La forma de lo bello
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La forma de lo bello

Remo Bodei, Juan Díaz de Atauri

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La forma de lo bello

Remo Bodei, Juan Díaz de Atauri

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En este libro aborda Bodei la noción central de la estética, bello, belleza, sus diversas interpretaciones, puntos de vista, rostros en los que la belleza se ha expresado. Simultáneamente, al hilo de esta exposición, Bodei configura una teoría específica de la belleza y de sus avatares en el marco de la literatura y el arte contemporáneos.

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Información

Año
2019
ISBN
9788491143260
IV

La sombra de lo bello

La hermosura se adorna con sospecha, ese cuervo
que atraviesa los aires de los cielos más puros.

Shakespeare, Soneto LXX



De lo bello a lo feo

1. La definición del concepto de «bello» implica necesariamente la de su opuesto complementario, lo «feo». De hecho, desde sus primeras formulaciones, lo bello contiene en sí, como una ambigüedad esencial, la imagen de su doble. Conserva algo terrible, un ineliminable lado oscuro, que la belleza basada en la armonía y la simetría ha tratado frecuentemente de esconder, sobre todo en sus manifestaciones neoclásicas. Estas atribuían a los griegos, junto a «una noble simplicidad», «una gran calma». Sin embargo, en seguida se aíslan en lo bello elementos turbadores (lo tremendo de lo trágico, lo feo «desprovisto de dolor» de lo cómico, lo desmesurado de lo sublime), cuya eliminación, como es sabido, pone en peligro la belleza misma.
El caso de la estética o, mejor, de la «metafísica de lo bello» puede, así, interpretarse también como un transformarse de las relaciones y de las distancias recíprocas entre lo bello y lo feo. Se parte de un máximo de lejanía y de separación para llegar, pasando por su indiscernibilidad, a considerar lo «feo» superior a lo bello oficial.
Al tratar de reconstruir una morfología de lo feo en un ámbito propio que sea al mismo tiempo teórico e histórico, es posible observar su metamorfosis y plantear la hipótesis de un ciclo conceptual de larga duración, cuya conclusión quizá haya tenido lugar recientemente. Mostraré, así, a continuación las tipologías, las posiciones ejemplares y las lógicas mediante las cuales lo feo se ha articulado a lo largo de su prolongada historia. Partiendo de la idea de que «bello» y «arte» no siempre han coincidido y de que en la base de las diferentes lógicas de lo feo está el conflicto, latente o evidente, entre orden simbólico y amenaza al orden, propongo –desde un punto de vista rigurosamente formal– la división de la historia de lo feo en siete épocas.
En la primera, lo feo es desorden que asume también la apariencia del error y del mal. Representa la negación específica de todos los valores contenidos en la tríada de lo verdadero, lo bueno y lo bello, en tanto que manifestación sensible de un alma inadecuada a su destino superior (y, por ello, falsa, malvada, mezquina o ridícula). En este estadío, el caos está cuidadosamente separado del orden y su insidioso atractivo apartado, situado en el bando de lo feo, exorcizado, a su vez, mediante la declaración solemne de que no tiene ningún valor positivo. Esta postura es la que ha tenido una duración más prolongada y una mayor consistencia a lo largo del tiempo.
Para Platón, lo feo representa la ausencia absoluta, el molde en negativo de lo bello, o sea, de la eternidad que transparece en formas sensibles y que –aunque a distinto nivel– se añade a lo verdadero en la constelación del bien1. En la medida en que lo bello coincide con el ser (cfr. Fedro, 249 c), lo feo es mera privación: vacío «no ser» (cfr. Parménides, 130 c-d), pensable únicamente por contraste. Si «lo divino es lo que es bello, sabio, bueno», lo feo es «todo cuanto se opone a las cualidades precedentes» (Fedro, 246 e).
Volvemos a encontrar esta solución en Plotino, cuando afirma que lo bello es plenitud del ser2 y la cualidad de lo feo reside en su carencia: «la belleza es una realidad verdadera y la fealdad una naturaleza diferente de esta realidad» (I, 6, 1). En el que Ficino llama locus classicus de natura et origine deformitatis (I, 6, 2), Plotino describe el alma que, agitándose y rebelándose, recibe la impresión de la fealdad. La rechaza, entonces, «como algo discordante y extraño», por su carencia de razón y de forma, de unidad y de homogeneidad. El alma se rebela, así, ante la atracción de lo feo, la atracción de aquello que la lanza a una vida sucia por la impura mezcolanza con el mal y la muerte, como un fango que hay que lavar (cfr. I, 6, 5). De un modo más general, lo feo se experimenta cuando se es incapaz de proceder más allá de las apariencias: «se tiene lo bello cuando se atisba la sabiduría en un hombre y se queda uno fascinado por ella, sin considerar el rostro de ese hombre (que pudiera ser feo); de tal suerte, prescindiendo de toda forma se descubre su belleza interior» (V, 8, 2).
Esa idea de la fealdad como privación de ser se mantiene durante milenios: de Platón a Croce (e incluso hasta Heidegger), pasando por san Buenaventura y por Ficino3.

