El Goce
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El Goce

Un concepto lacaniano

Néstor A. Braunstein

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El Goce

Un concepto lacaniano

Néstor A. Braunstein

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Información del libro

En 1990 apareció publicada por Siglo XXI la primera versión de este libro con el parsimonioso título de "Goce". Desde entonces el libro se convirtió en la obra de consulta más citada y recomendada para elucidar las dificultades del célebre concepto de Jacques Lacan, que corona y da sentido al conjunto del pensamiento psicoanalítico tal como surge desde los primeros trabajos de Sigmund Freud. Años después, luego de la traducción al francés, el recorrido internacional de la obra hizo que se agregaran comentarios, fueran necesarias actualizaciones bibliográficas y enmiendas, y una consideración de nuevos temas que no figuraban en la versión original. Néstor Braunstein efectuó una revisión completa del texto y, en su conjunto, esta edición aumentada puede considerarse definitiva. Entre la satisfacción profunda y la plenitud sexual, intelectual o espiritual, entre el placer propio y el del otro, entre la prohibición y el deseo, las nociones presentadas en "EL GOCE: UN CONCEPTO LACANIANO" perseveran en la tradición renovadora de la teoría y la clínica psico-analítica. Los sucesivos desarrollos y sus efectos sobre la teoría del inconsciente, la sexualidad y la ética permiten vincular el goce a cuestiones tan urgentes como la drogadicción, las psicosis, las formas de la angustia contemporánea y el debate sobre las perversiones.

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Información

Año
2014
ISBN
9786070306310
Categoría
Psicología
Categoría
Psicoanálisis
PRIMERA PARTE

TEORÍA

1. EL GOCE: DE LACAN A FREUD

1. EN EL PRINCIPIO

Siento la tentación de comenzar con una formula gnómica:

Im Anfang war der Genuss (En el principio era el goce),

que, es claro, evocaría y se contrapondría al comienzo del Evangelio de San Juan:

Im Anfang war das Wort (En el principio era la palabra).

No me decido a hacerlo porque advierto que tal contraposición sería falsa. Entre goce y palabra, no puede decirse cuál es primero en la medida en que ambos se delimitan recíprocamente y se imbrican de un modo que la experiencia del psicoanálisis muestra como inextricable. Porque sólo hay goce en el ser que habla y porque habla. Y sólo hay palabra en relación con un goce que por ella es hecho posible a la vez que resulta coartado y desnaturalizado, según veremos. Es claro que la formula Im Anfang war der Genuss hubiera podido complacer al último Lacan, pero era inimaginable para Goethe y su Fausto que del verbo (Wort) de San Juan pasaran a la fuerza, al sentido y, por fin, al acto: En el principio era el acto, un acto que es también, por fuerza, un efecto de la palabra y está en relación con el goce.
Una alternativa sería la de hacerlo equívoco buscando un sinónimo que parezca aceptable y escribir:

Im Anfang war die Freude (En el principio era la alegría),

un aforismo que subrayaría el aspecto bienaventurado y jubiloso que acompaña al goce. Sin embargo, al escribir de tal modo mi tentadora fórmula gnómica comenzaría a confundir el goce con su significación corriente, inespecífica, tan distinta de la que le adjudicamos al considerarlo un concepto central del psicoanálisis contemporáneo.
Por cierto que, tratándose de psicoanálisis, la siguiente fórmula que inevitablemente surge en nosotros se oye como muy parecida a la anterior:

Im Anfang war Freud (En el principio era Freud).

