¿Ha sido el viento lo que ha traído de nuevo la lluvia a la ciudad haciendo que nuestra habitación se oscurezca de pronto? No. La atmósfera está tranquila y tiene una claridad argentada, como raras veces ocurre en estos días de verano, pero se ha hecho tarde y no nos hemos dado cuenta. Sólo los tragaluces de enfrente sonríen todavía con un débil resplandor y por encima de los tejados el cielo se cubre ya de una bruma dorada. En una hora será de noche. Una hora maravillosa, pues nada es más bello que ese color que poco a poco se marchita y se ensombrece, y luego la oscuridad, que brotará del suelo, invadirá la estancia, hasta que sus negras olas se replieguen en silencio sobre las paredes y nos arrastren a las tinieblas. Entonces, cuando en este momento nos sentemos uno frente al otro y nos miremos sin hablar, nos parecerá que el rostro familiar que entra en las sombras se ha vuelto más viejo, extraño y lejano, como si nunca lo hubiéramos conocido y lo contempláramos a distancia y a través de muchos años. Pero ahora quieres que hablemos, porque en el silencio oyes acongojado cómo el reloj rompe el tiempo en cien pequeñas astillas y la respiración se vuelve ruidosa como la de un enfermo. Quieres que te cuente algo. Con mucho gusto. Aunque no de mí, pues nuestra vida en estas ciudades inmensas es pobre en acontecimientos o así nos lo parece, porque todavía no sabemos lo que en realidad nos pertenece. Pero voy a contarte una historia adecuada para esta hora que, a decir verdad, sólo ama al silencio, y quisiera que tuviese un poco de esa luz crepuscular, cálida, dulce y profusa que se extiende como un velo ante nuestras ventanas.
No sé cuál es el origen de esta historia. Simplemente recuerdo que, desde primera hora de la tarde, he estado aquí sentado mucho rato, leyendo un libro, después lo he dejado y me he sumido en una especie de ensueño letárgico, tal vez incluso en un sueño ligero. De pronto he visto unas figuras que se deslizaban a lo largo de la pared, y podía oír sus voces y penetrar en sus vidas. Pero cuando he querido seguir con la mirada esas formas fugitivas, me he encontrado de nuevo despierto y solo. El libro había caído a mis pies. Lo he recogido y le he preguntado acerca de las figuras: ya no he encontrado la historia en él, como si hubiera caído de sus páginas a mis manos o como si nunca hubiera estado allí. Quizá la había soñado o la había leído en una de aquellas nubes de colores que hoy habían llegado de tierras lejanas a nuestra ciudad transportando la lluvia que durante tanto tiempo nos ha importunado. Quizá la había oído en una vieja e ingenua canción que un organillo había tocado entre melancólicos gemidos bajo mi ventana, o alguien me la había contado años atrás… No lo sé. A menudo me llega este tipo de historias, y me divierte dejar fluir entre mis dedos las cosas que cuentan, sin retenerlas, al igual que uno acaricia espigas y flores de tallo largo sin cogerlas. Sólo las sueño a partir de una imagen repentina y coloreada que termina por difuminarse, pero no las retengo. Sin embargo, hoy quieres una historia, y te la voy a contar en esta hora del crepúsculo en la que nos invade el deseo de ver algo multicolor agitándose y brillando ante nuestros ojos que los tonos grises entristecen.
¿Cómo empezar? Tengo la sensación de que debo hacer salir por un momento de las sombras una imagen y una figura, pues así comienzan también en mí esos extraños sueños. Ya me acuerdo. Veo a un esbelto muchacho que desciende por los anchos peldaños de la escalera de un castillo. Es de noche, una noche con sólo un pálido claro de luna, pero, como si tuviera un poderoso faro, abarco el perfil entero de su cuerpo ágil, distingo perfectamente sus rasgos. Son extraordinariamente bellos. Sus cabellos negros peinados a la moda infantil caen sobre su frente un poco demasiado ancha, y las manos, que él extiende hacia delante en la oscuridad para palpar el calor del aire caldeado por el sol, son muy finas y nobles. Su paso vacila. Desciende absorto hacia el gran jardín que murmura con sus numerosos árboles redondeados y entre los cuales reluce como un sendero blanco una única y amplia avenida.
No sé cuándo sucedió, si ayer o hace cincuenta años, ni tampoco sé dónde, pero creo que debió de ser en Inglaterra o en Escocia, pues sólo allí conozco castillos de piedra tallada tan altos y grandes que de lejos parecen fortalezas altivas y amenazadoras y que sólo para el ojo familiarizado se inclinan sobre sus jardines luminosos y floridos. Sí, ahora lo sé seguro, está allá arriba en Escocia, pues sólo allí las noches de verano son tan luminosas que el cielo tiene el brillo lácteo del ópalo y los campos nunca están oscuros, todo parece tenuemente iluminado desde el interior y sólo las sombras, semejantes a gigantescos pájaros negros, caen sobre esas capas de luz. Es Escocia, oh sí, ahora lo sé con seguridad y, si me esforzara, encontraría el nombre de aquel castillo condal y también el del muchacho, pues ahora la oscura corteza de mi sueño se desprende rápidamente y lo percibo todo con tanta claridad como si no fuera un recuerdo, sino una vivencia. Durante el verano, el muchacho se aloja en casa de su hermana casada y, siguiendo la afable costumbre de las familias inglesas distinguidas, no es el único invitado; la cena reúne a todo un grupo de cazadores y sus mujeres, así como a algunas muchachas: personas bien parecidas y de categoría cuya juventud e hilaridad, sin ser ruidosas, juegan con el eco de los viejos muros. De día los caballos galopan por doquier, acompañados de una jauría de perros; al otro lado, en el río, centellean dos o tres barcas: una actividad sosegada confiere al día un agradable ritmo rápido.
Terminada la cena, se levanta la sobremesa. Los caballeros han ido al salón, fuman y juegan; hasta medianoche las ventanas proyectan en el parque conos de luz blanca y vibrante en los bordes, a veces también una risa franca y jovial. La mayoría de las damas se ha retirado a las habitaciones, tal vez dos o tres conversan todavía en el vestíbulo. Así que el muchacho está solo. No tiene permiso para ir con los hombres, o sólo por unos instantes, y se siente cohibido en presencia de las damas, porque a menudo, cuando abre la puerta, ellas bajan la voz, y comprende que hablan de cosas que él no debe oír. Por otra parte, no le gusta su compañía, pues le interrogan como a un niño y no prestan demasiada atención a sus respuestas; simplemente lo utilizan para mil pequeños favores y luego le dan las gracias como a un chico bueno y obediente. Así que ha decidido irse a la cama y ya ha subido la escalera de caracol; pero la habitación está demasiado caldeada, con una atmósfera cargada y sofocante. Se han olvidado de cerrar las ventanas de día y el sol ha campado por sus respetos: ha abrasado la mesa y la cama, se ha encarnizado con las paredes y los rincones, y las cor...