2. Empieza a aceptarse lo feo, tanto en la teoría como en las prácticas artísticas –y estamos ya en la segunda época–, a partir del cristianismo que transmitirá su legado al mundo moderno. Esta religión, en la que se adora a un Dios sufriente, no postula los mismos cánones estéticos que la tradición clásica. Como observa Hegel en la Estética, «no es posible figurar con las formas de la belleza griega a Cristo flagelado, coronado de espinas, llevando la cruz hasta el lugar del suplicio, crucificado, agonizante en medio de los tormentos de una larga y torturada agonía» (p. 604).
Hay un pasaje del profeta Isaías, que contiene la descripción del aspecto que presentará el Mesías a su venida, y que ha servido (en una tradición de mayor solidez, alternativa a la serenidad de las primeras figuraciones catacumbales de Jesús) como modelo para representar un Cristo feo, un Dios que se ha humillado hasta asumir el rostro del más desgraciado de los hombres4, siguiendo la ecuación deformitas/deiformitas. Justino, un culto padre de la Iglesia, insiste en afirmar la fealdad de Jesús: «El rey que veneramos no tuvo la belleza de aspecto [eumorphian typou]». Se debe a un comentario agustiniano al mencionado pasaje de Isaías la difusión entre los fieles de la imagen del Christus humilis, cuya fealdad constituye nuestra salvación y nuestra belleza5. El Verbo se ha despojado de su magnificencia y de su majestad, se ha hecho feo, para hacer bella a la humanidad deformada por el pecado.
A diferencia de los platónicos y de los neoplatónicos, el cristianismo no ha figurado el encuentro con lo divino únicamente como una ascensión del hombre hacia lo bello y el bien (en Plotino, en cambio, el hombre, en la medida de sus posibilidades, se despoja de la propia naturaleza sin el auxilio del dios, cfr. V, 5, 12), sino más bien como un descenso de lo divino a lo humano. Tal humillación y vacío de autoridad, que ante la Ley hebrea y ante la sensibilidad pagana pueden aparecer como un encaminarse a lo feo y a lo moralmente reprobable, constituyen para el cristiano la garantía de que Dios se ocupa de cada uno de los hombres en su travesía por este valle de lágrimas.
Ante la expresa «fealdad» de algunos crucifijos medievales o las figuras monstruosas de las gárgolas de las iglesias románicas y góticas, el Cristo se ennoblece y embellece, especialmente a partir de san Francisco, como Niño Jesús en el pesebre (y, desde entonces, cada vez más asociado, en las artes figurativas, con la gracia de la Virgen), o bien se le representa majestuosamente con la forma del Omnipotente, del Pantocrator, desde los bizantinos hasta Cimabue y otros. Sea como fuere, el cristianismo occidental, tras el segundo Concilio de Nicea de 787, defenderá el culto a todas las imágenes de la divinidad y de la santidad contra las tendencias iconoclastas, facilitando, así, el desarrollo de las artes figurativas en la Europa occidental6. Esta reafirmación de la licitud de las imágenes contrasta singularmente con la vía asumida por el Islam –limitada, de todas formas, a los edificios públicos– de la decoración abstracta («geométrica», del arabesco o tawriq, y de la alternancia, en arquitectura, de fajas de piedra de distinto color). El rechazo a la aniconicidad en el cristianismo implica, entre otras cosas, que el elemento sensible y figurado pueda coadyuvar a la fantasía como ágil puente de paso entre este mundo percibido y otro imaginado y deseado.