Y, una vez pronunciada, hay que buscar el Genuss, el goce, en Freud, en un Freud para quien el goce nunca fue otra cosa que un vocablo de la lengua, que no hizo de él un concepto de su teoría.
La significación vulgar, la del diccionario, es una sombra de la que conviene distinguirse constantemente si se quiere precisar el vocablo como concepto psicoanalítico. En ese trabajo de discriminación uno nunca queda del todo conforme; las dos acepciones pasan siempre, imperceptiblemente, de la oposición a la vecindad. La vulgar convierte en sinónimos el goce y el placer. La psicoanalítica los enfrenta, y hace del goce ora un exceso intolerable del placer, ora una manifestación del cuerpo más próxima a la tensión extrema, al dolor y al sufrimiento. Y hay que optar: o la una o la otra.
Y heme aquí, dispuesto a eslabonar un discurso sobre el goce, una tarea imposible pues el goce, siendo del cuerpo y en el cuerpo, es del orden de lo inefable, a la vez que sólo por la palabra puede ser circunscrito, indicado. El goce es lo que se escurre del discurso, mas sin embargo ese objeto inefable es la sustancia misma de la que se habla a todo lo largo de un análisis y, trataré de mostrarlo, aquello de lo que habla siempre y desde siempre el discurso del psicoanálisis.
Goce”, en español, es un imperativo, una orden, una intimación que no podría confundirse con su precedente más arcaico en la lengua, el “gozo” que, por aquello de lo inefable, es imposible de decir como presente del indicativo de la primera persona del singular. Pues al decirlo se lo disuelve, como sucede con el impronunciable nombre de Dios.
Goce” en español, der Genuss en alemán, la jouissance en francés. Jamás enjoyment. Gozarán los traductores al inglés buscando en su lengua la palabra justa. Atendiendo a la imposibilidad de nombrarlo y al origen lacaniano del concepto, muchos optan simplemente por el uso del francés: jouissance. “Goce” y “jouissance”, que deriva del verbo latino gaudere (alegrarse), (sich freuen, Freude, ¡Freud!) y que reserva algunas sorpresas en la lengua corriente cuando se desdobla en sus acepciones según la autoridad, según la Real Academia Española:
Gozar: 1. Tener y poseer alguna cosa; como dignidad, mayorazgo o renta. // 2. Tener gusto, complacencia y alegría de alguna cosa. // 3. Conocer carnalmente a una mujer. // 4. Sentir placer, experimentar suaves y gratas emociones.
Es interesante que la dimensión objetiva de la primera acepción predomine sobre la dimensión subjetiva de la segunda y la cuarta, que el goce sea algo que se tiene más que algo que se siente. Y sorprende la tercera de las acepciones. No puede dudarse de lo involuntario del desenfado del académico al no excluir que sea “otra” mujer la que puede conocer carnalmente a “una” y tampoco puede dudarse de su pudor no exento de lacanismo en el uso del artículo indefinido “una” pues a las mujeres no puede accederse sino tratándolas una por una. El sexismo semántico imprime su sello inconfesado en esta acepción: gozar, sí, pero de una mujer en el conocimiento de la carne. Parecería que fuese inconcebible que se gozase de un hombre. Y, para ellas, sólo quedaría gozar “conociendo” a otra. No hay reciprocidad en el goce. Palabra de académico que el psicoanalista deberá pensar.
“Gozar”, que deriva del latín gaudere y que tiene una herencia no reconocida en el muy castizo verbo “joder”, un vocablo que tuvo que esperar a que el calendario marcase el año 1984 para que la Real Academia Española le diese cabida por primera vez en la trigésima edición de su diccionario y con una etimología que se antoja arbitraria pues lo hace descender del latín futuere (fornicar), del que indudablemente deriva la palabra francesa foutre. Un verbo que tuvo que esperar siglos para entrar en el diccionario hasta que finalmente lo consiguió aunque precedido por una advertencia insólita: “Voz muy malsonante”1 (¿alguna relación, aunque sea por oposición, con la afirmación lacaniana sobre el psicoanálisis como una “ética del bien decir”?). De todos modos el verbo “joder” no tendría mucho de qué quejarse pues, una vez admitido, irrumpe cargado desde un principio con cuatro acepciones muy ligadas al gaudere latino y a sus derivados en romance: gozar y jouir. Esas cuatro acepciones son, en síntesis, las siguientes: 1. Fornicar.2 // 2. Molestar, estorbar. // 3. Arruinar, echar a perder // 4. Interjección que denota asombro o incredulidad.
Las vecindades semánticas de “gozar” y “joder” podrían llevarnos a agregar a ese par el verbo “jugar”, especialmente si consideramos la vecindad fonológica en francés entre jouir y jouer. No obstante, la investigación filológica nos enseña que palabras como “jugar” y “joya” no proceden del gaudere sino del jocum, que es una broma o una chanza, algo próximo al Witz freudiano, si nos colocamos en el plano del lenguaje y de sus artificios.
Podría pensarse también que este “jugar” da cuenta del “conjugar”, la operación gramatical que se realiza sobre el verbo, pero sólo para advertir al cabo que la “conjugación” no es juego sino subyugación, un someter a los verbos al tormento de un mismo yugo (jugum en latín). Jugar y conjugar que remitirían al célebre sentido antitético de las voces, ahora no primitivas, ahora derivadas, que interesaran en su momento al Freud paralingüista.
Valgan deslinde, semántica y etimología para introducir este vocablo “goce” que recibirá del psicoanálisis otro brío y otro brillo.
En psicoanálisis el goce entra atravesando el portón de su significación convencional. Así aparece, a veces en la escritura de Freud, a veces en el Lacan de los primeros tiempos, como sinónimo de una gran alegría, de placer extremo, de jubilo o de éxtasis.
