CAPÍTULO 1
Una aproximación a los acentos
¿Alguna vez se ha preguntado por qué su acento galés empieza a deslizarse hacia la India en cuanto abre la boca?
¿Se resiente su brillante acento irlandés de Belfast por las vocales que se come?
¿Se dirige a Alburquerque (Nuevo México), pero, por alguna razón, va a parar a Poughkeepsie (Nueva York)?
Ya sea su acento maravilloso, tembloroso o simplemente desastroso, How to do accents le dará la estructura de su nuevo acento, proporcionándole gran cantidad de orientaciones prácticas y consejos fundamentales para mantenerlo firmemente en su sitio.
De la contracubierta de: SHARPE, E., y ROWLES, J. H. (2007):
How to do accents. Londres: Oberon Books.
Timbre y tono
Si no hubiese tenido la buena fortuna de criarme en la pequeña población rural de Hamilton, en el distrito occidental del estado de Victoria, en Australia, no habría recibido la bendición del acento australiano. La cadencia tonal de mi forma de hablar (pronunciado: “os-truay-yan”)*, todo un toque de elegancia y de belleza en sí y de por sí, ha hecho que no me vea obligado a codiciar los tonos de otros dialectos ingleses. Me atrevo a decir que, si la casualidad no hubiese sido tan generosa, si me hubiese tocado el Hamilton de Nueva Zelanda o el Hamilton de Ontario, por ejemplo, estaría buceando en un ejemplar de SHARPE y ROWLES para adoptar esos suaves tonos urbanos del sur de Australia.
Mirando en la Blackwell’s Bookshop, en la Charing Cross Road*, me cautivó la autoridad de la promesa de SHARPE y ROWLES (más exactamente, la promesa atribuida a su obra por el redactor publicitario contratado por el editor). A pesar de la inclusión de un CD para entrenar el oído y mi deseo encubierto de emitir un sonido como el de Michael GAMBON* o incluso como el de Ken STOTT*, creo que, en la práctica, mis dieciséis libras estarían mejor empleadas en un par de novelas de George PELECANOS. No estoy en absoluto convencido de que el ejercicio combinado de imitar el CD mientras se lee el texto desentrañe los misterios o explique los matices adquiridos y trabajados durante los años vividos en un determinado lugar. El acento no solo es sonido, sino la fusión de sonido, giros y saber local, costumbre y disposición. Igual que me di cuenta hace años de que la educación de los sordos no consistía solo en el problema del volumen.
No puedo culparlo de que se pregunte por qué comienza así un libro que versa sobre “los fundamentos y los futuros de la educación”. Permítame que me explique. En primer lugar, está el deseo de escribir este libro como si eso supusiera que lo leerían los afectados por el tema: los padres y los cuidadores de los escolares, nuestros funcionarios y líderes políticos, los docentes, los administradores escolares, los defensores de la inclusión en las organizaciones comunitarias, el personal de apoyo, los estudiantes, los investigadores y los formadores del profesorado. En otras palabras, pretendo que el público reconsidere la educación pública, sus fundamentos y sus futuros. Para esta tarea, necesitamos encontrar y utilizar un lenguaje común capaz de comunicar ideas complejas y cambiar las relaciones sociales.
Recientemente, estuve impartiendo clases con un colega, Len BARTON, en la National and Kapodistrian University of Athens, en Grecia. Nuestros comentarios los hacíamos en inglés, idioma en el que también estaban las lecturas señaladas para el curso. Len comentó un artículo que yo había escrito con los estudiantes que lo habían leído la noche anterior. Estos abordaron con un entusiasmo sorprendente las cuestiones que yo planteaba en la lectura señalada. Algunos de ellos comentaron que habían leído muchas cosas que yo había escrito, pero que era un “trabajo duro”. Esta observación, aunque no completamente inesperada, resultaba profundamente problemática. Soy plenamente consciente de mi tendencia a ocultar una idea en medio de un montón de palabras.
Como en otros campos de la investigación educativa, la verborrea académica en los escritos sobre la educación inclusiva no favorece ni a la causa ni a los académicos. Estudiosos como Edward SAID, Raewyn CONNELL, Richard SENNETT, John Kenneth GALBRAITH y muchos otros sostienen que el público intelectual tiene la responsabilidad de dirigirse a la comunidad hablando de forma inteligente y comprensible. No hacerlo así, refugiándose en una expresión confusa y en la jerga, disminuye el potencial y el carácter del debate público. Suscita el espectro de las sentencias de muerte en las que el lenguaje se reduce a un “fango informe y enervante”; *.
Esto no es solo cuestión de estética y de oficio de escribir. Tampoco es solo una cuestión de comunicación eficaz a distintas audiencias. La cuestión del lenguaje es profundamente política. Porque, como declaran Art PEARL y Tony KNIGHT, “nada es más ademocrático que un lenguaje que excluya”. Para quienes se interesan por la educación inclusiva, esto es mucho más que una cuestión editorial; es el reconocimiento de que la exclusión y la inclusión se refieren a personas reales de las que no se puede prescindir. Atender a sus dificultades sigue siendo urgente. La traviesa deconstrucción postmoderna ha de hacerse con cautela y reflexión sobre el peligro de inclinarse hacia el conservadurismo en las relaciones sociales de la investigación.
Al escuchar en clase a las mujeres griegas, se me ocurrió que, a diferencia de muchos de nosotros que tenemos como primera lengua el inglés, ellas pensaban en las palabras que decían, mientras que nosotros tendemos a pensar con nuestras palabras. En su reciente novela: Algo que contart...