3. En una tercera fase, lo feo aparece como ingrediente de lo bello, algo así como la sal que eliminara su posible insipidez e incrementara su intensidad expresiva. Puede ser gozado porque no se disfruta aislado, porque está disuelto en lo bello, que lo reabsorbe. Tal es la idea que sostiene Lessing en Laoconte, 1767, la obra que aborda por primera vez el estudio temático de lo feo como categoría estética específica. Tal idea se considera admisible únicamente para la poesía porque procede por partes, en sucesión y, así, en ella, lo feo se diluye en el curso del tiempo, perdiéndose su carácter «repugnante» (cfr. Laoconte, XXIV). Ese diluirse de lo feo es, sin embargo, inviable en las artes figurativas, que presuponen necesariamente la visible copresencia de las partes en el espacio. En relación con la mirada sinóptica del observador la fealdad mantiene todas sus formas indivisas, no disueltas ni olvidadas: está adherida de modo ineludible e insoportable al cuadro o a la estatua.
La pintura y la escultura (entendidas como bellas artes y no como habilidades para imitar lo visible) deberán, pues, abstenerse de lo feo. Pierde valor el principio de traducibilidad entre poesía y artes visuales –expresado en el lema horaciano ut pictura poesis –, y empiezan a notarse las primeras resquebrajaduras en la antigua muralla levantada para resistir los embates de lo feo. Se le reconoce ahora un primer, limitado derecho a la existencia; señal de que nace una tímida confianza en la posibilidad de que el elemento caótico y negativo en general, incluidos la falsedad y el mal moral, sea metabolizado tras un proceso a lo largo del tiempo, perdiendo en parte su naturaleza amenazadora.
En 1795 Friedrich Schlegel escribe Sobre el estudio de la poesía griega, la obra más innovadora de su época. En ella se considera a lo feo típico del arte moderno. Mientras que en la Grecia antigua la belleza llegaba espontáneamente a la perfección, creciendo inculta, «como una planta silvestre», el arte moderno –y en especial la poesía– o no ha «llegado aún a la meta a la que tiende o bien no tiene una meta fijada en su proceso de tensión, el desenvolverse de su cultura no tiene una dirección determinada, la masa de su historia no tiene leyes ni coherencia interna, el conjunto no tiene unidad» (pp. 107, 64). El arte moderno es ciertamente rico en obras admirables y suscitadoras de entusiasmo, pero a la larga no satisfacen, porque ya no guardan la menor relación con la forma cerrada y la perfección de las antiguas. «A menudo, concilian el ánimo para lacerarlo luego más dolorosamente aún», dejando en él «un aguijón ardiente» y «cogiendo más de lo que dan». Ya no se puede alcanzar el goce perfecto, aquel en que no hay inquietud, el que puede aplacar el ardor del deseo. En nuestro tiempo faltan, dice Schlegel, «armonía y perfección, así como la paz y la satisfacción que éstas suponen, una belleza perfecta e inmutable, una Juno que no se convierta en nube en el momento del abrazo más ardiente» (p. 65).
El arte moderno se relaciona con lo feo –aun cuando sea para superarlo– en cuanto hace suyo lo «interesante», o sea, «cualquier objeto individual y original que contenga una cantidad mayor de sustancia intelectual o de energía estética» (p. 89). Su modelo insuperado es Shakespeare:
Así como la naturaleza produce lo bello y lo feo mezclados con una riqueza exhuberante por igual, así también Shakespeare. Ninguno de sus dramas es bello en conjunto; nunca la belleza determina la ordenación del todo. Al igual que en la naturaleza, incluso sus bellezas aisladas raras veces están libres de añadidos feos, y sólo son medios para otro fin; sirven al interés característico o filosófico (...). No pocas ...

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