los caracteres parecían un embrollo de finos hilos superpuestos. «¡Vuelve sano y de una pieza!», le pedía la señora Zipper.
Sin embargo, Arnold se llevó una bala enquistada, unos días de permiso y un cargo de subteniente. ¡Qué más podía desear su padre! Se hizo retratar vestido de sargento junto a su hijo subteniente. Arnold me envió la fotografía. El padre estaba de pie, con la mano apoyada en el hombro del hijo y la vista fija al frente. Había envejecido durante aquel tiempo. Sus mejillas colgaban flácidas encima del mentón, y en la mano que apoyaba en el hombro de Arnold se apreciaban las varices. Arnold me escribió que la situación había mejorado un poco. Su madre recibía ayudas económicas por tener a los tres hombres de la familia alistados, y a Cäsar le procurarían asistencia por haber perdido una pierna.
Un poco más tarde me concedieron un permiso. Entonces pude ver cómo la señora Zipper iba a medianoche a montar guardia frente a la puerta del colmado provista de un taburete, unos calcetines a medio tejer, las gafas, un cazo y la cesta de la compra, para poder comprar carne y leche a primera hora de la mañana. Zipper seguía dirigiéndose a su mujer como «la señora». Aun así, se levantaba a las tres de la mañana para relevarla. Como mutilado, Cäsar habría podido conseguir comida sin hacer cola, pero en el hospital sólo lo dejaban volver a casa una vez a la semana, el sábado por la tarde. Entonces se dirigía cojeando al cajón de la cómoda donde su madre guardaba la bolsa del dinero, la vaciaba y se iba a la taberna.
Se había vuelto más huraño, su frente parecía más estrecha que nunca, apenas era un pequeño trozo de piel con infinitas arrugas. Las comisuras de su boca estaban permanentemente deformadas por una triste y apagada sonrisa, señal de una apatía autocomplaciente y augurio de la maldición que precede la transformación del hombre en bestia.
Le dieron una prótesis que no se le ajustaba bien, y se deshizo de ella. Rompía una...

Índice

  1. I
  2. II
  3. III
  4. IV
  5. V
  6. VI
  7. VII
  8. VIII
  9. IX
  10. X
  11. XI
  12. XII
  13. XIII
  14. XIV
  15. XV
  16. XVI
  17. XVII
  18. XVIII
  19. XIX
  20. XX
  21. XXI
  22. Carta del autor para Arnold Zipper
  23. ©