Libro 1
LOS BANDIDOS DE CAMINO REAL
1. La víspera de un cumpleaños
El toque de oración resonaba en las vecinas rocas, repercutiéndose pausadamente en cada uno de sus altos vericuetos y comunicando al último miraje del día esa melancolía, mezclada de tristeza y de cansancio, en que tanta parte toman las fatigas y rumores que se alejan, como el reposo que se vislumbra ya cercano.
La ronca voz de la campana que despide al día vibraba aún, ronca y clamorosa, cuando dos hombres, recatándose cuanto podían a las miradas curiosas de los transeúntes, montados en briosos caballos, que hacían saltar chispas de lumbre bajo la presión de sus herraduras chocadas con las piedras, perfectamente embozados con grandes sarapes del Saltillo y los sombreros de anchas alas calados hasta los ojos, salían de Ciudad Guzmán por la calle recta de San Pedro.
A juzgar por las apariencias, aquellos hombres parecían ser dos buenos amigos que se dirigían a la garita, o simplemente se ocupaban de dar un paseo gozando la frescura de una noche tibia, embalsamada y envuelta en los efluvios trasparentes de la luna llena, de esa viajera incansable de los espacios, cuya redonda cara parece sonreír a la naturaleza, de esa lámpara de oro que surge entre las estrellas, con la misma altanería que una reina entre sus damas.
Al llegar frente a la garita se vieron detenidos por un guarda que, marcándoles el alto, les preguntó:
—¿Quiénes sois y a dónde vais?
—Pertenecemos a la policía secreta y vamos a Zapotiltic, donde sabemos que merodean unos pilletes, hijos de Caco —contestó uno de ellos en voz baja.
—La contraseña —insistió el guarda.
—Seguridad por la Corona de Castilla —contestó el interpelado al oído del guarda, como si temiese que sus palabras fuesen escuchadas por algún extraño.
—¡Adelante y buen éxito! —exclamó el guarda, volviéndose a ocupar su puesto, muy satisfecho de sus deberes.
Los jinetes desaparecieron entre una nube de polvo, oprimiendo con las espuelas los ijares de sus corceles y guardando silencio.
Al llegar al Pedregal, y ya en un punto en que los huizaches formaban una sombra oscura y compacta, torcieron hacia la derecha, tomando una estrecha vereda, difícil y pedregosa, por la cual comenzaron a subir hacia la falda del volcán.
Aquel estrecho camino les era sin duda muy conocido, porque caminaban de prisa y sin cuidarse mayor cosa de las grietas, rocas y aberturas, que tienen generalmente todas las montañas.
Habían andado así cosa de dos horas y comenzaban a bordear una bellísima barranca, sombreada por altos y flexibles ocotillos, cuyas ramas movidas por el ambiente de la noche formaban ese poético rumor que puede llamarse la armonía de la sierra, por la melancólica dulzura que infunde al corazón.
Uno de los nocturnos viajeros, y que era el mismo que había contestado al guarda, dirigió entonces una mirada recelosa en torno suyo y, cerciorado sin duda de que nadie podría escucharle, dijo a su compañero.
—Nos hallamos en la barranca del Arroyo Seco: los peligros disminuyen, podemos hablar algo, porque ya la boca se nos apesta a cobre.
—Es verdad, mi capitán —contestó el que marchaba a su lado—, rato hace que la sin hueso no hace su oficio. —Después de un momento añadió como reflexionando—: ¡Qué diablos!, si los guardas no fueran tan caballos como todos los gobierneros, esta noche nos hubieran atrapado: porque la luna no deja de ser una mala compañera para los de nuestra calaña.
—Tú ves, Teodoro, el lado malo, pero no el bueno. También pudimos nosotros volarle al maldito guarda la tapa de los sesos, maniobra de que me hubiera encargado con todo mi gusto y sin gran trabajo, por aquello de…
—Quien roba o mata ladrón tiene… —Teodoro se interrumpió con malicia.
—¡Cien años de perdón! —exclamó el capitán completando la frase y riendo socarronamente—. Has acertado. Pero volviendo al mal percance que pudiera habernos sucedido, ya ves que la suerte nos fue favorable como siempre. Me envanezco de tener diecisiete años reinando en esta montaña sin que en todo este tiempo haya fracasado ninguna de mis empresas. Tú eres un testigo de ello.
—Sí, mi capitán; pero lo que no me cabe en la mollera es que háigamos ido a Zapotlán en pleno día, hoy que la policía nos sigue la pista con tanto ardor deseosa de echarnos garra. Por más que me devano los sesos, no hallo…
—No hallas el motivo, pero yo te lo explicaré —dijo el capitán encendiendo un cigarro—. Mañana cumple mi María quince años: es ya una señorita. Y deseando hacerle un regalo que no se debiera a la rapiña sino a mi dinero, he ido allá tomándote a ti por compañero, que eres de mi cuadrilla el más adicto, intrépido y valiente.
Teodoro se irguió sobre la silla diciendo:
—Esa confianza me honra mucho, mi capitán. ¿Y habéis comprado…
—Un regalo, del que forman parte un libro místico y un Santo Cristo de marfil.
—¡Si pensareis hacerla monja, mi capitán!
—Casi, casi lo es ya —contestó éste melancólicamente—. La pobre niña vive siempre guardada, si no por espesas rejas de hierro, sí por rocas impenetrables, donde solo el águila anida y donde habrán de estrellarse siempre todas las pesquisas de la policía.
—¡Vaya un regalo! —tornó a exclamar Teodoro.
—¡Que ella estimará mucho porque es buena como un ángel! —dijo el capitán suspirando.
Al terminar estas palabras llegaban a una explanada angosta, cubierta de árboles y breñales: tupidas guías de chayotillo, sandía cimarrona y yedras silvestres impedían a cada paso que las cabalgaduras de los jinetes continuasen su camino sin desvío, por lo que a cada momento torcían la vereda que llevaban, pero esto sin fatiga ni inquietud, pues parecían familiarizados de mucho tiempo con aquellos parajes incultos.
Continuando su camino llegaron al fin de la explanada, que semejante a un cono dibujado terminaba en punta; desde allá siguieron culebrillando un sendero angosto, en el cual muy apenas podían dar el paso los caballos. A los lados de este sendero se elevaban inmensas rocas que hacían imposible la sagacidad de una mirada que, desde fuera, quisiese penetrarle.
De cuando en cuando saltaban sobre aquellos atletas de la ruda naturaleza esbeltos venados y ligeras ardillas, que hacían volver la cabeza a nuestros hombres y que huían, perseguidas por algún lobo hambriento.
Al final de aquella barranquilla profunda y lóbrega, los caballos se detuvieron por costumbre y también porque de allí no habrían podido pasar.
El capitán aplicó a sus labios un cuerno de caza, despidiendo un sonido hueco y prolongado, y acto continuo, aquel sonido fue contestado por otro, que más bien parecía graznido de lechuza que sonido humano. Y casi al mismo tiempo apareció por entre las malezas y rocas otro hombre de mala catadura, vestido sucio y harapiento, y con una ancha cicatriz en la mejilla izquierda.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el capitán al aparecido.
—Nada, mi capitán —respondió serenamente el hombre.
—Pues mete los caballos y échales rastrojo, porque lo que hoy han andado no es muy poco que digamos.
El capitán y su compañero echaron pie a tierra. Y nuestro hombre, tomando los caballos po...