Ocioso y pedestre sería hacer el relevamiento de las oportunidades en que Freud recurre a la palabra Genuss. Pero estaría bien recordar, independientemente de los vocablos usados, ciertos momentos capitales en que el goce, lacaniano ahora, es reconocido por Freud en el espacio de la clínica. Al respecto, no puede dejar de mencionarse la voluptuosa expresión que él advierte en el hombre de las ratas en el momento en que recuerda el relato de la tortura, un intenso placer que era desconocido por el paciente en el momento de llegar al colmo del horror evocativo. O el júbilo que Freud percibe en el rostro de su nietecito, cuando está empeñado en jugar con un objeto, el célebre carrete, de la misma manera en que el propio niño es jugado por la alternancia entre la presencia y la ausencia de la madre; juego del vaivén del ser que se reitera cuando hace entrar y salir su imagen del marco de un espejo. O el goce voluptuoso, infinito, que experimenta el presidente Schreber, también ante el espejo, al constatar la transformación paulatina de su cuerpo en un cuerpo femenino.
El vocablo “goce” aparece en la enseñanza de Lacan afectado también por el uso convencional; no podía ser de otra manera. Así fue hasta un momento que puede precisarse con rigor cronológico. Hasta entonces encontramos al goce como equivalente al júbilo y al júbilo encontrando su paradigma en el reconocimiento en el espejo de la imagen unificada de sí mismo, del moi (aha Erlebnis). Luego llega el goce en el advenimiento al símbolo (fort-da) que permite un primer nivel de autonomía frente a los apremios de la vida.
Referencia al goce que es errática en los primeros años de una enseñanza, la de Lacan, que se centra en torno del deseo: la relación del deseo con el deseo del Otro y del reconocimiento recíproco, dialéctico, intersubjetivo de los deseos. Un deseo que ha trascendido los marcos de la necesidad y que sólo puede hacerse reconocer alienándose en el significante, en el Otro como lugar del código y de la Ley.
No es que el deseo esté desnaturalizado por la alienación y por tener que expresarse como demanda por medio de la palabra; no es que el deseo caiga bajo el yugo del significante o que éste lo desvíe o lo trastorne, no, es que el deseo sólo llega a ser deseo por la mediación del orden simbólico que lo constituye como tal. La palabra es esa maldición redentora sin la cual no habría sujeto, ni deseo, ni mundo. Tal es el eje de la enseñanza de Lacan durante unos pocos años, hasta finales de la década de los cincuenta. Los conceptos clave en ese período son: deseo, alienación y significante. Su discurso gira en torno de las vicisitudes del deseo, la refracción de éste en la demanda articulada, el deseo de reconocimiento y el reconocimiento del deseo, el acceso a la realidad que pasa por la imposición al sujeto de las condiciones impuestas por el Otro (el mundo, el orden simbólico que induce efectos imaginarios, la regulación de la satisfacción de las necesidades y el ajuste de las condiciones de esa satisfacción). Son las consecuencias ineludibles de ver la práctica analítica como molinete de palabras y de reconocer la función de la palabra en el campo del lenguaje.
No fueron pocos los discípulos y los lectores de Lacan que se quedaron en esta apreciación menos pática que patética de los conceptos. No fueron muchos, si es que alguno, los que advirtieron la sacudida del árbol conceptual del psicoanálisis que tuvo lugar en aquel hoy ya muy lejano día en que Lacan anunció que la originalidad de la condición del deseo del hombre se implicaba en otra dimensión diferente, en otro polo contrapuesto al deseo, que es el goce.
De inmediato nada pareció notarse. Fue muy lentamente como se hizo patente que el nuevo concepto replanteaba el estatuto del psicoanálisis y obligaba a practicar un segundo retorno a Freud, a colocarse mas allá de la dialéctica del deseo en la empresa de subversión del sujeto, tanto del sujeto de la ciencia como del de la filosofía.
Nada había de arbitrariedad en Lacan al promover sorpresivamente la noción del goce a un lugar central de la reflexión analítica contraponiéndolo al deseo, su “otro polo”. Por eso es necesario que el concepto de goce tenga que deslindarse en una doble oposición, por un lado, con respecto al deseo, y por otro, con respecto a lo que parece ser su sinónimo, el placer. Definir el goce como concepto es distinguirlo en su valor diacrítico, diferencial, en esa doble articulación, con el placer y con el deseo.
¿Mas, de dónde la jouissance? ¿Por qué recurre Lacan al término de “goce” y hace de él un concepto nuclear? No lo extrae del diccionario de la lengua donde se confunde con el placer, no lo encuentra en la obra de Freud, donde se liga al júbilo y a la voluptuosidad, aun la masoquista. Hemos de admitir que la jouissance llega a Lacan por un camino inesperado, que es el del derecho. Lacan se nutre con la filosofía del derecho de Hegel; es allí donde aparece el Genuss, el goce, como algo que es “subjetivo”, “particular”, imposible de compartir, inaccesible al entendimiento y opuesto al deseo que resulta de un reconocimiento recíproco de dos conciencias y que es “objetivo”, “universal”, sujeto a legislación. La oposición entre goce y deseo, central en Lacan, tiene pues una raigambre hegeliana. Lacan lee a Freud con un cuchillo afilado en la piedra de Hegel.
No se ha insistido suficientemente sobre este punto aun cuando Lacan lo indicara con claridad en las primeras lecciones del Seminario XX. Esta importación conceptual desde la teoría del derecho (prohibiciones) y de la moral (deberes) podría desarrollarse largamente con profusión de citas. Me contentaré simplemente con remitir al lector a los apartados 36 al 39 de su Propedéutica filosófica de 1810.3 Es entonces cuando el dialéctico toma partido contra el goce que es “accidental” y cuando se pronuncia en favor del olvido de uno mismo para orientarse hacia lo que él considera “esencial” de las obras humanas, aquello que remite e incumbe a...

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